miércoles, 17 de abril de 2019

Las procesiones


Se dice que la fe ha de vivirse hacia el interior, oculta entre los pliegues de nuestras convicciones más íntimas. La fe fructifica mejor cuando no tiene inquietudes por mostrarse al exterior y se encuentra solo consigo misma y con su misión de alimentar la relación del alma con su creador. No evita eso que a veces se sienta el deseo o la necesidad de manifestarla hacia el exterior para dar testimonio de ella, como en los casos relacionados con el martirio, o en los que puede servir de ejemplo y motivación para los que no saben si la tienen. Sin embargo, cuando la fe es colectiva parece que encuentra en la manifestación hacia afuera un impulso de reafirmación que la vigoriza. Se consolida y se reconoce a sí misma en toda su dimensión de siglos a través de su proyección al exterior.
Las procesiones que estos días, como cada año, inundan las calles de casi todos los pueblos y ciudades de España constituyen un espectáculo singular, único por su intensidad y amplitud en todo el ámbito católico. Bajo su aparente imagen unitaria esconden una enorme complejidad de significados e interpretaciones sociales, pero por muchas capas que los años y los cambios de mentalidad les hayan ido echando encima, su propósito y su razón de ser siguen basándose en un empeño de hondas raíces teológicas: la idea de conmemorar públicamente el dogma cristiano de la redención a través de la pasión y muerte de Jesús.
Es la fiesta de la exaltación del dolor; predominan los sentimientos de pérdida, sufrimiento, traición, arrepentimiento y compasión. Las cofradías y hermandades tienen nombres que no permiten ninguna veleidad: de los Azotes, del Calvario, de la Amargura, de la Mortaja, de las Injurias, de las Lágrimas, de la Quinta Angustia, de las Penas, aunque también hay otras de nombre más neutro y hasta más esperanzador: de la Paz, del Amor, del Consuelo, del Divino Perdón, del Buen Fin, de los Estudiantes, de los Gitanos, del Gran Poder. Los elementos externos que configuran la representación pueden variar de unas a otras, pero todos responden a una acumulación de aportes de siglos en aras de resaltar los aspectos dramáticos y emocionales del drama: figuras dolientes, cirios, flores, capas, hachones, tambores, cornetas, caperuzas, mantos, cruces, túnicas, mantillas. En muchas el silencio es un elemento formal más; en otras lo es el ritmo funeral de los pasos; en todas, las actitudes serias y graves de los costaleros, penitentes, nazarenos, acólitos y demás participantes.
No es fácil separar el componente folclórico y costumbrista, que sin duda tienen, de su carácter de manifestación de fe compartida, que se fortalece al ser vivida en público sin acotaciones ni reservas acomplejadas. Vienen los turistas, se percibe un tiempo de vacaciones, rivalizan las hermandades en la presentación de sus pasos, se puede preguntar si cabe seguir llamándola Semana Santa; algunas han sido declaradas patrimonio inmaterial de la humanidad y la mayoría están consideradas fiestas de interés turístico. Pero al margen de todo siempre estará esa alma humilde y anhelante, que se recoge en la penumbra silenciosa de una iglesia, cara a cara consigo misma y a solas con el misterio que nutre su fe. Para ella sí será una verdadera semana santa.

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