miércoles, 6 de febrero de 2019

La nueva cocina

Aquello que tantas veces oímos decir a los mayores con tono entre asombrado y resignado de que no sé a dónde vamos a parar, resulta que es algo más que un tópico propio del que no comprende lo que ve en su entorno. Al menos en lo que se refiere a la obra humana, en concreto a la creación artística, así es. La pintura, por ejemplo, desde las paredes paleolíticas ha atravesado la historia en un continuo progreso de alcances estéticos, ofreciendo momentos de magnífica explosión, hasta que, agotados los caminos, llegó a las cercanías de la nada; a un calcetín clavado en una pared. Cuál será el siguiente paso no es fácil de adivinar. A lo mejor dar la vuelta en dirección contraria y emprender el camino de regreso, aunque sea con zapatillas distintas.
Si el arte se fue despojando de sus elementos inherentes -persecución de la belleza, plasmación de la realidad, búsqueda de la emoción, dibujo y color-, no es de extrañar que otros sectores hayan corrido parecida peripecia de decantación hacia un minimalismo formal a la vez que intelectual. Un proceso que afecta no sólo a elementos exclusivamente humanos y de carácter espiritual, como el arte, sino a otros bastante más materiales y que resultan necesarios para la supervivencia de la especie, como el vulgar y cotidiano hecho de proporcionar nuestro cuerpo el sustento que necesita.
Esta primaria e imprescindible función de alimentarse fue luego sustituida, a medida que las circunstancias económicas lo fueron permitiendo, por el noble y placentero arte de comer buscando satisfacer el gusto, y ahora por el afán de convertirlo en una suma de nuevas experiencias sensoriales, que se traducen en un conjunto de extravagancias que convierten el hecho de estar ante un plato en un rito, con su punto de misterio, su celebrante, elevado a la categoría de demiurgo, y hasta su exégesis. La cocina de siempre basa su ejercicio en procedimientos semejantes entre sí, relacionados todos con el fuego: se cuece, se asa, se fríe o se guisa; aquí se criogeniza, se liofiliza, se usa nitrógeno líquido, se hace cocina molecular. La apariencia pierde protagonismo en favor de otros factores. Se pretende deconstruir el aspecto del plato para que sea el gusto el que juzgue, se juega con espumas y texturas raras que buscan sorprender al paladar, se experimenta con sabores inéditos para confundirlos en una nueva sensación. Eso sí, siempre con la preocupación de satisfacer más la efímera sorpresa que los requerimientos de la naturaleza. Un menú para comer sólo si no se tiene hambre. Y todo ello reducido a la mínima expresión y a la máxima exigencia al comensal. Es una cocina que, según las malas lenguas, tiene una característica muy específica: casi nada en el plato, todo en la cuenta.
La deconstrucción tiene también parientes próximos. En la reciente edición de Madrid Fusión, esa feria mundial de hallazgos y extravagancias gastronómicas, se presentó un plato basado en una trucha, solo que de la trucha no había más que la espina, partida en dos, y los ojos, al lado de un minúsculo bocadito comestible; debe de ser eso que llaman cocina tecno-emocional.

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