Cualquier sociedad con las raíces ancladas en el fondo del tiempo tiene una referencia que la nutre espiritualmente, vigoriza su identidad y le da el punto de orgullo que necesita para sentirse satisfecha de sí misma ante los demás. Por las circunstancias de la evolución del pensamiento, en el origen y en el fondo de esa referencia hay casi siempre un hecho religioso, que sobrevive, aunque a veces aparezca desdibujado, junto a su condición de símbolo identitario de una sociedad. En Asturias, ese punto de alusión que focaliza nuestra trayectoria histórica es la Cámara Santa.
Este pequeño recinto, que ocupa el piso superior de la primitiva capilla palatina de San Miguel, fue dedicado ya por Alfonso II a relicario para acoger las piezas sagradas traídas de Toledo y otros lugares tras la invasión musulmana, aunque esta función martirial se fue modificando con el tiempo hasta convertirse pronto en la cámara del tesoro real. En el siglo XII, se añadieron los elementos románicos que hoy vemos, y en el XX sufrió los ataques más graves de sus más de mil años de historia: en 1934 la ignorancia y la barbarie la hicieron saltar por los aires, y en 1977 un ladrón solitario expolió sus principales joyas, aunque luego pudieron ser rehechas.

Ahora la Cámara Santa se ha renovado en su aspecto más accesorio y se presenta más hermosa y más fácil de comprender a primera vista. Se ha reordenado, dentro de sus limitaciones, el espacio expositivo por ejes de categorías: las cruces en primer término, con la caja de las Ágatas y la cruz de Nicodemo; en el centro, el Arca Santa y, sobre ella, de momento a la vista de todos en su urna anóxida, el Santo Sudario.
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