miércoles, 20 de febrero de 2019

La campaña interminable

Nos había dicho que los que pedían elecciones iban a tener que esperar sentados, y dos días después las convoca. Debe de ser muy repentino el cambio de viento en la política para hacer que las afirmaciones y los propósitos duren tan poco, especialmente en este nuevo tiempo monclovita, en el que ninguna palabra firme permanece en pie más allá de unas horas y lo que hoy se dice con entonación rotunda mañana aparece lleno de matices, y si ahora te digo sí, acaso luego te diga no con el mismo tono de credibilidad, y todo ello con la cara alta y sin la menor pizca de rubor. No hay nada a que agarrarse, porque las declaraciones tienen la consistencia de la arena y porque la manera más aproximada de acertar consiste en dar por hecho que la realidad va a ser lo contrario de lo que se oye.
El caso es que ya estamos de nuevo metidos en campaña electoral, y esta vez de largo, porque en menos de un mes se acumulan las elecciones a las cuatro administraciones que velan por nosotros. Con este enorme entramado institucional que configura nuestra arquitectura política, la práctica democrática apenas conoce reposo y las campañas vienen a ser una sucesión repetida de un mismo espectáculo, al que de vez en cuando se incorporan algunos actores nuevos, y siempre bajo la forma de un torbellino de palabras, no tanto de ideas. Palabras con intentos de seducción, porque, en definitiva, las campañas electorales vienen a ser un recuelo de los viejos mercados y ferias de las plazas, donde los mercaderes ejercían el sabio y difícil oficio de colocar a otro lo que llevaban. Aquí los vendedores van exponiendo sus ofertas a un ritmo calculado, dosificándolas en función de las que hagan los rivales. Si se trata de alguien ya curtido en anteriores batallas, sabrá dónde debe detenerse, aunque no sea más que para no ofender la capacidad de raciocinio de los asistentes. Si no lo es, ofrecerá ilusiones vestidas de proyectos vagamente realizables, sin explicar que jamás podrá cumplirlos. Y si los oyentes tienen ya una cierta experiencia, sabrán distinguir entre ambos sólo con oírlos saludar, y dejarán en su sitio a los vendedores de humo. Lo malo es que las líneas divisorias no están definidas con claridad. Ni aun los candidatos más serios pueden prescindir de una cierta dosis de demagogia, ni los más fantasiosos carecen de una mínima dosis de realismo. De ahí la dificultad de discernir entre ambos, y de ahí el hecho de que, muchas veces, la elección termine haciéndose en virtud de motivaciones más próximas a la simpatía y a factores externos que a la razón objetiva.
Hay electores que votan al que les encandila con la forma de expresión y la vehemencia verbal; los hay que lo hacen al que ofrece sin medida; hay quienes eligen a un candidato por su prestancia física y su fotogenia, y hay hasta quien sigue fiel a un partido por no romper la tradición familiar y le vota aunque sea tapándose la nariz. Por supuesto, también están los que lo hacen desde una reflexión personal después de examinar los programas de acuerdo con sus convicciones. Y al final nadie sabe a dónde va a ir a parar su voto, porque el afán de poder dará lugar a extrañas alianzas en las que el elector ya no cuenta.

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