miércoles, 12 de marzo de 2014

Evocación de Crimea


El museo de la Defensa de Sebastopol alberga una de las miradas más completas y cercanas que se pueden lanzar sobre la guerra: una reproducción en la que se narra uno de los 349 días del asedio que sufrió la ciudad en la guerra de 1854. A lo largo de 115 metros, en disposición circular, se nos presentan las vicisitudes de la batalla, la situación del frente, la vida en las trincheras, el dolor y la sangre, el barro y la pólvora. El realismo alcanza un grado extremo; las figuras y objetos, realizados todos con papel prensado, sobrepasan cualquier categoría alegórica para representar de lleno la realidad más tangible. Se busca el impacto emocional que derive en un inevitable sentimiento de admiración hacia los héroes, y a fe que se consigue. "El héroe de mi relato es la verdad", escribió Tolstoi refiriéndose a su obra Relatos de Sebastopol, escritos sobre el terreno y en los que narra esta tremenda guerra, interpelando al lector y poniéndole delante con absoluta crudeza los combates, los muertos y mutilados, las bombas y la destrucción, el horror entero de una contienda que al final no tuvo ni vencedores ni vencidos. Si Tolstoi buscó la verdad de esta guerra para darle ropaje literario, en esta reproducción se da imagen visual a la misma verdad y con resultados igual de convincentes.
Algo de ello ha de quedar en los rincones de la memoria para que este pueblo trate de evitar hasta el final cualquier situación semejante, aunque sea a precio de resignación. Crimea no es sólo esa verruga triangular que le quita al mar Negro su forma de óvalo y que crea otro mar de evocación novelera, el de Azov; es esa península lejana, cuyo nombre aparece en todos los textos de Historia de los dos últimos siglos, dando denominación a guerras, sitios, asedios e invasiones. En Livadia, junto a la mimada Yalta, se decidió la Europa actual; y en cualquiera de los viejos palacios que bordean su costa se sabe de intrigas y decisiones que cambiaron la historia en su momento. Y frente a ello, cerca de allí, los admiradores de Chejov tienen una gratificante ocasión de acercarse a su espíritu y conocer alguno de sus aspectos más cotidianos. Un pequeño museo guarda fotografías, libros y objetos personales del escritor. Al lado está su dacha, la “Dacha Blanca”, que gracias a su hermana, que le sobrevivió hasta 1950, puede verse tal como él y sus amigos, Gorki entre ellos, la habitaron: el samovar, el viejo reloj, el teléfono, los divanes, el enorme gabán de cuero, el icono ante el que rezaba su madre. La cocina se halla separada de la casa para que los olores de las frituras no añadieran molestias a los delicados pulmones del escritor. Crujen las escaleras de madera con el sonido de lo viejo. Fuera, una chica joven toca un violín y una niña recoge lo que las buenas voluntades quieren darles.
No muy lejos, en Backhchisarai, la antigua capital de los kanes, está la Fuente de las Lágrimas. Es simplemente una estela de mármol, en la que el agua escribe el dolor por la persona ida. El ojo llora y sus lágrimas caen sobre el corazón, que procura aliviarse dividiéndolas. Sin conseguirlo, porque el tiempo se encarga de que vuelvan a él y el olvido no sea posible. Pushkin se emocionó ante ella y le dedicó un poema. Cuentan que cuando la vio le puso encima dos rosas que llevaba en la mano; desde entonces hay siempre dos rosas frescas sobre su corazón. Ojalá que por esta vez pueda dejar de ser un símbolo

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