miércoles, 5 de marzo de 2014

Miércoles de Ceniza

Ni el agua ni el frío pudieron impedirnos del todo salir a la calle con esas galas absurdas que nos ponemos cuando necesitamos ser absurdos, pero ahora ya nos hemos quitado la careta y volvemos a ser los mismos, aunque quizá más de uno preferiría seguir con ella para no ver la cruda realidad del espejo. Volver de las regiones donde éramos lo que queríamos, al lugar donde sólo somos lo que nos dejan, puede ser un trance más duro que tratar de dialogar con un nacionalista sin que merme nuestra capacidad de asombro. Pasar, por ejemplo, de orondo político corrupto a sumiso currante de despertador a las seis, no resulta fácil ni para míster Hyde. Es lo que tiene el carnaval, que nos saca las frustraciones del subconsciente y nos las vuelve a enterrar cuando más floridas estaban.
Total, que ya hemos terminado de hacer el mortadelo y ya estamos en el Miércoles de Ceniza, que ya no es lo que era, aunque la fatal verdad siga siendo la misma. 'Pulvis es et in pulverem reverteris', o sea, señores de las poltronas y del derecho a decidir, que somos polvo y al polvo volveremos. Para eso no merece la pena romperse el intelecto con aquello de Parménides sobre lo que es y no es, que los griegos siempre fueron gente amiga de buscarle el fin último a las cosas, y el fin está a la vista: polvo y sólo polvo. Pues eso. Nos queda el consuelo de intentar ser polvo enamorado después de haber sido un alma prisionera de un dios, venas que han generado intenso fuego y médulas ardidas gloriosamente. Este Quevedo, ya lo dije otras veces y estarán de acuerdo conmigo, era un poeta inalcanzable.
Bueno, pues llegamos a lo que ya sabemos: que el carnaval es escape, huida y, más que nada, teatro del auténtico, en el que no faltan las dos tendencias permanentes en el mundo de la representación: lo trágico y lo cómico. Como la actualidad diaria, vamos. Es la explosión del hombre oculto, que vuelve hoy a sus oscuros reductos y –teorías antiguas al canto- a la penitencia por haberse dado un paseo por los gozosos campos de la gula, la lujuria y algún que otro pecado más, y al que le esperan cuarenta días de abstinencia y desagravio. No es poco precio por tan breve retozo, aunque peor lo tiene esa pobre sardina que se muere todos los años y a la que se entierra con todos los honores, como si fuera el consenso de la transición. Digo yo que lo que habría que enterrar sería un chuletón, porque a las sardinas y sus semejantes nos dejan seguir teniéndolas en nuestro plato durante toda la cuaresma, mientras que la carne está proscrita. Hombre, otro tema: el carnaval y la lógica.
Entre las máscaras de Goya o de Brueghel y las carnes que se cimbrean por Río estos días, uno casi se queda con estas últimas como tema de devoción carnavalesca, no por nada especial, sino porque si hablamos del señor Carnal, a ver quién tiene más que ver con él. Casi estoy oyendo al arcipreste gozador sonreír de acuerdo conmigo, lo cual me anima a discurrir para escribir una frase genial con la que pasar yo también a la antología de la literatura carnavalesca, algo que estoy seguro de que nadie ha dicho hasta ahora: la vida es un carnaval.

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