miércoles, 19 de febrero de 2014

El tiempo de hoy

Si hay algo relativo es el concepto del tiempo, ya lo sabemos. A ninguna otra cosa podemos ponerle medida a nuestro antojo según el estado de ánimo que tengamos. Largo en las tristezas y breve en el placer, eterno en la añoranza y lento en la ilusión. Por encima de sus medidas más pequeñas siempre nos pareció inagotable, flemático en su inmensidad, como si nos permitiera el capricho de poder perderlo a nuestro gusto. Pero ahora parece como si le hubiésemos agarrado por el cuello y obligado a estrujarse para aprovechar hasta el último de sus momentos. Le hemos acelerado, y con él toda nuestro vivir, que al fin y al cabo sólo es tiempo. Nuestros abuelos disponían de un tiempo reposado en su dimensión, en el que las cosas adquirían densidad y los acontecimientos permanecían lo suficiente como para representar algo. Nosotros lo hemos apresurado hasta convertirlo en torbellino, y cuando tratamos de alzar la cabeza para contemplar nuestro alrededor, otra avalancha nos impide verlo. Leer, por ejemplo, los periódicos atrasados, aunque sea tan sólo de unos días, constituye un ejercicio lleno de enseñanzas sobre esto. Si fuera posible fijar un patrón de medida para lo efímero bien podría ser ese. Nada es menos duradero que la actualidad. Un comentario de hace unas semanas, leído hoy, nos suena ajeno por su lejanía; una noticia de hoy mismo, dentro de diez días será un dato histórico; un libro, una canción, una película han de aprovechar su corta vida para venderse antes de caer en el olvido. Nada queda, nada enraíza. La actualidad dura lo que dura el día. El ayer ha perdido su valor. El presente, ese instante que sólo puede ser un punto entre la añoranza y la ilusión, se ha extendido hasta ocuparlo todo. Vivimos un presente continuo.
Hemos renunciado a ser intérpretes de la realidad de nuestro tiempo y nos estamos convirtiendo en meros espectadores. Testigos a quienes se les informa exhaustivamente de los hechos, negándoles luego la posibilidad de su análisis. Nuestra capacidad de entendimiento nos está siendo atrofiada y, lo que es peor, sustituida por una nueva misión: la de ser simples receptores pasivos de noticias. Seremos unos seres no pensantes llenos de noticias. Nos atiborran de información, pero no nos dan tiempo para digerirla. En la corriente de cada día se deslizan hechos y sucesos que la próxima semana ya nadie recordará, opiniones que no da tiempo a responder, porque cuando se hace, la respuesta ya ha perdido la relación con su origen. Un río caudaloso del que se aprovechan perversamente quienes conocen bien sus efectos. Alguien, por ejemplo, suelta un insulto o una estupidez, y ahí quedan, porque cuando llegue la réplica ya estará casi fuera de contexto y será tapada por la nueva actualidad.
Uno no sabe dónde puede estar el remedio para todo esto, ni siquiera si lo hay, pero cree en la eficacia del ejercicio crítico, de la profundización del conocimiento y del desarrollo del criterio selectivo como medios de autodefensa. En todo caso, tampoco está seguro de que merezca la pena hablar sobre ello. Mañana este artículo ya no será nada.

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