miércoles, 23 de abril de 2014

Amigo libro

Aflojado ya el pie del estribo, crecidas las ansias del fin y menguadas hasta la nada las esperanzas, con el alma cosida de costurones y el cuerpo deforme por la hidropesía, moría tal día como hoy, en una casa de la calle del León, en lo que hoy se llama el Barrio de las Letras, un tal Cervantes, de sesenta y ocho años, ex-soldado, ex-cautivo, ex-recaudador, manco y escritor. Era la primavera madrileña de hace trescientos noventa y ocho años. Se le enterró con la cara descubierta y un hábito de terciario franciscano en el cercano convento de las Trinitarias. Avatares y posteriores reformas del edificio han hecho que jamás hayan sido encontrados sus restos, uniéndose así al destino de otras de nuestras grandes figuras históricas, cuyos huesos están perdidos en la nada. Ese mismo día, aunque no en el mismo tiempo por diferencia de calendarios, dejaba la vida en su pequeño pueblo de la campiña inglesa otro escritor que había hecho con el teatro lo mismo que Cervantes con la novela. De estilo aparentemente sencillo el español, de prosa tersa y llana, capaz de ponernos ante nuestras contradicciones más inquietantes con la más fina de las ironías; más grave y hermético conceptualmente el inglés, pero ambos con un denominador común: en su obra privilegian más lo humano que lo divino. Con Cervantes y Shakespeare vinculados para siempre a este día, no debió de tener que pensar mucho la Unesco para decidir la fecha del Día Mundial del Libro.
Este objeto pequeño y llevadero como un pensamiento es compañía, placer, consuelo, incitador de fantasías y creador de realidades gozosamente metafísicas. Es la posibilidad de un diálogo a solas con quienes han sabido y saben bastante más que nosotros. Y además, es silencioso y permanente como ningún otro amigo puede serlo. Y encima puede ser increíblemente bello. Y tremendamente poderoso. ¿Alguien ha visto que el contenido de alguna obra de arte cambiara el curso de la Historia, modificando el pensamiento de la humanidad? Pues hubo libros que sí. Y en el plano individual, que cada uno se siente y piense qué quedaría de él si le quitaran todo lo que aprendió en los libros.
Cuando todo lo que nos rodea se empeñe en hundirnos el ánimo, cuando los mensajes que nos envían desde todos los medios nos muestren tan sólo el lado negativo de la realidad, cuando la esperanza se debilite y el pesimismo trate de invadirlo todo, qué alivio refugiarse en un libro de palabra mansa y sabia. Qué receta contra la melancolía y la soledad, y qué fuente para soportar la intemperie de nuestras limitaciones intelectuales. Tomar, por ejemplo, un clásico y sentarse con él sin prisas, con todo sosiego: las Coplas de Manrique o los sonetos de Quevedo o las décimas de Segismundo, o el capítulo 20 del Quijote, la gran alegoría del miedo, o los pensamientos cínicos y sabios de Gracián. O una tragedia que nos dibuje las pasiones, o una novela romántica, o acaso el último título salido al mercado, siempre que no esté ahí sólo por razones extraliterarias. En mayor o menor medida, todos nos enseñarán que somos de la misma materia de que están hechas las ilusiones por las que merece la pena vivir.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que el artículo es magistral. Digno de leerse en los periódicos nacionales, no sólo en la provincia.
Está escrito por un amante de la buena literatura y además que ayuda a pensar con cariño hacia el libro.
Es un escritor con mayúscula.

Jesús Ruiz dijo...

Precioso artículo. No encuentro, ni creo que la haya, mejor forma de describir el significado de un libro. Mi admiración y más sincera enhorabuena.