miércoles, 12 de febrero de 2014

Nuestro mar

La ha tomado con nosotros este temporal, que se empeña en darnos su abrazo y en dejar nuestras costas con unos cuantos costurones y los ánimos con un continuo temor. Nunca tantos nombres de mujer fueron tan poco gratos ni han sonado como chasquidos de látigos desatados que golpean donde quieren. Diques rotos, paseos destrozados, carreteras hundidas, campos inundados, árboles caídos, barcos quietos y montes blancos de nieve y grises de amenaza. Qué fácil se nos hace la metáfora sobre la eterna contraposición en que vivimos: tierra y mar, lo firme y lo inestable, la seguridad de lo cercano y la inquietante atracción de lo misterioso, la inmovilidad de lo estático que nos da amparo frente al vaivén continuo y eterno. Y así, el espectador se asoma a algún lugar a ver las olas y no puede menos que quedarse quieto y mudo, como un personaje de un cuadro de Friedrich.
Galerna, palabra con regusto de sal y lágrimas, honda, sonora y lúgubre, como escribió un poeta. Ahora que los avances en la ciencia meteorológica y en las técnicas de salvamento han logrado en buena parte conjurar su capacidad de destrucción, ahora que ya podemos adivinar su llegada y hacer que nos encuentre preparados, ahora que las plegarias y las salves marineras se han sustituido por modernos sistemas de prevención, su cara sigue causando miedo, pero ya apenas trae otros lamentos que los que quepa lanzar por algún destrozo material. Ya es como una visita curiosa, espectáculo inofensivo y gratuito y estrella de objetivos fotográficos, pero el eco de su nombre y de su presencia ha quedado prendido a lo más hondo de nuestra memoria como pueblo. No hay lugar en nuestra costa que no tenga escrita en algún rincón de sus entrañas alguna tragedia o alguna leyenda que el tiempo terminó convirtiendo en historia. Cuántos relatos de muertes y naufragios, de desapariciones que dejan al corazón esperando para siempre, de cristos milagrosos, de oraciones y acciones de gracias, de resignación y de nuevas despedidas al día siguiente, porque la maldita mar no se sabe qué tiene, pero tira y tira. En el recuerdo colectivo, en las fiestas patronales de nuestros pueblos costeros, en las capillas, en las viejas fotografías, en las canciones, en las historias escritas o contadas, siempre el mar y sus caprichos de eterno adolescente.
Este Cantábrico nuestro no gusta de alzar en blando movimiento olas de plata y azul. Miras y miras y no descubres en él ni un solo gesto de idilio que permita intuir algún cariño oculto hacia la tierra que lo soporta con infinita paciencia desde el tercer día de la Creación. Está siempre inquieto, turbado siempre, eternamente hundido en crisis periódicas de euforia y depresión. No concede nada que antes no se haya merecido en paciente espera de siglos, y aun así, con cicatería y desplantes: playas raquíticas, ningún gran puerto natural, ninguna isla, ningún amplio arenal donde la vista pueda perderse entre dunas y ensueños, ninguna posibilidad de admirar colores en su fondo. Pero lo amamos. Al menos uno, que nació a su vera, sabe que en definitiva no es más que un irremediable y pálido reflejo de sus olas.

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