miércoles, 30 de abril de 2014

El Jardín Botánico Atlántico

Hubo un momento, a comienzos de este siglo, en el que Gijón decidió con firmeza tomar de una vez por todas ese tren llamado turismo, que llevaba ya muchos años circulando por otras tierras con su andar dadivoso y su carga de posibilidades con las que poder suplir el sitio que otros estaban dejando tras su retirada. Esta vez no podía dejarse escapar. Ya habían sido demasiados los trenes que habíamos visto pasar por nuestra estación sin que hiciéramos el menor ademán de subirnos a ellos. Ya habíamos tenido en este Gijón nuestro motivos de sobra para lamentar las ocasiones perdidas: la del urbanismo racional, la de la consolidación del tejido industrial sobre criterios de diversificación, la del legado jovellanista, la de impulsar una conciencia colectiva con un carácter transitivo. Habían sido muchas las veces en que no supimos valorar la oportunidad del momento, con ese gesto tan asturiano de ya veremos.
Eran tiempos de abundancia y la ciudad se embarcó en cuatro empeños que, una vez realizados, habrían de incrementar su capacidad de atracción hasta límites comparables con los de otras ciudades de características semejantes. Proyectos basados, cómo no, en el mar -un acuario y un centro de talasoterapia-, en su historia reciente -la Universidad Laboral-, y en su espléndido entorno natural: un Jardín Botánico. Todos se convirtieron en realidad. Con mayor o menor fortuna -es el caso de la Laboral, a la que se le hizo pagar su pecado original-, todos cumplen, no sé si en la medida de lo esperado, su función enriquecedora de la ciudad. Pero seguramente el que está más sólidamente instalado en el futuro y el que más ha calado en el aprecio de los gijoneses es el Jardín Botánico. Por hermoso, por placentero, por su fácil accesibilidad material y económica, por su capacidad de seducir a todos, sea cual sea su inclinación o su grado de sensibilidad.
El Jardín Botánico se apellida Atlántico, y es en una buena parte caducifolio, así que viste sus mejores galas en otoño, pero es ahora, en primavera, cuando parece querer envolver al visitante en la efervescencia de su nuevo renacimiento. Están las hojas estrenando un verde primerizo, y en el suelo las flores obligando al caminante a detenerse ante ellas. Si el visitante es hombre curioso e interesado, apuntará nombres que quizá nunca haya oído: aquilegia, boronia, deutzia, weigelia. Aspirará perfumes nuevos, descubrirá senderos nuevos, estrenará miradas nuevas. Andará junto al agua por alisedas, subirá hasta la zona donde el haya extiende horizontalmente sus brazos poderosos y llegará hasta la vieja carbayeda, en la que el roble parece hacer valer su condición de ciudadano más longevo. Cruzará puentecillos sobre arroyos y lagunas, pasará junto a antiguos ingenios hidráulicos y se detendrá ante una preciosa glorieta de cerámica talaverana. Luego, quizá se siente en algún rincón a dejarse invadir por el bullir de la vida a su alrededor, porque seguramente nuestro jardín no es tan monumental ni tan espectacular ni tan racional en sus líneas como otros más famosos, pero acaso por eso sí consigue hacernos sentir solidarios con la naturaleza en su estado más próximo a nosotros.

miércoles, 23 de abril de 2014

Amigo libro

Aflojado ya el pie del estribo, crecidas las ansias del fin y menguadas hasta la nada las esperanzas, con el alma cosida de costurones y el cuerpo deforme por la hidropesía, moría tal día como hoy, en una casa de la calle del León, en lo que hoy se llama el Barrio de las Letras, un tal Cervantes, de sesenta y ocho años, ex-soldado, ex-cautivo, ex-recaudador, manco y escritor. Era la primavera madrileña de hace trescientos noventa y ocho años. Se le enterró con la cara descubierta y un hábito de terciario franciscano en el cercano convento de las Trinitarias. Avatares y posteriores reformas del edificio han hecho que jamás hayan sido encontrados sus restos, uniéndose así al destino de otras de nuestras grandes figuras históricas, cuyos huesos están perdidos en la nada. Ese mismo día, aunque no en el mismo tiempo por diferencia de calendarios, dejaba la vida en su pequeño pueblo de la campiña inglesa otro escritor que había hecho con el teatro lo mismo que Cervantes con la novela. De estilo aparentemente sencillo el español, de prosa tersa y llana, capaz de ponernos ante nuestras contradicciones más inquietantes con la más fina de las ironías; más grave y hermético conceptualmente el inglés, pero ambos con un denominador común: en su obra privilegian más lo humano que lo divino. Con Cervantes y Shakespeare vinculados para siempre a este día, no debió de tener que pensar mucho la Unesco para decidir la fecha del Día Mundial del Libro.
Este objeto pequeño y llevadero como un pensamiento es compañía, placer, consuelo, incitador de fantasías y creador de realidades gozosamente metafísicas. Es la posibilidad de un diálogo a solas con quienes han sabido y saben bastante más que nosotros. Y además, es silencioso y permanente como ningún otro amigo puede serlo. Y encima puede ser increíblemente bello. Y tremendamente poderoso. ¿Alguien ha visto que el contenido de alguna obra de arte cambiara el curso de la Historia, modificando el pensamiento de la humanidad? Pues hubo libros que sí. Y en el plano individual, que cada uno se siente y piense qué quedaría de él si le quitaran todo lo que aprendió en los libros.
Cuando todo lo que nos rodea se empeñe en hundirnos el ánimo, cuando los mensajes que nos envían desde todos los medios nos muestren tan sólo el lado negativo de la realidad, cuando la esperanza se debilite y el pesimismo trate de invadirlo todo, qué alivio refugiarse en un libro de palabra mansa y sabia. Qué receta contra la melancolía y la soledad, y qué fuente para soportar la intemperie de nuestras limitaciones intelectuales. Tomar, por ejemplo, un clásico y sentarse con él sin prisas, con todo sosiego: las Coplas de Manrique o los sonetos de Quevedo o las décimas de Segismundo, o el capítulo 20 del Quijote, la gran alegoría del miedo, o los pensamientos cínicos y sabios de Gracián. O una tragedia que nos dibuje las pasiones, o una novela romántica, o acaso el último título salido al mercado, siempre que no esté ahí sólo por razones extraliterarias. En mayor o menor medida, todos nos enseñarán que somos de la misma materia de que están hechas las ilusiones por las que merece la pena vivir.

miércoles, 16 de abril de 2014

La Cámara Santa

Cualquier sociedad con las raíces ancladas en el fondo del tiempo tiene una referencia que la nutre espiritualmente, vigoriza su identidad y le da el punto de orgullo que necesita para sentirse satisfecha de sí misma ante los demás. Por las circunstancias de la evolución del pensamiento, en el origen y en el fondo de esa referencia hay casi siempre un hecho religioso, que sobrevive, aunque a veces aparezca desdibujado, junto a su condición de símbolo identitario de una sociedad. En Asturias, ese punto de alusión que focaliza nuestra trayectoria histórica es la Cámara Santa.
Este pequeño recinto, que ocupa el piso superior de la primitiva capilla palatina de San Miguel, fue dedicado ya por Alfonso II a relicario para acoger las piezas sagradas traídas de Toledo y otros lugares tras la invasión musulmana, aunque esta función martirial se fue modificando con el tiempo hasta convertirse pronto en la cámara del tesoro real. En el siglo XII, se añadieron los elementos románicos que hoy vemos, y en el XX sufrió los ataques más graves de sus más de mil años de historia: en 1934 la ignorancia y la barbarie la hicieron saltar por los aires, y en 1977 un ladrón solitario expolió sus principales joyas, aunque luego pudieron ser rehechas.
El tiempo la ha desposeído de su condición de tesoro material. Muy por encima de la valía físico de los objetos que alberga, que no es excesiva, lo que hoy encierra es un triple valor imposible de cuantificar: simbólico, espiritual y artístico. Simbólico porque ella fue la que dio a Asturias su símbolo y la que lo custodia; espiritual porque la presencia del Santo Sudario la convierte en poseedora de la reliquia más venerada de la Pasión, junto con la Sábana Santa. Y artístico, porque su conjunto de piezas de orfebrería constituye uno de los tesoros medievales más antiguos y de mayor calidad artística de toda Europa, quizá el más completo de toda la Alta Edad Media, y porque luego, en el románico, se le añadió su apostolado, que es sin duda una de las obras maestras de la escultura medieval española. Sus seis grupos de figuras pareadas, adosadas a los fustes de las columnas, parecen estar haciéndose confidencias; hay en sus actitudes un intento de personalización, realzado por el símbolo que la iconografía tradicional atribuye a cada uno; es como una reunión amable en la que el visitante se siente invitado a la conversación. La extraordinaria calidad de la talla, el carácter casi expresionista de los rostros, la riqueza iconográfica de basas y capiteles, el tratamiento preciosista de ropas y cabellos y la comedida ruptura del hieratismo románico convierten a este anónimo maestro y a la Cámara Santa en una de las cumbres de la escultura románica.
Ahora la Cámara Santa se ha renovado en su aspecto más accesorio y se presenta más hermosa y más fácil de comprender a primera vista. Se ha reordenado, dentro de sus limitaciones, el espacio expositivo por ejes de categorías: las cruces en primer término, con la caja de las Ágatas y la cruz de Nicodemo; en el centro, el Arca Santa y, sobre ella, de momento a la vista de todos en su urna anóxida, el Santo Sudario.

miércoles, 9 de abril de 2014

¿Hemos ido demasiado lejos?

Cada vez parece imponerse con más fuerza la percepción de que hemos ido demasiado lejos en nuestro fervor descentralizador y en tratar de prescindir de una referencia única que representara la homogeneidad. Cada vez viene resultando mas evidente para muchos que aquella iniciativa ilusionante que se puso en marcha con el fin de dar acomodo a las tensiones regionales existentes, ahora, una generación después, nos ha traído unas consecuencias que, con el optimismo adanista del momento, no se habían previsto, o acaso no se supieron atajar después a tiempo. Algunas son de gran dimensión y de tono preocupante; por ejemplo el desafío secesionista a que nos ha llevado aquel intento bienintencionado de satisfacer las demandas de los partidos nacionalistas mediante un estatuto que pareció colmar sus aspiraciones. O por ejemplo, el hecho de que nos está resultando carísimo; casi dos mil diputados y consejeros, diecisiete burocracias completas en definitiva, son difíciles de mantener, y sería bueno saber qué incidencia tiene en la carga fiscal de cada ciudadano. Otras consecuencias puede que no sean de gran calado institucional, pero nos afectan directamente y, en el caso de la sanidad, pueden llegar a ser trágicas; ahí está la noticia reciente de la niña de Treviño, que murió mientras se discutía si tenían que atenderla los de Villarriba o los de Villabajo. Sin ir más lejos, la nueva receta electrónica impide recoger los medicamentos en otra comunidad autónoma; o sea que ya sabe, a partir de ahora si sale de su región procure ir cargado con todas las medicinas necesarias. A lo mejor, los que diseñaron el tal sistema llaman a esto progreso.
Pero por encima de los inconvenientes materiales, lo más grave es que todo esto contribuye a dar una cierta sensación de desvertebración nacional. Lo que en una comunidad es un hecho habitual, en otra es delito; lo que en una región es un espectáculo de masas, en otra está prohibido; lo que en una autonomía está fuertemente gravado fiscalmente, en otra está libre de impuestos; lo que se enseña en los colegios de unas zonas, en otras se ignora por completo. Depende de dónde se viva, la vida diaria tiene circunstancias distintas. Una maraña de normas que dificulta las relaciones comerciales entre regiones y frena cualquier deseo de inversión, un barullo legislativo imposible de descifrar, como si se tratara de un concurso en el que cada comunidad trata de individualizarse y diferenciarse de la vecina; no hay más que ver algo tan banal como las licencias de caza.
Quizá en algún momento hemos cruzado un punto que nunca deberíamos haber pasado sin detenernos a reflexionar seriamente sobre el camino que transitábamos, qué peaje pagábamos y a dónde nos conducía. No se explicó por qué, por ejemplo, se fragmentaron competencias que por su propia esencia han de ser siempre estatales, como la educación, nada menos que la formación de los ciudadanos del mañana, y la sanidad. No es de extrañar que muchos se pregunten si no convendría meditar sobre ello. Al fin y al cabo, en Europa, a los países de organización territorial centralizada, que son la mayoría, no les va tan mal.

miércoles, 2 de abril de 2014

El recibo de la luz

Esto del recibo de la luz viene a ser una metáfora de la tremenda complejidad a la que nos van llevando los que ordenan nuestras vidas, eso sí, siempre con el pretexto de que es para mejorar. Es como un axioma implacable: nunca una nueva aplicación o una nueva norma simplifican la anterior. En este caso, creo que pocos pasos más se pueden dar para llegar a la nada absoluta; se ve que están empeñados en que nos convirtamos en eminentes doctores en hermenéutica o nos quedemos sin enterarnos de nada. Recuerdo de pequeño, en la casa del pueblo donde vivía. Cada mes llegaba un señor de Electra del Viesgo, pedía permiso para entrar y anotaba la cifra del contador bajo la atenta mirada de mi madre, que comprobaba que la lectura era la correcta. Así de sencillo: tantos kilovatios a tanto cada uno, y eso era la factura. Todo el mundo lo entendía. Luego, en algún momento, la madeja comenzó a enredarse hasta hacerse indescifrable para el humilde consumidor, que paga lo que le mandan sin ninguna otra opción y sin comprender nada. Ahora lo que uno tiene delante son términos como mercado mayorista de electricidad, subasta de energía, déficit tarifario, medición anual o diaria, Tarifa de Último Recurso, precio marginal del mercado diario o el PVPC, que significa Precio Voluntario al Pequeño Consumidor, que parece mentira que usted no lo sepa.
El caso es que durante años nos llenaron la cabeza de esperanza y nuestras montañas y campos de extraños artilugios de aire futurista, y nos dijeron que ahí, en el viento y en el sol, estaba la solución del problema de la energía. Limpia, inagotable y barata, sobre todo barata, puesto que la materia prima nos la regalaba generosamente el cielo, que es bastante más desprendido que los jeques. Nos explicaron que hasta entonces estábamos pagando cara la electricidad por culpa de la gran dependencia que teníamos de los países productores de gas y petróleo, pero que con nuestras energías renovables esa dependencia se iba a reducir y, por tanto, a pagar menos. Nos dijeron todo eso y nos han subido la luz un 46 por ciento en cinco años. Algunos fuimos unos crédulos. Claro que algo teníamos que sospechar, porque también el agua de los ríos es un don de las nubes y sin embargo la energía hidroeléctrica nos la cobran igual que la que sale de quemar petróleo, que se compra a precio de oro. Menos mal que hubo un ministro misericordioso que se apiadó de nosotros y nos regaló una bombilla de bajo consumo ¿recuerdan?
La energía eléctrica ya encierra en sí misma una paradoja entre sus causas y efectos. Se trata de un producto absolutamente imprescindible, cuya ausencia resulta inimaginable, pero ninguna de sus diversas formas de obtención está libre de polémicas más o menos virulentas. No se quieren centrales térmicas por lo del calentamiento global, ni embalses de agua porque alteran el paisaje, ni molinetes eólicos porque quedan feos en el monte, ni prospecciones petrolíferas porque puede que no gusten a algún turista, ni nucleares porque son un peligro tremebundo. Pero, fuera de la falsa demagogia, las eléctricas ganan sus buenos millones y nosotros cada vez pagamos más por la factura y la entendemos menos.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Adiós a un político

Seguramente muchos de los jóvenes de hoy se sorprenderán ante esa ola de pésames y manifestaciones unánimes de condolencia por la muerte de un político. No es frecuente. Ellos no lo han vivido jamás y acaso ni siquiera llegasen a sospechar que pudiera darse. No es precisamente la clase política la más propicia a desatar estos turbiones de sentimientos. Sin embargo, hemos asistido estos días al adiós más emocionado y multitudinario que puede darse a un político. Programas especiales en todas las cadenas de radio y televisión, dedicación total en los diarios, mensajes institucionales de condolencia, homenajes a su nombre, y en torno a su capilla ardiente una cola kilométrica de personas anónimas que le vienen a traer lo que tienen: su simple presencia. Ante el féretro, unos miran en silencio, otros inclinan la cabeza, algunos se santiguan o le mandan un beso con la mano, todos dejan traslucir una emoción nacida de lo más hondo. El político que gobernó apenas cinco años, pero que en ese tiempo logró transferir el poder desde quien lo detentaba en exclusiva a la nación; el hombre acosado por envidias e incomprensiones, que navegó en medio de tremendas turbulencias, pero que consiguió darnos la condición de ciudadanos con voz y derechos antes de irse desilusionado, agraviado y abandonado, recibe ahora un tributo unánime de admiración y respeto. Porque lo definitorio es eso: unánime. Algunos podemos acordarnos de otro entierro también de largas colas y asistencia masiva, pero en toda la fila había una sola tendencia, más o menos encendida. No es este el caso; en este adiós no hay distinción de ideologías. Sociólogos habrá que se dediquen a analizar los motivos ¿Mala conciencia por el trato que se le dio? ¿Añoranza de un momento político de consenso, en contraste con el actual? ¿Conmoción ante su drama personal y familiar?
La profesión de político es una profesión ingrata, casi por su misma esencia, porque jamás los gobernados están contentos con sus gobernantes. Parece una norma inherente a toda relación humana, y mucho más a las que se originan en las estructuras sociales. De ahí el descrédito en que están sumidos, la desconfianza hacia sus palabras, la escasa valoración con que se mira su trabajo, la convicción última de que son un mal necesario. Sólo algunos, y siempre después de un largo tiempo tras su cese, y a veces, sólo a su muerte, merecen un reconocimiento pleno, en el que se mezclan el remordimiento por la injusticia cometida y una nueva mirada hacia la importancia de su obra. Figuras así son de las que puede decirse que redimen en cierto modo a la clase política.
Yo sólo vi una vez en persona a Adolfo Suárez y ni siquiera hablé con él, así que no puedo opinar más que como espectador y votante ilusionado en la Transición. Sí he vivido, como tantos, los efectos de su actuación política y, como todos nosotros, las consecuencias del proceso que pilotó. Y a la vista de ello me parece que puede decirse con justicia que en él se reunían las cualidades que, según Pericles, ha de tener de un estadista: saber lo que se debe hacer y ser capaz de explicarlo, amar a su país y ser incorruptible.

lunes, 24 de marzo de 2014

Escritores de paso

Qué promesa de trascendencia ofrecerá la escritura que a tantos tienta, incluyendo a muchos que apenas han tenido en su vida afinidad alguna con las letras. Ninguna otra actividad creativa resulta tan tentadora para intrusos y tan sujeta a caprichos de famosillos y advenedizos. ¿Se han fijado cuántos libros han aparecido últimamente de gentes más o menos conocidas que piensan que sólo por eso tienen algo importante que decir? Para qué dar nombres, si están en la mente de todos: políticos que fueron o que son, famosuelas de tres al cuarto, asiduos de los programas más cutres de la televisión, cantantes y futbolistas iletrados, damas o caballeros de vida más o menos zarandeada. Cualquier celebridad de medio pelo que jamás ha escrito algo más que un telegrama, siente de pronto la llamada de la proyección transitiva y saca su autobiografía o sus memorias e incluso hay quien se atreve con la novela. Advierten que su cuota de fama actual no es nada si no se prolonga, y se apresuran a dejar a la posteridad el testimonio escrito de su presencia.
Luego están los escritores de ocasión, los que descubren de repente que a la vejez tienen viruelas y se apresuran a ponerse en marcha para emprender el ascenso al Olimpo literario. Naturalmente, están en su derecho; no puede haber nada exclusivo, y menos en el campo creativo. Pero a cuánta distancia están del verdadero escritor, ese que ha hecho de la palabra su pasión, su dolor y su gozo. Qué lejos de aquello que decía Baroja: una de las condiciones para ser escritor es la de ser capaz de dormir en un banco de la calle.
"Ahora que ya tengo tiempo me dedicaré a escribir, que siempre fue lo mío", oigo decir a no sé quién en la pantalla. Pues no, amigo. Si hasta ahora no ha encontrado tiempo para escribir no es escritor. Escribir es una elección involuntaria. No se decide ni se tiene opción de rechazarlo. No es una circunstancia; es una condición de la que es imposible librarse. Un escritor podrá verse obligado a dedicarse a otros oficios para poder comer, pero ante todo y sobre todo seguirá siendo escritor, aunque tenga que ver cómo se quedan en su cajón las palabras que con tanto trabajo conformó en la soledad de sus propias limitaciones y sin más aliento que su vocación. En cambio, quien es capaz de vivir sin escribir y sólo lo hace cuando ha resuelto todo lo demás, podrá llamarse como quiera, pero que no se engañe a sí mismo.
Publicar un libro es muy fácil para la mayoría de esos que pululan a diario por cualquier programa televisivo. Sólo es preciso tener una cara popular y una cara muy dura. Y encontrar a un negro que sepa tener la boca callada y haga su trabajo sin meter la mano en la obra de otros, para que luego no haya problemas. Después, el anuncio de la aparición del producto a la ciudad y al mundo tendrá la tribuna adecuada y el éxito asegurado, porque ya se sabe que para la gran mayoría lo que no sale en televisión no existe, y puede que el firmante en cuestión hasta se sienta escritor, pero puede también que alguien que le quiera bien le recuerde aquella vieja afirmación del filósofo: gloria y mérito es de algunos hombres el escribir bien; de otros el no escribir nada.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Evocación de Crimea


El museo de la Defensa de Sebastopol alberga una de las miradas más completas y cercanas que se pueden lanzar sobre la guerra: una reproducción en la que se narra uno de los 349 días del asedio que sufrió la ciudad en la guerra de 1854. A lo largo de 115 metros, en disposición circular, se nos presentan las vicisitudes de la batalla, la situación del frente, la vida en las trincheras, el dolor y la sangre, el barro y la pólvora. El realismo alcanza un grado extremo; las figuras y objetos, realizados todos con papel prensado, sobrepasan cualquier categoría alegórica para representar de lleno la realidad más tangible. Se busca el impacto emocional que derive en un inevitable sentimiento de admiración hacia los héroes, y a fe que se consigue. "El héroe de mi relato es la verdad", escribió Tolstoi refiriéndose a su obra Relatos de Sebastopol, escritos sobre el terreno y en los que narra esta tremenda guerra, interpelando al lector y poniéndole delante con absoluta crudeza los combates, los muertos y mutilados, las bombas y la destrucción, el horror entero de una contienda que al final no tuvo ni vencedores ni vencidos. Si Tolstoi buscó la verdad de esta guerra para darle ropaje literario, en esta reproducción se da imagen visual a la misma verdad y con resultados igual de convincentes.
Algo de ello ha de quedar en los rincones de la memoria para que este pueblo trate de evitar hasta el final cualquier situación semejante, aunque sea a precio de resignación. Crimea no es sólo esa verruga triangular que le quita al mar Negro su forma de óvalo y que crea otro mar de evocación novelera, el de Azov; es esa península lejana, cuyo nombre aparece en todos los textos de Historia de los dos últimos siglos, dando denominación a guerras, sitios, asedios e invasiones. En Livadia, junto a la mimada Yalta, se decidió la Europa actual; y en cualquiera de los viejos palacios que bordean su costa se sabe de intrigas y decisiones que cambiaron la historia en su momento. Y frente a ello, cerca de allí, los admiradores de Chejov tienen una gratificante ocasión de acercarse a su espíritu y conocer alguno de sus aspectos más cotidianos. Un pequeño museo guarda fotografías, libros y objetos personales del escritor. Al lado está su dacha, la “Dacha Blanca”, que gracias a su hermana, que le sobrevivió hasta 1950, puede verse tal como él y sus amigos, Gorki entre ellos, la habitaron: el samovar, el viejo reloj, el teléfono, los divanes, el enorme gabán de cuero, el icono ante el que rezaba su madre. La cocina se halla separada de la casa para que los olores de las frituras no añadieran molestias a los delicados pulmones del escritor. Crujen las escaleras de madera con el sonido de lo viejo. Fuera, una chica joven toca un violín y una niña recoge lo que las buenas voluntades quieren darles.
No muy lejos, en Backhchisarai, la antigua capital de los kanes, está la Fuente de las Lágrimas. Es simplemente una estela de mármol, en la que el agua escribe el dolor por la persona ida. El ojo llora y sus lágrimas caen sobre el corazón, que procura aliviarse dividiéndolas. Sin conseguirlo, porque el tiempo se encarga de que vuelvan a él y el olvido no sea posible. Pushkin se emocionó ante ella y le dedicó un poema. Cuentan que cuando la vio le puso encima dos rosas que llevaba en la mano; desde entonces hay siempre dos rosas frescas sobre su corazón. Ojalá que por esta vez pueda dejar de ser un símbolo

miércoles, 5 de marzo de 2014

Miércoles de Ceniza

Ni el agua ni el frío pudieron impedirnos del todo salir a la calle con esas galas absurdas que nos ponemos cuando necesitamos ser absurdos, pero ahora ya nos hemos quitado la careta y volvemos a ser los mismos, aunque quizá más de uno preferiría seguir con ella para no ver la cruda realidad del espejo. Volver de las regiones donde éramos lo que queríamos, al lugar donde sólo somos lo que nos dejan, puede ser un trance más duro que tratar de dialogar con un nacionalista sin que merme nuestra capacidad de asombro. Pasar, por ejemplo, de orondo político corrupto a sumiso currante de despertador a las seis, no resulta fácil ni para míster Hyde. Es lo que tiene el carnaval, que nos saca las frustraciones del subconsciente y nos las vuelve a enterrar cuando más floridas estaban.
Total, que ya hemos terminado de hacer el mortadelo y ya estamos en el Miércoles de Ceniza, que ya no es lo que era, aunque la fatal verdad siga siendo la misma. 'Pulvis es et in pulverem reverteris', o sea, señores de las poltronas y del derecho a decidir, que somos polvo y al polvo volveremos. Para eso no merece la pena romperse el intelecto con aquello de Parménides sobre lo que es y no es, que los griegos siempre fueron gente amiga de buscarle el fin último a las cosas, y el fin está a la vista: polvo y sólo polvo. Pues eso. Nos queda el consuelo de intentar ser polvo enamorado después de haber sido un alma prisionera de un dios, venas que han generado intenso fuego y médulas ardidas gloriosamente. Este Quevedo, ya lo dije otras veces y estarán de acuerdo conmigo, era un poeta inalcanzable.
Bueno, pues llegamos a lo que ya sabemos: que el carnaval es escape, huida y, más que nada, teatro del auténtico, en el que no faltan las dos tendencias permanentes en el mundo de la representación: lo trágico y lo cómico. Como la actualidad diaria, vamos. Es la explosión del hombre oculto, que vuelve hoy a sus oscuros reductos y –teorías antiguas al canto- a la penitencia por haberse dado un paseo por los gozosos campos de la gula, la lujuria y algún que otro pecado más, y al que le esperan cuarenta días de abstinencia y desagravio. No es poco precio por tan breve retozo, aunque peor lo tiene esa pobre sardina que se muere todos los años y a la que se entierra con todos los honores, como si fuera el consenso de la transición. Digo yo que lo que habría que enterrar sería un chuletón, porque a las sardinas y sus semejantes nos dejan seguir teniéndolas en nuestro plato durante toda la cuaresma, mientras que la carne está proscrita. Hombre, otro tema: el carnaval y la lógica.
Entre las máscaras de Goya o de Brueghel y las carnes que se cimbrean por Río estos días, uno casi se queda con estas últimas como tema de devoción carnavalesca, no por nada especial, sino porque si hablamos del señor Carnal, a ver quién tiene más que ver con él. Casi estoy oyendo al arcipreste gozador sonreír de acuerdo conmigo, lo cual me anima a discurrir para escribir una frase genial con la que pasar yo también a la antología de la literatura carnavalesca, algo que estoy seguro de que nadie ha dicho hasta ahora: la vida es un carnaval.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Negra actualidad

Si uno pretende inspirarse en la actualidad para buscar un tema sobre el que basar su comentario, habrá de hacer un tremendo esfuerzo para encontrar algo que le permita dar un tono optimista y esperanzador. A cualquier lado que se mire, el mundo parece empeñado en recordarnos lo más ruin de nuestra especie. Y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte, dice el poeta entre asombrado y dolorido. Pues algo así. O bien los medios de comunicación se complacen en dar siempre las informaciones más negativas, hasta el punto de parecer que nunca sucede algo que sea una buena noticia, o bien la bestia la ha tomado con nosotros y nos estamos aproximando a la cita de Armagedón. Vamos a creer lo primero, porque ya se sabe que el mal siempre se vende mejor por aquello del morbo, y porque lo que cuenta al fin y al cabo es eso, aunque sea a costa de tenernos en una permanente sensación de pesimismo y desesperanza.
El caso es que los conflictos están ahí, como siempre desde que andamos por este planeta, sólo que ahora nos parecen más cercanos porque podemos ver las caras de quienes los provocan y de quienes los sufren. En Ucrania se llora a los muertos de una revolución de difícil pronóstico. No es buena la mezcla de sentimientos, economía y afán de revancha, y aquí la hay bien alimentada. Ucrania es frontera -su nombre ya lo dice- entre el mundo occidental y el eslavo, y cada uno tira de sus brazos hasta correr el riesgo de dislocarlos. Como en la copla, mi nombre entre dos amores, aunque aquí sí se sabe cómo y por qué. Cómo: tratando de complacer a los dos sin ver que en el empeño ha de dejar jirones de sí misma. Por qué: porque es bocado apetitoso desde una perspectiva estratégica y económica, y porque el porcentaje de los que responden espontáneamente el spasiva ruso es casi tan grande como el de los que prefieren el yacuyú ucraniano; ahí está el caso de Crimea.
También de Venezuela nos llegan imágenes de sangre. No es tiempo este de mesianismos; la historia ya ha puesto muchas duras cortezas sobre el hombre de nuestro siglo, pero allí anda un iluminado, inspirado por un muerto aún más iluminado, que le dicta desde las alturas cómo crear un nuevo paraíso para los venezolanos. Claro que un análisis más hondo nos daría unas causas mucho más terrenales.
Muerte también entre quienes pretenden cambiar de vida sin pararse en miramientos legales. Han dejado sus países con la indiferencia, y quizá con el alivio, de sus gobiernos, y ahora pretenden entrar por la fuerza en el nuestro. Y ante los inevitables incidentes, ahí están esos filántropos de la falsa progresía, que protestarían al ver cómo los inmigrantes acaparan las plazas de comedor de su colegio, practicando la acostumbrada autoflagelación. Porque, por supuesto, la culpa siempre es nuestra.
A nuestras playas no han llegado inmigrantes desesperados, sino una chica sin memoria, que apareció en la arena como una Venus desnortada y vencida. Las brisas le fueron favorables, porque la trajeron a buenas manos. Ojalá que su enigma se vuelva pronto luz y pueda regresar otra vez con la mirada y la sonrisa de antes.

miércoles, 19 de febrero de 2014

El tiempo de hoy

Si hay algo relativo es el concepto del tiempo, ya lo sabemos. A ninguna otra cosa podemos ponerle medida a nuestro antojo según el estado de ánimo que tengamos. Largo en las tristezas y breve en el placer, eterno en la añoranza y lento en la ilusión. Por encima de sus medidas más pequeñas siempre nos pareció inagotable, flemático en su inmensidad, como si nos permitiera el capricho de poder perderlo a nuestro gusto. Pero ahora parece como si le hubiésemos agarrado por el cuello y obligado a estrujarse para aprovechar hasta el último de sus momentos. Le hemos acelerado, y con él toda nuestro vivir, que al fin y al cabo sólo es tiempo. Nuestros abuelos disponían de un tiempo reposado en su dimensión, en el que las cosas adquirían densidad y los acontecimientos permanecían lo suficiente como para representar algo. Nosotros lo hemos apresurado hasta convertirlo en torbellino, y cuando tratamos de alzar la cabeza para contemplar nuestro alrededor, otra avalancha nos impide verlo. Leer, por ejemplo, los periódicos atrasados, aunque sea tan sólo de unos días, constituye un ejercicio lleno de enseñanzas sobre esto. Si fuera posible fijar un patrón de medida para lo efímero bien podría ser ese. Nada es menos duradero que la actualidad. Un comentario de hace unas semanas, leído hoy, nos suena ajeno por su lejanía; una noticia de hoy mismo, dentro de diez días será un dato histórico; un libro, una canción, una película han de aprovechar su corta vida para venderse antes de caer en el olvido. Nada queda, nada enraíza. La actualidad dura lo que dura el día. El ayer ha perdido su valor. El presente, ese instante que sólo puede ser un punto entre la añoranza y la ilusión, se ha extendido hasta ocuparlo todo. Vivimos un presente continuo.
Hemos renunciado a ser intérpretes de la realidad de nuestro tiempo y nos estamos convirtiendo en meros espectadores. Testigos a quienes se les informa exhaustivamente de los hechos, negándoles luego la posibilidad de su análisis. Nuestra capacidad de entendimiento nos está siendo atrofiada y, lo que es peor, sustituida por una nueva misión: la de ser simples receptores pasivos de noticias. Seremos unos seres no pensantes llenos de noticias. Nos atiborran de información, pero no nos dan tiempo para digerirla. En la corriente de cada día se deslizan hechos y sucesos que la próxima semana ya nadie recordará, opiniones que no da tiempo a responder, porque cuando se hace, la respuesta ya ha perdido la relación con su origen. Un río caudaloso del que se aprovechan perversamente quienes conocen bien sus efectos. Alguien, por ejemplo, suelta un insulto o una estupidez, y ahí quedan, porque cuando llegue la réplica ya estará casi fuera de contexto y será tapada por la nueva actualidad.
Uno no sabe dónde puede estar el remedio para todo esto, ni siquiera si lo hay, pero cree en la eficacia del ejercicio crítico, de la profundización del conocimiento y del desarrollo del criterio selectivo como medios de autodefensa. En todo caso, tampoco está seguro de que merezca la pena hablar sobre ello. Mañana este artículo ya no será nada.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Nuestro mar

La ha tomado con nosotros este temporal, que se empeña en darnos su abrazo y en dejar nuestras costas con unos cuantos costurones y los ánimos con un continuo temor. Nunca tantos nombres de mujer fueron tan poco gratos ni han sonado como chasquidos de látigos desatados que golpean donde quieren. Diques rotos, paseos destrozados, carreteras hundidas, campos inundados, árboles caídos, barcos quietos y montes blancos de nieve y grises de amenaza. Qué fácil se nos hace la metáfora sobre la eterna contraposición en que vivimos: tierra y mar, lo firme y lo inestable, la seguridad de lo cercano y la inquietante atracción de lo misterioso, la inmovilidad de lo estático que nos da amparo frente al vaivén continuo y eterno. Y así, el espectador se asoma a algún lugar a ver las olas y no puede menos que quedarse quieto y mudo, como un personaje de un cuadro de Friedrich.
Galerna, palabra con regusto de sal y lágrimas, honda, sonora y lúgubre, como escribió un poeta. Ahora que los avances en la ciencia meteorológica y en las técnicas de salvamento han logrado en buena parte conjurar su capacidad de destrucción, ahora que ya podemos adivinar su llegada y hacer que nos encuentre preparados, ahora que las plegarias y las salves marineras se han sustituido por modernos sistemas de prevención, su cara sigue causando miedo, pero ya apenas trae otros lamentos que los que quepa lanzar por algún destrozo material. Ya es como una visita curiosa, espectáculo inofensivo y gratuito y estrella de objetivos fotográficos, pero el eco de su nombre y de su presencia ha quedado prendido a lo más hondo de nuestra memoria como pueblo. No hay lugar en nuestra costa que no tenga escrita en algún rincón de sus entrañas alguna tragedia o alguna leyenda que el tiempo terminó convirtiendo en historia. Cuántos relatos de muertes y naufragios, de desapariciones que dejan al corazón esperando para siempre, de cristos milagrosos, de oraciones y acciones de gracias, de resignación y de nuevas despedidas al día siguiente, porque la maldita mar no se sabe qué tiene, pero tira y tira. En el recuerdo colectivo, en las fiestas patronales de nuestros pueblos costeros, en las capillas, en las viejas fotografías, en las canciones, en las historias escritas o contadas, siempre el mar y sus caprichos de eterno adolescente.
Este Cantábrico nuestro no gusta de alzar en blando movimiento olas de plata y azul. Miras y miras y no descubres en él ni un solo gesto de idilio que permita intuir algún cariño oculto hacia la tierra que lo soporta con infinita paciencia desde el tercer día de la Creación. Está siempre inquieto, turbado siempre, eternamente hundido en crisis periódicas de euforia y depresión. No concede nada que antes no se haya merecido en paciente espera de siglos, y aun así, con cicatería y desplantes: playas raquíticas, ningún gran puerto natural, ninguna isla, ningún amplio arenal donde la vista pueda perderse entre dunas y ensueños, ninguna posibilidad de admirar colores en su fondo. Pero lo amamos. Al menos uno, que nació a su vera, sabe que en definitiva no es más que un irremediable y pálido reflejo de sus olas.

miércoles, 5 de febrero de 2014

El argumento de la Historia

El virulento desafío catalán-nacionalista a la unidad de España ha hecho que de pronto nos fuera preciso buscar y sistematizar argumentos en los que hasta ahora apenas habíamos pensado, porque nos parecía innecesario demostrar algo que los siglos y nuestra propia instalación mental nos ofrecían como obvio. Sin embargo, la mayoría de los que se escuchan para oponerse al tal plan se sustentan sobre una base exclusivamente jurídica: la referencia a la Constitución de 1978. Es lógico, porque la apelación a la ley siempre es un argumento cómodo y rotundo. Las leyes obligan y no admiten réplica. Además, están hechas con la voluntad de que sean concretas; su concepto está delimitado y las interpretaciones que puedan hacerse han de moverse en un espacio pequeño. En cambio, en la Historia todo el mundo puede meter la mano. Los demagogos la presentan a su conveniencia; los que jamás han estudiado una línea la interpretan a su gusto, y sólo los verdaderos historiadores, los que la conciben como una ciencia con principios propios dentro de un sistema determinado de relaciones válidas en un ámbito de hechos de la experiencia humana, pueden merecernos respeto. Se esgrime la ley frente a los sediciosos, y es necesario, pero sorprende que apenas nadie, y desde luego los políticos nunca, apele al simple hecho de le existencia de España como argumento en sí mismo. Como si nadie cayera en la cuenta de que España es una realidad previa -y tanto- a 1978. No es España la que nace de la Constitución, sino la Constitución la que nace de España.
El argumento histórico alcanza aquí una fuerza apodíctica. España nace a la Historia hace ya dos mil años, en el momento en que los romanos dotan de homogeneidad social, cultural y política a estas tierras y les dan el nombre de Hispania. La monarquía visigoda recoge y fortalece la idea de Hispania, dándole muchas de las características estructurales de lo que luego se llamará estado. Esta unidad fue rota por una invasión traumática, cuya resistencia, al iniciarse en situaciones geográficas distintas, dio lugar al nacimiento de entidades políticas también diferentes, aunque siempre unidas por el común concepto de España, tal como se refleja en innumerables textos medievales, desde las crónicas de todo ese tiempo en los diversos territorios, hasta el romancero, cantares de gesta y textos literarios. Terminada la lucha por la recuperación territorial, los reinos vuelven a unirse –con la única excepción de Portugal- para formar de nuevo lo que había existido anteriormente durante casi mil años: la entidad nacional llamada España. Desde entonces así sigue, y ya van más de cinco siglos.
¿Qué argumento cabe en esta historia para justificar la secesión de una región que jamás vivió al margen de España, ni siquiera en los momentos más difíciles de la lucha contra los invasores extranjeros? Qué endebles suenan esas razones de asimetría fiscal, déficit de inversiones y demás factores de carácter coyuntural. Más evidentes parecen otros motivos: la ambición, envuelta en inconsciencia, de unos políticos deseosos de crear su propio Valhalla para su eterna adoración.

miércoles, 29 de enero de 2014

En un pueblo de Ucrania

De qué estará hecha la humanidad que en los dos millones de años que lleva en este planeta no ha conseguido vivir ni un solo día sin un conflicto. Da igual el tiempo y el lugar, da lo mismo el hombre del hacha de sílex que el del ipad; nunca ha habido un momento en que pudiera estar en completa calma. Parece que este no es un sitio en el que abunde la satisfacción por estar en él. Algún fallo debe de haber en el diseño del continente o del contenido. El muestrario es infinito, no hay más que abrir cualquier periódico, pero parece que también hay tendencias. Si en el siglo XX casi todas las guerras fueron de naciones entre sí, en lo que llevamos del XXI prima más la violencia interna; los conflictos son interiores, como si el mal y el enemigo a combatir estuvieran dentro del propio cuerpo. Siria, Egipto y Ucrania, por ejemplo, nos ofrecen cada día imágenes que no quisiéramos ver.
Ucrania es una de esas tierras que le quedan a uno grabadas en los rincones donde se guardan los recuerdos de lo humilde. Una inmensa llanura fértil y majestuosa que fue siempre de nadie y de todos, porque todos pasaron por ella, y casi todos se asentaron: escitas, taurios, griegos, bizantinos, tártaros, genoveses, turcos, búlgaros, ucranianos y, desde luego, rusos, que son quienes les han dejado esa fractura bipolar que ahora se está manifestando con violencia; de hecho hay muchas zonas en que responden más amablemente al spasiva ruso que al yacuyú ucraniano. Sus mujeres son hermosas donde las haya. Su porvenir, ahora mismo, ambiguo e incierto como los propósitos de un niño.
En un pequeño pueblo, en esta mañana de domingo, hay un mercado donde se venden hortalizas y frutas traídas directamente del campo. Una mujer sentada en el suelo ofrece un puñado de cerezas por unos céntimos. Alguien le da una grivna y a cambio toma solamente dos o tres cerezas. Ella se lo agradece con su mirada intensamente azul, bella y resignada. A la tarde, cuando el mercado se levanta, una orquestina comienza a interpretar música popular y la plaza se convierte en un salón de baile de parejas mayores. Algunas llevan el traje de fiesta típico; otras visten sus mejores galas dominicales; todas bailan con la indefinible gracia eslava. Y sonríen, como si estuvieran viviendo el momento esperado durante toda la semana. Es un espectáculo entrañable.
Por la llanura sin fin, suavemente ondulada, la carretera bordea un pequeño lago entre árboles. Sentados en la orilla, un hombre y un chico, posiblemente padre e hijo, están pescando con unas toscas cañas de palo. Es una imagen plácida y familiar, pero la persona que nos acompaña la pone en su verdadera y triste dimensión:
-No están pasando la tarde; están tratando de sobrevivir. Si pescan algún pez podrán hacerse una sopa para cenar hoy. Seguramente no tienen otra cosa.
En la quietud del momento, la batalla de Kiev entre quienes quieren seguir en manos de los rusos o acercarse a Europa habría parecido totalmente insignificante ante el hecho de que un pez mordiese aquel anzuelo.

miércoles, 22 de enero de 2014

Democracia callejera

Lo sucedido en ese barrio de Burgos, ya famoso en todos los medios, es realmente sorprendente. Que una protesta vecinal por la reforma de una calle pase de ser un hecho local e insignificante fuera de su minúsculo ámbito a convertirse en un acontecimiento de primer orden en todos los informativos y tertulias, no tiene una explicación fácilmente comprensible. Pues anda que no ha habido reformas de calles en todas las ciudades. De pronto, una simple reestructuración viaria de un barrio de una ciudad mediana produce un estallido social que se extiende por sitios alejados y ajenos por completo a ella. Difícil lo iba a tener hoy el barón Haussmann y hasta el plan E, aquel que, sin tantas pretensiones, llenó de zanjas y vallas nuestros municipios. Nunca el poder de unos pocos vecinos, eso sí, reforzado por elementos ajenos al problema y bastante más curtidos en eso de la protesta violenta, consiguió tanto, o sea, la totalidad de sus exigencias. Las preguntas, desde luego se acumulan. ¿Son los vecinos dueños de su calle o pertenece a la ciudad? ¿Son ellos los que han de decidir qué se puede hacer en ella o eso corresponde al Ayuntamiento como representante del conjunto de los ciudadanos? ¿Qué criterio se ha de imponer cuando las posturas están enfrentadas? Quizá estemos ante una nueva forma de entender la participación ciudadana, en la que el fenómeno de las redes sociales se está revelando, como en tantos otros casos, decisivo. Pero ¿cabe admitir que la democracia basada en el número de votos sea sustituida por la del número de los que salen a la calle? Mal criterio, al menos en este caso, porque resulta que en este barrio del Gamonal viven 60.000 vecinos y en las manifestaciones se contaron unos 4.000; o sea que hay 56.000 cuya opinión no se conoce.
Si algo llama la atención en este caso es que origine un estallido social como respuesta a un hecho cotidiano en cualquier ciudad. Aquí mismo, donde escribo, se dio no hace mucho algo similar en la avenida de Castilla: una remodelación que se llevó por delante todas las plazas de aparcamiento para crear otras de pago y que convirtió lo que era una avenida equilibrada y cálida en una vía anodina, fea y desangelada, y así se aceptó sin protestas. ¿Indiferencia? ¿Civismo? ¿Falta de pulso ciudadano? ¿Conformidad con la actuación municipal? Lo cierto es que esta ha sido siempre la tónica general. Hasta ahora.
Por supuesto que un Ayuntamiento no sólo debe, sino que tiene la obligación de actuar en uso de sus legítimas atribuciones, pero no estaría mal que, antes de ejecutar cualquier actuación urbana, expusiese a sus ciudadanos cómo sería su resultado final, abriendo bien los oídos al sentir general para tratar de acomodarlo a él lo máximo posible. Al fin y al cabo, el aspecto externo de una ciudad atañe y pertenece a quienes la viven, y el dinero que se emplea en ello también. Y demasiadas veces sucede que los gustos estéticos de sus dirigentes y la imagen que imprimen a la ciudad están muy alejados de la que acaso quisieran sus ciudadanos. Siempre hay políticos, seguramente los más ignorantes, que con el cargo estrenan una cierta tendencia a la prepotencia.

miércoles, 15 de enero de 2014

El campo de petróleo

Como uno cree que no es mal pasatiempo andar a la busca de cualquier sorpresa, suele salir por ahí a ver qué encuentra por los rincones de este fascinante país nuestro. En este caso, más que la sorpresa es la búsqueda de un recuerdo lejano, el de un nombre perdido en el páramo y en la memoria, que a uno le ha quedado flotando desde que lo oyó por primera vez, allá en los años de su adolescencia: Ayoluengo. En junio de 1963, una gran noticia ocupó todas las portadas, los noticiarios y las conversaciones: en un pueblo de Burgos se había encontrado petróleo. Las prospecciones hechas habían dado resultado y, por fin, había brotado un chorro de 40 metros que prometía muchos más. A aquella España de economía creciente, que iniciaba su progreso económico después de tantos sacrificios, los buenos hados quisieron ayudarla dándole lo más valioso que podían darle. Se suscitaron grandes esperanzas, se mejoraron los accesos, la economía de la zona pasó de la patata –la excelente patata de la Lora- al petróleo, y los nombres de esta perdida y desconocida comarca –Ayoluengo, Valdeajos, Sargentes- se hicieron familiares en toda España, convertidos en sinónimos de progreso y futuro. La realidad pronto se encargó de fijar perspectivas más bajas.
La ruta abandona en San Felices la carretera general y se adentra monte arriba camino de Sargentes. Por mucho que a esta comarca se le llame Páramos de la Lora, lo que uno ve es un bosque inmenso, un pinar sin fin que cubre el valle y las laderas. Cuando las curvas terminan, se llega a Sargentes de la Lora. El visitante entra en el único bar del pueblo y trata de entablar conversación con un parroquiano solitario que está apoyado en el mostrador delante de un vaso de vino. No resulta difícil; es buen conversador y amable con el forastero.
-Cómo no nos vamos a acordar de aquel año. Fue una noticia sensacional. No sabe cuántos periodistas y personalidades pasaron por aquí. Hasta la Reina, bueno, entonces era princesa, vino a inaugurar el primer pozo y, por cierto, se manchó su vestido blanco con el petróleo. Hubo mucha euforia en el pueblo. Muchos dejaron el campo para trabajar en el petróleo. Otros no quisieron; sacaban más con las patatas. Con el tiempo se dieron cuenta de que se equivocaron, porque hoy tendrían mejor pensión.
Desde la ventana puede verse a lo lejos, sobre una loma, la presencia de un pozo, marcada por la silueta de la bomba que extrae el petróleo; los “caballitos” que llaman por aquí, por su figura y su movimiento.
-¿Y ahora?
-Ahora quedan 13 pozos en funcionamiento de los 20 que llegó a haber. Dan una media de 160 litros diarios, que no es gran cosa; todo se consume sin refinar en factorías de Burgos y Cantabria. Trabajan aquí unas 20 personas.
El campo se halla en una meseta pedregosa, entre Ayoluengo y Sargentes. Todo está desierto y solitario, sin ninguna presencia humana. El monótono vaivén de las bombas es el único movimiento que se nota por allí. Al lado de cada una hay un depósito, no muy grande, que debe de recoger el líquido extraído. A uno le da por pensar que en ningún otro sitio tendría ocasión de estar absolutamente solo al lado de un pozo petrolífero, pero como no tiene mucho más que ver, vuelve al pueblo y sigue camino a Burgos.

miércoles, 8 de enero de 2014

Otro año

Pues ya han pasado las fiestas que cada año convertimos en fuentes necesarias de alegría, casi como una medida de autodefensa frente a la pavorosa rutina del tiempo. Nos resulta indispensable lanzar a fecha fija aquello que vive en nuestro interior sin apenas oportunidad de manifestación: nuestros deseos, las ilusiones nunca confesadas, los impulsos de solidaridad, las muestras de cariño que en el resto del año quedan ocultas, hasta los comportamientos moderadamente descontrolados que de vez en cuando nuestra naturaleza nos pide. En nuestro mundo cultural, todo eso se concentra en unos hermosos días de invierno, en los que las luces que transforman nuestras calles sólo son el signo visible de un estado en el que parece bullir en todas partes una percepción de ilusión y esperanza: el comerciante que confía en que estos días le alivien las cuentas del negocio, el que compra su décimo con el convencimiento de que esta vez sí, el niño que sueña con los regalos que tendrá, los solitarios corazones que se sienten llenos de felicidad al ver por una noche de nuevo completa la vieja mesa familiar. Para el creyente cristiano, los sucesos de Belén tienen una significación profundamente espiritual, y de ella trasciende todo lo demás; para el escéptico, esa condición espiritual original se funde con el hecho natural del solsticio, y en todo caso ha devenido en una tradición, eso sí, hermosa y alegre; para todos, está la evidencia de que la Tierra completa otra de sus vueltas en torno al Sol e inicia un periplo nuevo, eso que llamamos año.
A estas alturas, apenas una semana de vida del año, seguramente ya habrá quedado roto más de un propósito recién formulado, o acaso aquella firme promesa que nos hicimos con tanta solemnidad como sinceridad. Quizá ya sigamos de nuevo con los mismos vicios de antes y encima con la conciencia soliviantada, echándonos en cara el fracaso. No hay que preocuparse demasiado, que así es nuestra condición, humo, viento, niebla, sin que podamos modificarla, pero qué dura lección comprobar a cada paso que las promesas que nos hacemos a nosotros mismos flores de un día son. A cambio, y es curioso, con las que hacemos a otros solemos poner más empeño en su cumplimiento, seguramente porque el honor sigue siendo una fuerza que condiciona nuestra conducta.
Como esta suele ser hora de balances y de prospectivas, y eso que este año los videntes y profetas no se hicieron notar mucho, dejamos el 2013 sin excesiva nostalgia y confiamos en los indicios de que por fin las cosas van comenzando a mejorar. De hecho, las primeras noticias del año lo confirman, según todos los indicadores. La crisis económica es un enemigo formidable, pero bien definido; ataca de frente y más o menos se conocen las armas con que combatirlo; su carácter general lo hace más vulnerable, y al final es cuestión de sacrificios y de tiempo. Peores son los que afectan a nuestra autoestima como sociedad, a nuestra conciencia nacional, a nuestra propia esencia; ahí están los informativos empeñados en decirnos cada día lo mal que hacemos todo, los políticos catastrofistas con tal de desgastar al contrario, y no digamos los que se empeñan en disgregarnos a todos.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La mente nacionalista

La mente de un nacionalista militante tiene la curiosa característica de estar en un permanente estado de sobrecalentamiento, tanto si es de las que hacen una labor activa como si no alcanza más que a ser pasiva. En el primer caso, porque estará en continua ebullición tratando de buscar y justificar fantasías que satisfagan la frustración de que el pasado no haya sido como hubiera querido, y en el segundo por el esfuerzo que supone empeñarse en creérselo; nada menos que prescindir del análisis crítico, del examen sereno y de los estudios rigurosos y serios. En ambos tiene que suponer un esfuerzo agotador. Inventar y sostener mentiras es un trabajo arduo, pero tragárselas soslayando las evidencias es, además, una muestra de estulticia tan clara como la anterior. La mente de un nacionalista militante bordea peligrosamente la idiotez.
Con las memeces que han dicho, y creído, los nacionalistas en todos los tiempos y lugares hay materia para escribir una antología del ridículo que podría servir a algún antropólogo heterodoxo para demostrar los fallos en la evolución de la especie humana. Aunque, como en todo, también hay categorías. No es lo mismo, por ejemplo, decir que un país es una unidad de destino en lo universal, que es una abstracción que no significa nada, que afirmar, como hacía un obispo francés, que Jesús, en la cruz, antes de morir volvió la cabeza para mirar en dirección a Francia. Evidentemente hay diversos grados de estupidez.
Aquí en España, los dos nacionalismos que padecemos contribuyen generosamente a engordar la bolsa donde se almacenan las muestras más excelsas de lo grotesco. Algún lingüista vasco, muy ilustrado él, afirmó seriamente que el euskera es la lengua que se hablaba en el Paraíso terrenal, la lengua que "infundió Dios a nuestro padre Adán" y, por tanto, dice Larramendi, "la que hablan los ángeles". Luego, tras el Diluvio, un nieto de Noé, Túbal, llegó a España por el País Vasco; por tanto es la primera y auténtica lengua española. Por la otra esquina, uno que se dice investigador y de cuyo nombre no vale la pena acordarse, ha descubierto que el Quijote que conocemos es una mala traducción del catalán, y que Miguel de Cervantes no es otro que Miquel Sirvent, que tuvo que castellanizar su nombre a la fuerza. Válganos las musas. O sea, que Cervantes es catalán, de nombre Sirvent. Y Colón también; de los Colom. Y que anden con cuidado Sócrates o Aristóteles, que seguro que hay alguien por ahí indagando a ver si encuentra la pista de algún Socrat o Aristot. Y es que la mente de los nacionalistas militantes no se detiene jamás en su justiciero empeño de poner las cosas de la Historia en el sitio en que hubieran debido estar. Agustí Calvet “Gaziel”, un catalán que conocía bien a los suyos, ya los definió así hace setenta años: “El catalanismo es el jugador que siempre pierde. Todo indica que no se trata de un jugador desdichado, sino de un mal jugador, cosa muy distinta. Sólo hará falta que se coloquen silenciosamente detrás de él, a ver cómo juega. No tardarán en descubrir que lanza espadas cuando debería lanzar oros, y envida cuando hay que pasar, y no acierta ni una. Pues bien, ese tipo de jugador es Cataluña”.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Despedidas

Está el año despidiéndose a golpe de lamentos de ausencia, como si se empeñara en recordarnos que estamos en una posada de paso y que hemos de acostumbrarnos a que cualquier mañana nos encontremos con la silla vacía de algún compañero de camino que la ha abandonado quién sabe con qué destino. Las azadas que son la hora y el momento cavan sin descanso, y oímos su ruido a poco que nos quedemos en silencio, pero qué difícil es acostumbrarse a él. El más cotidiano de los acontecimientos del hombre y el único que no ofrece duda alguna sobre su cumplimiento, y sin embargo el que siempre nos produce sorpresa cuando se produce. Ser una especie racional lleva consigo la consciencia forzosa de la existencia de un final; los únicos en todo el mundo que lo sabemos, aunque no nos sirva más que como estímulo espiritual para aquellos que traten de acomodar su vida a una idea de trascendencia. Pero, aun así, cómo es de temido, de sorprendente, de desconocido.
En un reino de lógica absoluta, que es en el que gobierna la muerte, también el efecto que causa en los vivos guarda relación directa con la situación de cada uno. Generalmente, cuanto más próxima nos cae menos importante es para el resto y más dolorosa para nosotros. Si nos llevan a un ser muy querido nos dejan el espíritu mutilado para siempre, y si toca a alguien a quien tan sólo saludamos cada día nos deja más indiferentes que si fuera otro de nuestro círculo social cotidiano A medida que se van alejando de nuestro ámbito cercano pueden afectarnos los sentimientos más externos, la nostalgia, el recuerdo, pero no las fibras más íntimas; en cambio, los que alcanzan una resonancia mundial tienden a dejarnos con la indiferencia que se deriva de un acontecimiento llamado a convertirse en una simple efeméride o en un tema de curiosidad periodística. Por ceñirse sólo a estos días, el que esto escribe, y supongo que muchos más, puede poner muestras variadas. Ha tenido que despedir, por ejemplo, a Víctor Alperi, compañero de lides literarias, de tantas tertulias, asociaciones y trabajos en común. Otros de los que se fueron quizá no formaban parte directa de las relaciones próximas de la mayoría de nosotros, pero estaban en una cercana lejanía, asentados en un lugar familiar de nuestros aposentos interiores; venían a ser parte de la banda sonora de nuestra vida; entre los más recientes, los casos de Manolo Escobar o Fernando Argenta bien podrían ser los ejemplos. Y más allá, en la distancia, se nos fue Mandela, pero ese queda para la gran noticia y para el llanto universal, para algunos sentimientos sinceros y para otros mediatizados, para las condolencias oficiales y para la unanimidad también oficial, al menos eso se trasluce de lo que se ve; a uno le resulta difícil sentir emociones auténticas en su muerte.
No se sabe por qué, hay tiempos en que se acrecientan las despedidas de quienes tienen algo que ver, por poco que sea, con nosotros. Y entonces nos damos cuenta de que el tiempo pasa y hasta puede que nos quede claro cuál sería nuestro ideal cuando llegue el momento: dejar el recuerdo y el amor que se haya podido derramar y marcharse sin el menor gesto de extrañeza.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Ninguna luz

Los evangelios apócrifos cuentan que una vez que Jesús y los suyos iban por un camino, encontraron un asno muerto y putrefacto. Los discípulos volvieron la cara con repugnancia, pero Jesús les hizo ver cómo el sol arrancaba de los dientes del asno un destello brillante y luminoso. O sea, que incluso en lo más inmundo puede encontrarse algo bello. Pero en ese espectáculo que se nos sirve en capítulos diarios, de delincuentes saliendo de las cárceles sin terminar de cumplir su condena, resulta difícil atisbar una sola chispa de luz, por pequeña que sea. Nada que conforte el ánimo y mantenga la fe en la condición humana, y no digamos ya en su capacidad para entender la justicia. Ningún rasgo, más allá del estricto cumplimiento legal, que otorgue una dimensión humana a todo este proceso, algo que permita intuir unos sentimientos naturales ante tanto dolor causado. En su inmensa mayoría, ni una sola demanda de perdón, ni una sola expresión contrita, ni una palabra de pesar, ni un esbozo de deseo de reparación.
Todo empezó con un código en el que el carácter punitivo quedaba sometido a otras consideraciones más políticamente correctas y a tono con la ideología gobernante. Al debilitar la finalidad punitiva de la pena, se establecieron facilidades para reducir el tiempo de condena; por ejemplo, al tipo ese que violó y mató a las tres chicas valencianas, cada violación y asesinato le salió por siete años, y a la etarra de los 24 crímenes, a 13 meses cada muerte. Un despropósito que trató de corregirse aplicando la reducción de penas sobre el total del tiempo de la condena, pero que no evitó que la sociedad tuviera que aceptar de nuevo a todos esos asesinos irredentos con las penas a medio cumplir. El desaguisado se corrigió al fin modificando el Código Penal, pero, claro está, sin efectos retroactivos.
Debe de costar vivir para siempre con la vida destrozada por un mal nacido y contemplar cómo reviven las pesadillas al verlo de nuevo en libertad, porque es verdad que veinte años no es nada. Y más cuando son liberados por un tribunal que se dice de Derechos Humanos, una muestra más de la debilidad de las palabras para encerrar el concepto que pretenden representar. Un grupo variopinto de jueces ajenos a nuestra realidad, que entenderán mucho de leyes, pero poco de su espíritu. Y así, entre las señorías de allá y los legisladores de acá, la doncella de la balanza anda la pobre que no sabe a quién atizar con la espada, si a los delincuentes o a los que dicen representarla.
Al asesino que tiene el título de terrorista, sus simpatizantes, que los tiene, le reciben con vítores y cohetes; al asesino vulgar le espera el desprecio y el silencio hasta de su propia familia. El primero será un honorable exiliado que vuelve a los suyos; el segundo, un paria de desecho, al que le será difícil encontrar un nido amigo donde asentarse a pensar qué hacer con su vida. Aunque no sé, porque ya hay por ahí alguna cadena en tratos con él. Ya se ha visto el triste espectáculo de un reportero corriendo detrás de un triple violador y asesino, mendigando una palabra suya. Bueno sería pensar dónde establecer los límites de la dignidad en la profesión.