miércoles, 2 de abril de 2014

El recibo de la luz

Esto del recibo de la luz viene a ser una metáfora de la tremenda complejidad a la que nos van llevando los que ordenan nuestras vidas, eso sí, siempre con el pretexto de que es para mejorar. Es como un axioma implacable: nunca una nueva aplicación o una nueva norma simplifican la anterior. En este caso, creo que pocos pasos más se pueden dar para llegar a la nada absoluta; se ve que están empeñados en que nos convirtamos en eminentes doctores en hermenéutica o nos quedemos sin enterarnos de nada. Recuerdo de pequeño, en la casa del pueblo donde vivía. Cada mes llegaba un señor de Electra del Viesgo, pedía permiso para entrar y anotaba la cifra del contador bajo la atenta mirada de mi madre, que comprobaba que la lectura era la correcta. Así de sencillo: tantos kilovatios a tanto cada uno, y eso era la factura. Todo el mundo lo entendía. Luego, en algún momento, la madeja comenzó a enredarse hasta hacerse indescifrable para el humilde consumidor, que paga lo que le mandan sin ninguna otra opción y sin comprender nada. Ahora lo que uno tiene delante son términos como mercado mayorista de electricidad, subasta de energía, déficit tarifario, medición anual o diaria, Tarifa de Último Recurso, precio marginal del mercado diario o el PVPC, que significa Precio Voluntario al Pequeño Consumidor, que parece mentira que usted no lo sepa.
El caso es que durante años nos llenaron la cabeza de esperanza y nuestras montañas y campos de extraños artilugios de aire futurista, y nos dijeron que ahí, en el viento y en el sol, estaba la solución del problema de la energía. Limpia, inagotable y barata, sobre todo barata, puesto que la materia prima nos la regalaba generosamente el cielo, que es bastante más desprendido que los jeques. Nos explicaron que hasta entonces estábamos pagando cara la electricidad por culpa de la gran dependencia que teníamos de los países productores de gas y petróleo, pero que con nuestras energías renovables esa dependencia se iba a reducir y, por tanto, a pagar menos. Nos dijeron todo eso y nos han subido la luz un 46 por ciento en cinco años. Algunos fuimos unos crédulos. Claro que algo teníamos que sospechar, porque también el agua de los ríos es un don de las nubes y sin embargo la energía hidroeléctrica nos la cobran igual que la que sale de quemar petróleo, que se compra a precio de oro. Menos mal que hubo un ministro misericordioso que se apiadó de nosotros y nos regaló una bombilla de bajo consumo ¿recuerdan?
La energía eléctrica ya encierra en sí misma una paradoja entre sus causas y efectos. Se trata de un producto absolutamente imprescindible, cuya ausencia resulta inimaginable, pero ninguna de sus diversas formas de obtención está libre de polémicas más o menos virulentas. No se quieren centrales térmicas por lo del calentamiento global, ni embalses de agua porque alteran el paisaje, ni molinetes eólicos porque quedan feos en el monte, ni prospecciones petrolíferas porque puede que no gusten a algún turista, ni nucleares porque son un peligro tremebundo. Pero, fuera de la falsa demagogia, las eléctricas ganan sus buenos millones y nosotros cada vez pagamos más por la factura y la entendemos menos.

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