domingo, 22 de septiembre de 2013

La lista del colegio

La lista del colegio Hay que ver cómo se las arreglan, entre editoriales y colegios, para crear cada año un septiembre negro para los padres. Tengo ante mí la lista del material que pide un colegio público de Gijón a una niña de primero, o sea, de seis años. Es una lista inicial, de carácter general, ya que luego vendrá la que exija el tutor correspondiente. Desde luego, formación completa sí que van a tener los pequeños educandos, a juzgar por la amplitud de tareas que promete tan gran número de adminículos, desde un lápiz concreto hasta una caja de toallitas húmedas, y desde rotuladores de una determinada marca hasta mil folios por cada alumno. Sí, mil folios, más las correspondientes libretas, que ya es papel. Y además, 50 euros en un sobre cerrado, que se unen a lo ya desembolsado por los libros de texto y se convierten en el negro colofón de la sangría de este dichoso mes, teñida a veces de angustia callada y sacrificios escondidos. Se dan explicaciones, claro, pero están más cerca del propósito de informar que de la finalidad de convencer. Se presenta siempre la formación del niño como el punto supremo al que se dirigen todos los esfuerzos, faltaría más, pero en este objetivo no se contempla el camino menos costoso, a pesar de que estamos en un tiempo de alifafes y ampollas en los pies. No estaría mal que algunos de los responsables del sistema educativo echase una mirada fuera de su aula y se convenciera de que la transmisión del conocimiento, el ejercicio de desarrollar las facultades intelectuales y morales de un niño, educar, no guardan una relación estrictamente directa con el grado de abundancia de soportes materiales. Realmente, a veces cuesta defender la enseñanza pública.
En esta pesadilla que viven los padres cada año intervienen muchos elementos conjugados entre sí: los que deciden los textos en los centros; las administraciones, que miran para otro lado; los libreros, que en muchos casos tienen aquí su negocio anual; las editoriales, a la cabeza de todos; una cadena de eslabones participando de este desaguisado, unos por omisión y otros haciendo su septiembre. Y por encima, ese vaivén cambiante de métodos de enseñanza, que es como una confesión: después de tantos planes de estudios, tantas reuniones de pedagogos y tanta experiencia acumulada, aún no se ha encontrado la forma de enseñar lengua o matemáticas. No importa, porque los padres jamás regatearán ningún sacrificio por la formación de sus hijos, y mientras se pueda convertir ese sacrificio en ganancia, pues a ganar todos. Menos los padres.
La lista de ese colegio, que se supone es similar a la de todos, seguramente podría tener la misma eficacia, o acaso más, con menos exigencias, aunque responda a un proyecto pedagógico particular. Y en todo caso forma parte de ese afán de tratar de corregir unos resultados educativos mediocres con una abundante ayuda de medios materiales, como si de ellos emanase la esencia del saber. Vendrán los pedagogos, psicólogos y sedicentes expertos de toda laya a explicarlo, pero tendrán difícil convencer a los padres de que los sencillos y baratos métodos con los que nos enseñaron a todos las primeras letras eran menos eficaces que los de ahora. Todo sea a la mayor gloria del negocio.

jueves, 12 de septiembre de 2013

El mito olímpico

Parece mentira, pero en el mundo que hemos construido, el prestigio, la grandeza, el nombre y la categoría de una ciudad se miden por el hecho de ser elegida para ser sede de unos juegos deportivos. Parece su garantía de preeminencia. Lo que infunde respeto y envidia no es ser un foco de cultura o un centro de investigación científica, ni su densidad histórica, ni ninguna cualidad artística o intelectual, sino que pueda ser escenario de un espectáculo lúdico durante dos semanas. Ese es el culmen de la fama y el desiderátum máximo de toda ciudad de hoy. Lo que hay detrás de ello -inversiones, carreras políticas, intereses privados de todo tipo, tiburones económicos- se tapa con el mantra de que los beneficios para la ciudad serán mayores. Lo que no siempre es cierto, desde luego, y no es la primera vez que se pone en evidencia el sinsentido de hacer unas obras costosísimas para quince días. En la Grecia clásica los juegos se celebraban siempre en la misma ciudad, y los vencedores recibían como premio una corona de olivo. Tuvieron un Píndaro que los cantó, pero también a un Eurípides, que pensaba de otro modo: “De los innumerables males que afligen a la Hélade, ninguno es de peor raza que la de los atletas... Ídolos de la ciudad, consumen su juventud entre vítores y fiestas, mas luego, al llegarles la vejez, nadie se acuerda de ellos... ¿Quién ha sacado a su patria de un apuro a fuerza de conquistar premios?”. Al menos entonces se detenían todas las guerras durante los días de los juegos.
Ver cómo alguien trata de correr, saltar o nadar más que nadie, es la nueva gran religión de nuestro tiempo, y tiene sus ministros, sus ritos, sus acólitos, sus templos y, por supuesto, sus fieles, que se cuentan por miles de millones; prácticamente todo el mundo. Cada cuatro años se celebra su ceremonia máxima, en un lugar decidido por un cónclave formado por un centenar de millonarios sin mucho que hacer, algunos de ellos representando a países cuyos atletas harían ya mucho corriendo en el patio de un colegio; ya me dirán que tienen que decir en Mónaco sobre dónde hay que celebrar los juegos, o en Aruba o en Fidji. Individuos bien conscientes de ser objeto continuo de pleitesía, que se pasan cuatro años recorriendo las ciudades candidatas, siendo agasajados con lo mejor que tiene cada una, en hoteles y restaurantes a cargo nuestro, y haciendo que elaboran sesudos y completos informes, que a la hora de la verdad ni ellos mismos tienen en cuenta, acaso porque se cruce por el medio algún que otro milloncejo ofrecido por alguno de tantos elementos interesados: cadenas de televisión, marcas deportivas, otras ciudades candidatas presentes y futuras. Y estos son a los que se les llena la boca con eso del juego limpio. Con esta gente es conveniente perder la inocencia cuanto antes. Como ha dicho alguien refiriéndose a nuestro caso, si ya lo teníamos casi todo construido, de dónde iban a sacar ellos tajada. A Madrid la han privado de los Juegos Olímpicos porque el trabajo bien hecho suele contar poco ante consideraciones bastardas. Lo mismo que sucede con muchas subvenciones oficiales y con la mayoría de los premios. No hay defensa contra ello.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Pueblos


El verano es el tiempo en que los pueblos quedan con sus intimidades al aire. Lo que en el resto del año es espacio familiar y comportamientos sociales de confianza, ahora va a estar expuesto a miradas extrañas. Cuando se tiene visita no se dejan las camas sin hacer ni los platos sin fregar; eso puede pasar cuando se vive en la normalidad de lo cotidiano, pero no cuando se está a la vista de miles de curiosos que se acercan a conocer la casa. Y es así. Nuestros pueblos se llenan en verano de visitantes, en un vagabundeo estudiado unos, en estancia vacacional otros, en un intento de perpetuación de recuerdos algunos, y todos en un propósito de personalizar su disfrute, porque no todo es turismo de sol y arena, y frente al veraneante de tumbona y bronceador está el buscador de emociones más primarias, y frente al turista el viajero.
A lo largo de los caminos de España, el vagabundo de ojos atentos y con la mente vacía de prejuicios, encontrará pueblos de cualquier estampa y entraña. Los hay que han recibido de su pasado un conjunto monumental que les da un empaque señorial y un toque de distinción histórica que hacen que estén en la mente de todos; sería el caso de Santillana, Villanueva de los Infantes, Medinaceli y algunos más. Hay otros que, sin tener nada que destaque en particular, poseen un conjunto urbano armónico que trasluce su evolución histórica y hace que resulte un placer pasear por sus callejuelas; ahí están, por poner algún ejemplo, Urueña, Pals, Covarrubias, Sos, Ayllón, Pedraza, Morella, Atienza y tantos otros. Los hay también que poseen una obra excepcional inmersa en un conjunto menor, aunque digno de ella; serían los casos de Alcántara, Frómista o Guadalupe. Hay pueblos que son buenos exponentes de cómo la pobreza pretérita, al mantenerse sin medios para evolucionar, puede engendrar la riqueza posterior, esa que trae la invasión de visitantes que los inundan en todo tiempo; ejemplos pueden ser La Alberca, Aínsa, Albarracín o, en menor tono, Patones. Otros tienen su atractivo en un hecho literario, como Argamasilla de Alba, donde este viajero buscó siempre la sombra del hidalgo y su creador, hasta que un alcalde de escasas letras convirtió el edificio de la Casa de Medrano en un monstruoso engendro; por cierto, en perfecta demostración del principio de Peter, este alcalde dirige ahora un partido nacional. Y los hay que han elegido el turismo cutre, como Lloret de Mar, donde esta cutrez impregna todo el aspecto urbano; realmente hay pocos pueblos que se hayan vuelto tan feos como Lloret.
Hay una ruta de pueblos blancos y otra de pueblos negros y hasta hay uno azul. Y hay también otros, los más, que apenas tienen nada que ofrecer desde el punto de vista artístico o natural; sólo su modo de vida y el conocimiento de su esfuerzo cotidiano en el duro ejercicio de ganarse el sustento. Se visitan por eso, simplemente porque son pueblos, porque hay un viejo sentado al sol al que quizá se le pueda arrancar una historia, porque el perro que está tumbado en el medio de la calle apenas levanta la mirada cuando pasa el forastero, porque no hay más que una taberna en la que se juega al dominó, porque huele a pan.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Final compartido

En las páginas de cualquier periódico, al lado del poderoso torrente de información global que nos muestra cada mañana el panorama del mundo, pudimos leer la noticia que eclipsó, al menos durante ese día, a todas las demás. Por entrañable y por cercana, y porque todo lo que se refiere a sentimientos como amor, compasión, fidelidad o desesperación nos hace sentirnos aludidos, como si en última instancia fuésemos también protagonistas indirectos. Conocemos demasiado bien esos sentimientos para no comprenderlos. Podrán no afectarnos, pero jamás nos serán ajenos. La humilde noticia informaba de que un anciano octogenario decidió acabar con el sufrimiento de su esposa, enferma terminal de Alzheimer, y luego con el suyo propio. Ella llevaba ya muchos años inmóvil en la cama y él se sintió sin fuerzas para esperar un tiempo que, si en buena lógica pudiera preverse corto, seguramente sólo pudo verlo como infinito. Y en la madrugada, cuando las angustias de la noche ya se han acumulado hasta oscurecer cualquier atisbo de luz, llevó a cabo su decisión.
No sé de nadie que pueda dictaminar con legitimidad sobre las conciencias, y quien se atreva a hacerlo allá el. La moral universal, esa que nos protege de la desaparición como especie, es eso, universal, y no puede regir las más íntimas turbulencias del corazón. Este anciano seguramente necesitaba poner orden en su pequeño universo, hecho de amor y desesperanza, y no se le fue ofrecida más opción que la fusión definitiva de los dos con las sombras del misterio inalcanzable. Abdicó de la vida para abdicar de su propio dolor.
Humano, profundamente humano. Allá donde no alcanza la consoladora luz de la comprensión que se callen los valedores de la justicia. ¿Quién puede saber de esa lágrima que quizá le asomó a los ojos en el instante antes de llevar a cabo el acto fatal? ¿Para quién fue su última plegaria y su último pensamiento cuando ya todo era irremediable? Una vida convivida con toda la intensidad y la dimensión que brinda un tiempo prolongado es capaz de hacerse un todo casi indivisible si está amalgamada por el amor, y esa indivisibilidad puede mantenerse hasta las últimas consecuencias. Cómo se va a resolver el tiempo final de nuestra existencia es una pregunta incontestable, porque su respuesta está grabada en el azar. Este anciano prefirió fundir el final de su esposa con el suyo propio, acaso porque no pudo soportar que el que estaba escrito para los dos fuera tan diferenciado.
Seguramente no conseguirá nunca una página de recuerdo en ninguna crónica del sentimiento, ni mucho menos podrá alcanzar la aureola épica de otros casos similares, como los de Zweig, Kleist o Koestler. Más bien puede que ocurra lo contrario, que le cataloguen como lo que no es e incluyan su acto en una de esas estadísticas de rígidos límites a las que va a parar todo sin diferencia de matices, pero uno quiere al menos dejar constancia de su comprensión, que es una virtud que no se lleva bien con el acto de juzgar. Ya está escrito: entre lo que existe y lo que no existe, el espacio es el amor.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Días de verano

Quizá sean las Perseidas cayendo del cielo la noche de San Lorenzo, o en algunos casos mañana, la fiesta grande, las que marcan la línea central del verano. A partir de ellas ya nos da la impresión de que comienza el camino de regreso hacia la rutina del año, por más que el calendario nos muestre que aún es un camino largo y prometedor. Pero ahora todavía podemos sentir la plenitud del tiempo y hacer acopio de sensaciones para echarlas de menos cuando los días se vuelvan grises y nos obliguen a la melancolía.
Tiempo de verano, sol deseado sobre las pieles desnudas y sones de llamada continua a la fiesta, que es lo propio. Anda el aire lento, empapado en calorías, un poco rarillo en estos pagos, aunque nada que ver con lo que nos cuentan de otras latitudes más al sur y hasta más al norte. Parece haber un afán por absorber la vida en este paréntesis que las nubes nos brindan, casi como si fuera algo a estrenar. El verano viene a ser por aquí como una botella de champán, que al agitarla con alegría nos encontramos con que apenas nos queda nada que beber; todo se ha convertido en espuma. Pero entretanto, su imagen inconfundible nos tiene dominados los deseos y fijadas las añoranzas. Con imágenes de campo nos lo dibuja Machado:
 
Frutales cargados, 
dorados trigales,
cristales ahumados, 
quemados jarales, 
umbría, sequía, solano. 
Paleta completa: verano.
 
La mente y el cuerpo nos reclaman la luz y el sol; se ve que no se sienten capaces de soportar el resto del año sin una inmersión temporal en ellos. Sentimos necesidades que sólo el eterno vaivén de esta bola que nos lleva encima puede satisfacer, como si la mecánica celeste tuviera un corazón que comprendiera nuestros afanes. Esa es nuestra condición: la de ser humilde polvo de estrellas, porque toda esa plenitud de vida que nos invade en verano, la alegría de las madrugadas tempranas y claras, la serenidad que desprenden esas tardes largas y mansas, el inquieto bullir de nuestro espíritu o el deslizamiento hacia un sentimiento de renovado optimismo que nos tiende a afectar en estos días, todo eso no es, en definitiva, más que una simple consecuencia de la inclinación del eje de la Tierra. Menos mal que nadie tiene el poder de enderezarlo.
Tiempo de tópicos y de reflexiones superficiales, de pasiones encendidas por el sol sobre la carne, más vulnerable que nunca; cuando después vuelva a ocultarse bajo la ropa, las pasiones se volverán más veladas y quizá menos expansivas, aunque puede que más sinceras. Y tiempo en que se acumulan los pretextos para el desahogo. También es casualidad que lo más selecto del santoral –Juan, Pedro, Pablo, Luis, Antonio, Santiago, Domingo, Agustín, el Carmen, la Asunción- caiga por estos meses, dando oportunidad a los pueblos a tener a la vez los mejores patronos y sus fiestas en verano. Así que, ya que todo se junta, hagamos un año más de cigarra y lancemos fuera los trastos que nos atosigan el resto de los días. No tenemos que preocuparnos por el otoño; llegará enseguida.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Algunas conclusiones tras el debate

Del debate que sus señorías nos brindaron el otro día en el parlamento cabe extraer un sinfín de conclusiones de todo tipo, desde la forma hasta el fondo, desde las neutras a las más interesadas y desde las palabras dichas hasta las ausentes; todo depende de la agudeza y preparación del opinante, de su conocimiento de los entresijos políticos y de la posición en que esté situado. Como este servidor tiene poco de todo eso y su posición no es relevante para el caso, lo observa con los ojos del espectador que contempla un espectáculo del que desconoce lo que hay más allá de las bambalinas y sólo tiene a la vista lo que ocurre en el escenario. Ya están los comentaristas políticos, los verdaderos y los sedicentes, para descubrirnos todos los matices colaterales y arrojar la luz de sus conclusiones sobre nuestras propias interpretaciones.
Pues desde esa posición de simple espectador, la primera conclusión que uno saca es que lo principal, la situación del país, interesa un bledo a todos los oponentes. Lo que importa no es ayudar al gobierno a conseguir mejorar las cosas, sino tirarlo abajo como sea, incluso tratando por todos los medios de dar carácter de gran escándalo a algo que ni siquiera los jueces han terminado de calibrar. Eso de remar todos juntos, sea quien sea el timonel, porque lo que importa es que el barco avance, es una metáfora trasnochada. Sobre lo esencial prima lo coyuntural, y ya pueden venir argumentos, que ninguna explicación va a resquebrajar una realidad sumamente conveniente. Lo más decepcionante que uno oyó, una de esas cosas que debilitan la fe en la clase política, fueron las declaraciones previas de una portavoz de la oposición dejando muy claro que, dijera lo que dijera el acusado presidente, no los iba a convencer. Con esta magnífica disposición para esclarecer la verdad se desarrolló el debate. Lo que no se entiende es, vista la premisa, qué utilidad podía tener, salvo la de confirmar una vez más la servidumbre del político, el alquiler de su pensamiento, el sometimiento de sus convicciones al dedo que le señala lo que debe votar. Pongamos un caso: si el gobierno actual logra sacar al país del pozo donde lo encontró ¿alguien de la oposición tendría la grandeza de reconocérselo? Y conste que en el caso contrario sería lo mismo.
Hay una segunda conclusión, esta de carácter formal: la indigencia idiomática de quienes se llaman precisamente parlamentarios. Ahí está una señora, jefa de un partido y en su día consejera de una autonomía, hablando de la pregunta veinteava; más o menos como aquel ministro de Cultura y su catorceavo; será que no alcanzan a ver la diferencia entre un partitivo y un ordinal. O ese otro proclamando que “delenda est Rajoy”, como si Rajoy fuese una mujer; si su ignorancia es mucha, su osadía es mayor. He dicho de carácter formal, pero no; es más bien de fondo, porque supone una muestra del estado de la incuria cultural de la que debería ser la clase representativa de la sociedad, al menos por tal se tienen. Por supuesto, no son todos; al contrario, más bien una minoría, pero cómo destacan. Luego se oponen a una ley para mejorar la educación.

miércoles, 31 de julio de 2013

Lo que nos sale del corazón

La solidaridad es un bien intangible que no se cotiza en los mercados ni influye en las cifras económicas ni es tenido como activo en ningún balance de esos que manejan los mercachifles del dinero, pero constituye la riqueza más hermosa y noble que puede tener un país. Y de eso los españoles tenemos a espuertas. Digámoslo con orgullo. Solidaridad y generosidad; por algo somos el primer país del mundo en donación de órganos. Ha pasado ya una semana desde aquella tarde que nos encogió el alma y aún quedan grabadas -y quedarán mucho tiempo- en esa pantalla interior que todos necesitamos mirar, hecha de memoria y sentimientos, las imágenes que acompañaron a la tragedia como un grito enronquecido de esperanza en medio de tanto horror: las de aquellas personas de toda condición que esperaron horas y horas en la noche para donar su sangre, profesionales que acudieron a sus puestos sin mirar horario ni vacaciones, enfermos que pedían el alta voluntaria para dejar libres sus camas, hoteleros brindando sus habitaciones a quien lo necesitara, gentes de toda clase aportando lo que estaba a su alcance, mantas, vehículos, herramientas, consuelo. Y todos con la naturalidad que da lo que brota directamente del corazón, sin miradas a la cámara, haciendo propio el dolor ajeno, dando el exacto significado a la palabra compasión, padecer con.
A diferencia del nacer, morir es un acto solitario, en el que nadie más que uno mismo es necesario. Quizá sea esa la mayor angustia del hombre en su momento supremo, y seguramente tener al lado a un semejante, aunque sea un rostro desconocido, sentir una caricia sobre la frente, unas palabras amables, una mano apretando la mano, sea el regalo más sublime y trascendente que podemos dar y recibir en nuestra vida. Justamente en su instante final.
La vida es la ruleta en que apostamos todos y el azar lanza sobe el tapete las bolas con los ojos tapados. Las de aquella hora maldita fueron a señalar a ochenta seres que no tenían más propósito en aquella gozosa víspera de fiesta que el de descansar un momento del ejercicio de la vida cotidiana o acaso el de dar una alegría a sus seres queridos y lejanos. Luego, el dolor, las lágrimas, las preguntas y la nueva realidad, ya con vacíos irrellenables. Acaso sea ese el sentimiento más desolador, sólo inmediatamente detrás del dolor, aunque, bien mirado, viene a ser lo mismo.
Dicen que la solidaridad tiene una motivación genética, con una clara función de preservación de la especie, pero a uno le parece una explicación demasiado mecanicista. Nuestros sentimientos son algo más que unos tornillos que estructuran la ciega máquina de la vida. Ayudar a un moribundo en sus últimos momentos no contribuye a la pervivencia de la especie; es una muestra de ese impulso misterioso que nos hace ver en un semejante una imagen de nosotros mismos, eso que han hecho suyos como un mandato todos los códigos religiosos y morales. Y que se callen los mezquinos de siempre. Despreciados sean todos aquellos que intenten sacar algún rédito, sobre todo político, de este accidente. La ruindad se hace aún más odiosa ante la grandeza de la generosidad.

miércoles, 24 de julio de 2013

La revolución tecnológica

La fascinación que ejerce la tecnología sobre todos nosotros, y en cada momento sobre la generación correspondiente, tiene algo de fe mística a prueba de toda contradicción. Le hemos otorgado un carácter sotérico, no ya salvador de nuestras almas, que poco tienen que ver con ella, sino de nuestro futuro y de nuestro bienestar. De qué careceremos, que siempre hemos estado necesitados de alguien que redima nuestro presente, a cambio de entregarle lo mejor de nosotros mismos. A principios del siglo pasado, en medio de la primera gran revolución tecnológica, un gran número de creadores la contemplan con atónita admiración y se entregan a la glorificación de ese mundo maravilloso que parece prometer la redención total del hombre. Un mundo nuevo en el que, por sus propios rasgos esenciales, el artista sólo puede permanecer desde el exterior admirándolo. Nacen movimientos artísticos rendidamente entusiastas, cuyos nombres ya son definiciones, como el maquinismo o robotismo y el futurismo. El rudo Léger afanándose en plasmar en el lienzo el culto apasionado que siente por la máquina; Marinetti sentenciando que un coche corriendo rugiente es más bello que la Victoria de Samotracia. Hoy miramos con una sonrisa de condescendencia el manifiesto futurista y la ardiente retórica con que puede envolverse un puñado de sandeces convertidas en ingenuos propósitos, por fortuna inalcanzables.
En los últimos treinta años, la explosión tecnológica nos ha convertido el mundo en un lugar hasta entonces sólo intuido en las novelas de ficción, pero aún no sabemos el precio que habremos de pagar. El tiempo de una generación es corto para eso, aunque sí podemos intuir algo en esos niños y jóvenes cada vez más aislados en su mundo circunscrito a una pequeña pantalla. También se notan ya los efectos en la sociedad, por ejemplo en el aumento del paro. Por poner un caso, el de los bancos, que antes era un sector gran generador de empleo y ahora apenas necesita más que programas informáticos; eliminaron empleos, pero los clientes no notaron que disminuyeran los gastos que les cobraban por sus cuentas; más bien al contrario. Y ahora se está comentando el caso de Detroit y cómo una carrera hacia el futuro puede llevar al abismo. Cuando los trenes circulen ya sin conductor, nos admiraremos de que los avances técnicos hayan conseguido tal maravilla y después pediremos cuentas al gobierno por el aumento del paro. Puede que alguien de esos que van al fondo de la noticia se pregunte qué se ha conseguido con eso y en qué ha mejorado el viajero. Se ahorran costes, le dirán. Pues puede, pero se los ahorrará la empresa, porque la sociedad los verá incrementados al tener que hacerse cargo de más parados.
Los avances tecnológicos son imparables y en algunos casos, como los referidos a la salud, vitales, pero en otros habría que plantearse reflexiones globales. Puede que se esté acercando el momento en que la principal función de la tecnología de mañana no sea ya satisfacer las necesidades del momento, sino reparar los daños causados por la tecnología de hoy.

miércoles, 17 de julio de 2013

Escapada romana (II)

Desde cualquiera de las colinas que la rodean, el Janiculo por ejemplo, la Roma antigua desaparece en la distancia; sólo se hace visible la Roma caput christianorum, un perfil de cúpulas que parecen rendir sumisión a una que lo domina todo: la del Vaticano. Es imposible ir a Roma y zafarse de su atracción; por fuerza se acabará entre los brazos de la gran columnata como paso previo a la entrada a un mundo singular e inigualable.
Detrás de su mampara de cristal, la Pietá de un Miguel Ángel joven soporta miles de flashes y de miradas entre curiosas y embebidas; en la capilla Sixtina, los frescos de un Miguel Ángel en plenitud no soportan flash alguno, pero sí la contemplación de ojos indagantes. Los amigos de la anécdota buscan en el infierno del Juicio Final el rostro del cardenal Cesena, convertido en Minos por haber criticado a Miguel Ángel; la mayoría fija sus ojos en la bóveda, en esos dos dedos estirados que, como un arco voltaico, no se tocarán jamás. Abajo, en la cripta, los fieles pasan de largo ante las bóvedas que albergan las tumbas de unos cuantos papas y buscan la de Juan Pablo II; muchos musitan una oración. Si se tiene la osadía de subir la endiablada escalera que lleva hasta la linterna de la cúpula, posiblemente el cuello exigirá un masaje después de tanto inclinarse para adaptarse a la curvatura de la semiesfera, pero los ojos tendrán ante sí el espectáculo de ver a Roma entregada y silenciosa a los pies. Esta sí que es colina de altura. Desde ella se divisa un panorama más amplio aún que desde la del Capitolio, un panorama que abarca todo el planeta, en mayor o menor medida, y que lleva ya más de veinte siglos de atenta contemplación. Si las referencias son imprescindibles para tratar de luchar contra el desorden al que estamos abocados, esta cúpula, de la que alguien ha dicho que parece tender a lo absoluto, lo es en grado supremo para mil millones de conciencias. Una cúpula levantada para cubrir la tumba de un pescador de Galilea.
Todo aquí es grandioso, todo magnificente. Los fines, los motivos, la arquitectura, los nombres de los artistas, los museos, la biblioteca, las pinturas y las esculturas, los materiales, la plaza, las perspectivas, todo único y absolutamente inencontrable en otro sitio, como no podía ser menos. Y también únicos su forma de gobierno, su modo de elección, su guardia, su poder. ¿Dónde están las divisiones del papa?, preguntaba un desafiante Stalin. El más ignorante de los fieles podría darle la respuesta nada más cruzar el umbral de la basílica.
A la salida, el sol romano parece ser aún más luminoso. Uno se queda en el atrio y se entretiene leyendo los nombres grabados a cuchillo en las columnas. Los hay a docenas, algunos de más de trescientos años de antigüedad: G.K. 1674; Girolamo Faggi, an D 1706; Bartolome Berluchi, 1735. ¿Quiénes fueron? ¿Qué queda de ellos? ¿Qué poderoso afán de inmortalidad les impulsó a dejar su nombre allí, como una lápida conmemorativa hecha para siempre mientras San Pedro exista, como un autohomenaje que si ellos no se hacían seguramente nadie les habría hecho? Ay, esa dichosa extraversión latina que nada se puede guardar para sí y que a tantos errores puede conducir.

sábado, 13 de julio de 2013

Escapada romana (I)

En la colina del Capitolio se viene a resumir todo lo que el visitante primerizo espera de Roma. Mira a un lado y ve el inmenso escenario de lo que fue la Roma imperial: los Foros, el Coliseo y el Palatino. Mira al frente y se encuentra con la majestuosa figura de Marco Aurelio, el emperador filósofo, en el centro de una plaza diseñada por Miguel Ángel cuando la ciudad volvió a ser la señora del mundo. Mira al otro lado y ahí está ese aplastante monumento a la unidad italiana, incongruente con el lugar. Y si busca miradas más humildes, ahí tiene la columna con la Loba Capitolina, o la roca Tarpeya, donde eran despeñados los condenados y desde la que Nerón contempló el incendio de Roma. En el Capitolio, por haber, hay hasta uno de los mayores símbolos de Roma, según este viajero: una fuente. Una fuente sencilla, de esas con orificio en la parte superior del caño para comodidad del usuario, una fuente que sirve para lo primero que tiene que servir toda fuente: dar de beber al sediento. Roma es la ciudad más generosa con la sed del visitante que uno conoce. Le ofrece fuentes por cualquier rincón, fuentes de agua fresca y sin el menor sabor, como debe ser el agua. Simples, con tan sólo un caño y una sencilla pileta; más decorativas, como la de la Piña o las Tiaras, y, por supuesto, monumentales, las que alegran los ojos en vez de la garganta: Trevi, Tritone, Acqua Paola y otras, pero esas ya son sólo para saciados y nada tienen que ver con la tercera obra de misericordia. Respighi fue un ingenuo al querer reflejar en su poema sinfónico el encanto de las fuentes de Roma, porque, por mucha música con que se las pretenda describir, la música está en las propias fuentes.
Desde cualquier punto del Tíber entre el Campo de Marte y el Vaticano, la perspectiva quizá no tenga semejanza con ninguna visión urbana de Europa. Puede andarse una y cien veces y preguntarse cómo una serie de circunstancias acumuladas dieron lugar a algo tan unitario. O a lo mejor es que el transcurso de la Historia es, de por sí, la mayor mente dirigista. Hay otras perspectivas, como la de la plaza del Popolo, pero están más hechas a voluntad y no desprenden ese grato olor a casualidad, que es una de las más placenteras sorpresas que pueden aguardar al viajero. Al fin y al cabo, Roma es, más que ninguna, una ciudad ideológica. Los impactos de cada voluntad que la ha gobernado se reflejan en ella con mayor nitidez que en otras. Además, al tratarse de una urbe que ocupó en todo momento un puesto de protagonista, los criterios ideológicos se han impuesto en ella con más fuerza que en ninguna otra. Y como, por efecto de su larga historia, esos criterios tuvieron que ser por fuerza opuestos y además mantenidos por los dos poderes más fuertes que conoció Europa, el resultado es una ciudad en la que cualquiera puede advertir de inmediato que su enorme personalidad consiste en ser una plasmación física de esas ideologías. Podemos traer infinidad de símbolos, pero quizá ninguno mejor que el Panteón y San Pedro. O el Laocoonte y el Moisés, o el Ara Pacis y la puerta del Filarete.
Y el Tíber, callado y ajeno, de todos siempre.

miércoles, 3 de julio de 2013

Los impuestos

Anda la Agencia Tributaria con el instinto cazador más activo que nunca, como un lince con apetito en busca de las presas que corrieron a esconderse detrás de los árboles. Ya ha atrapado a unas cuantas, algunas de amplia resonancia en los medios: un futbolista con cara de no enterarse de nada, empresarios y políticos con cara de estar bien enterados de todo, un cocinero de esos de la nueva ola y otros más o menos conocidos. Dicen los mal pensados que se trata de dar un escarmiento público, algo así como lo que se hacía en aquellas picotas que se alzaban en las plazas de los pueblos, en las que se ataba a los delincuentes para aviso y ejemplo de todos. Puede ser, pero hace bien, qué diablos, que, puesto que hay que pagar, paguemos todos, según el principio de la justicia distributiva. A la hora de disponer del fruto de esos impuestos nadie pone reparos, así que tampoco trate de escabullirse.
La cuestión está en tener o no la percepción, mejor sería la convicción, de que lo que se nos quita para proveer el fondo común nos es devuelto en su justa medida en forma de servicios y atenciones sociales. Porque ese es el fundamento del impuesto, sea cual sea la consideración semántica y técnica que quiera dársele. Hay teóricos que lo ven como el pago de la prima de un seguro; hay quienes lo consideran como una retribución por los servicios que presta el Estado, y hay incluso quienes lo ven como una consecuencia de la condición de súbdito. Aunque quizá deban concebirse mejor como un simple intercambio, a menudo desigual, de dinero por bienestar social. En cualquier caso, todo parte de una raíz única y fundamental: que los ciudadanos paguen. Y vaya si pagamos. Pagamos por lo que ganamos, por lo que gastamos y por lo que ahorramos, por circular y por aparcar, por recibir la herencia de los padres, por comprar un bien y por venderlo, pagamos hasta por tener que pagar, y eso sólo en lo que se llaman impuestos directos, porque los indirectos están tan omnipresentes en todo lo que hacemos en la vida cotidiana que puede decirse que sólo el pensamiento está libre de impuestos. Y aquí no hay negociación posible ni caben esfuerzos de entendimiento; cada uno se queda con lo que el Estado le deja. De ahí que nada irrite más al ciudadano harto de pagar que la ligereza con que se trata su dinero, el despilfarro, los gastos inútiles, las subvenciones absurdas, los sueldos escandalosos, las prebendas, los privilegios y, no digamos, el saqueo de las arcas por parte de algún miserable que siempre suele aparecer.
Los impuestos son una de las escasas seguridades absolutas que puede tener el hombre. Como la muerte, el dolor, la duda o el error. Tanto que, ni aun en el hipotético caso de que alguien renunciase por completo a vivir en sociedad y a las ventajas que ésta le proporciona, le dejarían estar exento de ellos. Visto así, resulta fácil tomarlos como la demostración evidente que deja en simple utopía la proclama de la libertad del hombre. Y, por buscar alguna justificación más metafísica, la prueba de la incapacidad del ser humano para sobrevivir como individuo aislado.

miércoles, 26 de junio de 2013

Otro quinto centenario

Conmemorar efemérides con cierta fastuosidad sólo está en manos de quienes tienen el poder, o sea, los políticos. Y como los políticos siempre responden a la doctrina de su partido, se elegirán las efemérides en función de la cercanía ideológica o de la conveniencia de programa. Los no correctos políticamente, por importantes que sean, se procurará que pasen desapercibidos y quedarán a merced de lo que puedan hacer entidades culturales privadas, mientras que los que sobrepasan cualquier dimensión ideológica para entrar en la categoría de hecho nacional, están a expensas de lo que haga con ellos el Gobierno. No son estrictos criterios de objetividad histórica los que deciden lo que merece ser celebrado ni el grado de su celebración; lo hemos visto con algunos centenarios locales traídos por los pelos y lo veremos el próximo año con el más falso aún tricentenario de la “pérdida de las libertadas catalanas”. Parece que a menor importancia más entusiasmo, y a más localismo más importancia. En cambio, los que nos atañen a todos como nación, los que configuran nuestra historia común, parecen infundir un cierto pudor, al menos en las instancias más altas, lo que indica un estado de debilidad de la conciencia nacional y una autoestima en horas muy bajas. Ya el pasado año se ignoró el centenario de las Navas de Tolosa, quizá la batalla que decidió en mayor grado nuestra trayectoria histórica, y en este se lleva el camino de pasar por alto el quinto centenario del hecho que completó el conocimiento real de nuestro planeta: el descubrimiento del océano Pacífico.
Núñez de Balboa había oído hablar de la posible existencia de un mar al otro lado de la cordillera del Darién, y decidió ir en su busca con algunos de sus hombres. Los cronistas cuentan las terribles dificultades de aquella travesía por tierras desconocidas, a través de montañas y desfiladeros, abriéndose camino en la selva a golpes de hacha, en medio de un calor y una humedad sofocantes, atacados por animales salvajes y, sobre todo, por los insufribles mosquitos.
Se ha dicho que si cualquier otro país –Francia, Inglaterra o Estados Unidos, por ejemplo-, hubiera protagonizado estas páginas de la Historia, las habría tenido, por sí solas, como el justificante de su presencia en el mundo. Pero el caso es que fueron naves españolas las primeras en cruzar los dos mayores océanos, primero el Atlántico y luego el Pacífico, y las primeras en dar la vuelta al mundo, y fueron españoles quienes descubrieron y exploraron el río más grande de la tierra y el mayor espacio de mundo desconocido. El relato de los hechos de cualquiera de aquellos aventureros convertiría a Livingstone y Stanley en simples paseantes domingueros. Ya está bien de leyenda negra. Es curioso, pero el orgullo que nos falta a nosotros les sobra a otros; hay sitios en que es tenida como una gran hazaña lo que en la crónica de nuestra aventura americana sería sólo un hecho más, tan llena está de acciones asombrosas. No se trata de reeditar Glorias Imperiales, sino de reconocernos como fuimos, con las nubes y claros, sin pasión, pero tampoco en un permanente estado de contrición.

miércoles, 19 de junio de 2013

Y allá a su frente, Estambul

La plaza de Taksim no es, ni mucho menos, el primer rincón de Estambul al que acude el turista, pero sí el que puede encarnar a la ciudad nacida en su segunda andadura, ya exclusivamente turca. Ataturk está allí en su sitio natural, presidiéndola. Acaso sea también el lugar más en consonancia con las ideas que dan pie a otra de esas primaveras, aunque no para las tanquetas, las barricadas y los destrozos, que para esos jamás es bueno ninguno. Y el viajero se da cuenta de que esto es accidental y que el meollo está en otra parte. Al fin y al cabo él no tiene más vinculación con la ciudad que la que quiera tener.
Estambul, desde lejos, parece tener mágico hasta el nombre, quizá por su sonoridad líquida aguda, que suena como un disparo de culebrina, porque rima con azul, o porque era el punto que tenía ante sí aquel pirata que cantaba alegre en la popa. Estambul suena mejor que Bizancio y aun que Constantinopla, y desde luego mejor que Istanbul, con acentuación llana, que es como los turcos la llaman. A Estambul el viajero puede intuirla sin saber muy bien qué es lo que hay que intuir, y por eso suele ir sin grandes estorbos en sus alforjas, que es la suerte más agradecida que puede tener un viajero.
Visto desde arriba da para mucho este rincón. No extraña que, estando donde está, en un paso clave para el comercio marítimo con Oriente y siendo punto en el que confluyen las dos grandes corrientes de la civilización mediterránea, haya sido habitado y disputado desde siempre. Aquel Byzas, griego él, bien sabía lo que hacía cuando se asentó allí. Luego, Constantino, en el 336, la reconstruyó a imagen de Roma; Justiniano, en el siglo VI, levantó la espléndida basílica de Santa Sofía y la embelleció aún más, y en el mal año de 1453, los turcos cayeron sobre ella y se la quedaron para siempre. Tan sólo desecharon su nombre, que debió de parecerles un trabalenguas muy poco turco, y la llamaron Istanbul. Nadie en Occidente la lloró ni jamás se reivindicó su pertenencia. Solimán, en el siglo XVI, la reformó a la turca y la llenó de mezquitas. Ataturk, en 1923, la hizo perder la capitalidad en favor de la pueblerina Ankara. Hoy tiene unos trece millones de habitantes y recibe cada año medio millón de inmigrantes de todo el país.
Estambul es fea y hermosa, abigarrada y plácida, oriental y occidental, engañosa y fiable, enervante y enamoradora, todo a la vez y como gozándose en ello y en ir a contrapelo de cualquier circunstancia. Cuando Ataturk la despojó de la capitalidad, ella creció hasta hacerse una de las mayores aglomeraciones urbanas del mundo; cuando el mismo padre de la patria impuso los caracteres latinos, no pareció afectarle mucho, porque su origen la amparaba. De Amicis, en su Constantinopla, la describió bajo el influjo del misterio que aún ejercía sobre el viajero decimonónico. Pierre Loti, en La Turquía agonizante, lamentó con nostalgia la desaparición de unas formas de vida que se iban, pero eso era en 1923. Hoy vería que Estambul no deja irse casi nada, como no sea lo que se puede llevar el turismo masivo, que ese sí que es un enemigo buscado.

miércoles, 12 de junio de 2013

Tertulianos

Tertulia es una vieja y entrañable palabra que evoca buenos momentos: reunión de amigos, charla sin tiempo, diálogo distendido, controversia amistosa, mesa y café. Las tertulias han formado desde siempre parte de nuestra forma de ser y han sido un rasgo de nuestra actitud ante la vida. De la nuestra y de la de todos los pueblos extravertidos e intensamente sociables, como los mediterráneos; hay quien dice que su propio nombre viene de las reuniones que hacía Tertuliano, o acaso de tres Tulios romanos que se reunían de vez en cuando a cenar y charlar, o de ninguna de las dos, quién sabe. Lo cierto es que, ya desde los círculos literarios del Siglo de Oro, poblaron los cafés y casinos de toda España y formaron parte de nuestra historia cultural, aunque sólo fuera por ejercer el papel que las sesudas Academias dejaban libre. En ellas se ha dicho y oído lo mejor de lo que el español lleva dentro. En su anecdotario, en los míticos nombres de los cafés que las acogieron y en los miembros ilustres que las conformaron, se encuentra la intrahistoria más cercana y auténtica de nuestro modo de ser y de expresarse. Allí se cuecen todos los remedios, los juicios tienen autorización para ser enfáticos, y las propuestas para solucionar los entuertos del planeta son tan abundantes que parece mentira que pueda seguir tan mal. La tertulia de café, la de las conspiraciones ingenuas y las críticas al ausente, la de los genios incomprendidos y arbitristas repletos de buenas soluciones, la del poeta en busca de oyentes y quizá de un café con una magdalena, no ha pretendido jamás abdicar de su humilde condición de reunión primaria y entrañablemente humana.
Pero miren por dónde ahora las han convertido en un género televisivo. No hablo de esos programas que reúnen a unas cuantas personas desaforadas, gritonas, insultonas, malhumoradas, pregonando a voces lo más rastrero y primitivo de sí mismas y de los demás, que a su vez también se prestan al juego en un cambalache realmente repugnante. A esto no cabe dar el nombre de tertulia; cae directamente en la telebasura. Se trata de esas reuniones de apariencia más civilizada, que ya forman parte de todas las parrillas, y que presentan a unos cuantos de esos llamados tertulianos a hablar de lo que sea, siempre con un programa previo. Deben de resultar baratos –hay alguna emisora que les paga con vales de un centro comercial-, dan juego y no necesitan más que una silla. Si se mira bien, son casi siempre los mismos, brincando de mesa en mesa, a cuestas siempre con sus coletillas –alguien ya ha llamado a su modo de expresión el tertulianés- y su pretensión de dar a entender que saben de todo. A veces son terminales de los partidos políticos, que tienen así un modo subliminal y eficaz de crear opinión; a uno le han pillado confesando que recibía por el móvil instrucciones de su partido sobre lo que tenía que decir. En todo caso, lo que el espectador termina viendo es que se encuentra ante un nuevo género del mundo del espectáculo, habitado por profesionales que venden su propia presencia, cuando no se avienen a convertirse en actores que se interpretan a sí mismos. Por supuesto, no todos.

miércoles, 5 de junio de 2013

El montón de escombros

La Bienal de Venecia ofrece este año como representación de nuestro arte un montón de escombros. Así, como suena. Llegó un camión, levantó el volquete, descargó unas cuantas toneladas de piedras y materiales de desecho de construcción, y allí dejó la participación española. Posa la autora, -otro genio zaragozano, como Cecilia la del Ecce Homo, y que Goya nos disculpe- con gesto satisfecho, explicando que se trata de “una reflexión sobre el ciclo vital de los edificios”, pero lo que ve la mayoría de los visitantes, pobres mentes ignorantes, no es más que eso, un montón de escombros sin posibilidad de generar ninguna meditación. Pues que no se preocupen. Seguramente lo explicará algún crítico diciendo, por ejemplo, que se trata de un análisis intraconsciente del no ser ontológico en su calidad y condición de elemento deviniente dentro de una visión introspectiva e intemporal del mundo como proyección de los propios impulsos de búsqueda; o, digámoslo de modo más sencillo, una metáfora dualista del sentido ambivalente que seduce nuestra voluntad en forma de una entelequia inalcanzable, aunque siempre inmanente. Está claro ¿no? A ver, que se levante el que sólo vea aquí un montón de escombros. Y naturalmente no se levanta nadie.
En 96 años la vanguardia, al menos la de base objetual, ha recorrido un camino que va desde un urinario hasta un montón de escombros. A Duchamp ya se la había ocurrido exponer como escultura un botellero que había comprado y que luego tiró su hermana, que no debía de tener mucha sensibilidad artística; por cierto, del urinario tampoco se supo nunca más. Después, por esas ferias de la progresía y esos museos de arte contemporáneo que en los últimos años han surgido por todas partes, ha podido verse de todo, desde un folio arrugado sobre una mesa hasta un corcho clavado en una pared. Así están las limpiadoras de esas salas, que no se atreven ni a recoger una colilla del suelo por temor a estar destruyendo la obra maestra de algún genio. Y todo es arte, y todo requiere de nosotros una preparación especial para comprenderlo, y todo tiene, naturalmente, un precio. Cuánto se han reído de nosotros.
A la autora de esa descarga de escombros seguramente se le han ocurrido y se le ocurrirán muchas más creaciones similares, porque siempre encontrará a alguien dispuesto a pagar cualquier precio por un marchamo de vanguardista. Lo que resulta más difícil es saber en qué clase de expresión artística hay que incluir su obra, al menos la de Venecia. Evidentemente no es pintura; tampoco escultura. Acaso pueda incluirse en la arquitectura, eso sí, deconstruida, o sea, como hace Ferrán Adriá con la tortilla de patata. Más de un siglo de sucesión frenética de ismos, de búsqueda de la expresión de un arte conceptual, de intentos de sometimiento de la forma al subjetivismo más extremo, y hemos terminado en la consagración de lo meramente contemporáneo como categoría artística, en lo coyuntural, lo utilitario, lo estéril de conceptos. En un montón de escombros que acaso sea una metáfora del arte actual.

miércoles, 29 de mayo de 2013

La educación, eterno debate

Sería bueno que el sistema educativo estuviera en manos de gentes que de verdad conociesen y amasen la profesión de enseñar, de quienes estén convencidos de que acaso se trate del oficio más noble y trascendente que hay, de verdaderos profesionales, pedagogos, psicólogos, hombres y mujeres apasionados del conocimiento y estudiosos de la forma de transmitirlo, pero, eso sí, con una visión por encima de cualquier ideología y, mucho más aún, ajena a todo guiño político. Pero no es así. La educación de nuestros hijos está en manos del poder de turno; eso en sus líneas generales, porque en las particulares hay diecisiete administraciones interviniendo en ella a su gusto. Y jamás hay posibilidad de que las distintas facciones políticas despeguen la mirada de sus dichosos dogmas partidistas y la pongan en un plano superior, allí donde puedan confluir en un punto de encuentro con todos. Aunque en algo sí parecen estar de acuerdo: el Estado tiene que formar a los ciudadanos, pero a su gusto. Pase la asepsia en las disciplinas técnicas, pero en las otras, en la susceptibles de aderezarse con alguna carga ideológica, en esas ni hablar. Ciudadanos formados, claro, pero en los sacrosantos fundamentos doctrinales de la ideología imperante. Y aun así, los resultados son decepcionantes, y se impone un nuevo intento. Y ahí empieza, cómo no, el conflicto.
Vamos a ver. Desde casi los comienzos mismos de este período democrático, la educación está dictada por el criterio de un mismo partido, que fue el que dictó las tres leyes orgánicas que la rigieron. A una generación entera de jóvenes se le aplicó un sistema que, entre otras cosas, relativizaba los valores del trabajo y el esfuerzo, y en el que se trató de primar la creatividad sobre el estudio y el aprendizaje. Lo accidental sobre lo esencial. El resultado es que tenemos el mayor índice de fracaso escolar de Europa y estamos a la cola en todos los informes sobre educación. Ahora, otro gobierno trata de enmendarlo y ya está el guirigay montado, que si vuelta atrás, que si otra vez la reválida, que si la religión. Personalmente uno cree que la reválida era un buen instrumento para mantener la actualización de los conocimientos, y también cree que el estudio –optativo, por cierto- de una asignatura llamada religión va más allá de la búsqueda de una posición personal ante un hecho trascendente. Es una cuestión cultural de primera magnitud. No se puede acceder a ninguna manifestación creativa a lo largo de los siglos si se ignora lo relativo a las creencias que la engendraron; no sería posible comprender apenas nada de nuestros museos, nuestra música, nuestros monumentos, nuestra literatura y nuestra historia. Pero hombre, no confundan dogma con cultura.
Tengo la sospecha de que esos profesores de las pancartas, camisetas y pareados son los que sólo se sienten funcionarios; a ningún asalariado le gusta que le aumenten las horas de trabajo semanales. En cambio, los que se sienten profesores de verdad sin duda analizarán el nuevo proyecto con rigor y sin gritos, y tratarán de aportar sus observaciones para mejorarlo lo más posible.

jueves, 16 de mayo de 2013

Dalí

Si pudiera ver su nombre y su cara allá en lo alto de la fachada del viejo y solemne edificio de la plaza de Santa Isabel, seguramente tendría un gesto de suficiencia con el que disimularía el enorme placer que le producía; incluso mayor que ver la enorme cola que aguarda a la puerta para contemplar su obra. Se creería en su estado natural, alzado sobre todos, recogiendo la rendida admiración de todos, dando que hablar a todos. La gran exposición que el Reina Sofía le dedica está llevando al museo madrileño a un gran número de admiradores de su obra, que son muchos y fieles. Y a resguardo de cualquier crítica adversa.
Dicen los que le conocieron que nadie como él supo crear y manejar dos aspectos opuestos de sí mismo: el que se vestía con una personalidad particular ante los demás, y el que se despojaba de ella en la intimidad y se mostraba como realmente era. O sea, el “avida dollars” y el Salvador Dalí. Una especie de esquizofrenia practicada, que quizá sea la más difícil de comprender, y puede que hasta de llevar. “No sé cuando comienzo a simular o cuándo digo la verdad”, llegó a decir, pero queda la duda de si esta turbadora confesión entra dentro de lo primero o de lo segundo.
Era extravagante, contradictorio, narcisista, megalómano, de mirada alucinada y bigote de resonancias velazqueñas. Presumía de español y de sí mismo: “Cada mañana, al levantarme, experimento un supremo placer: ser Salvador Dalí”. Era también un sedicente paranoico, pero de una paranoia crítica, que tenía como un método espontáneo de conocimiento irracional fundado en la asociación interpretativa crítica de los fenómenos delirantes. O sea, palabras. Pobló su mundo pictórico de visiones hechas de referencias oníricas y alusiones eróticas, de relojes reblandecidos para decirnos que ni el tiempo es absoluto, de langostas y monstruos de largas patas para hablarnos de sus angustias. Combatió durante toda su vida por la conquista de lo irracional, él, que era un racionalista absoluto. Él, que sentía una rendida admiración por los clásicos, especialmente por su venerado Velázquez, hasta asegurar que en el caso de un incendio en el Museo del Prado, si tuviera que salvar algo salvaría el aire de Las Meninas. Él, que era un místico confeso, errante por caminos extraños, pero capaz de pintar un inigualable Cristo de San Juan de la Cruz o una sobrecogedora Última Cena. Él, que rompió con todo lo aparente, hasta con el propio movimiento surrealista, para quedarse solo como ejemplar singular de una especie. Y terminó siendo marqués.
Dalí está embalsamado y sepultado bajo la cúpula geodésica de su Torre Galatea, sin ninguna inscripción sobre la losa; la nada es el nombre de Dalí. Entre el volcán de opiniones que ha desatado siempre, sólo me merecen atención las que afectan a su concepto del arte. Y mi sorpresa por la jugada final del gran engañador: en su testamento hizo lo que pocos suelen hacer: dejar toda su obra al Estado español.
 

miércoles, 1 de mayo de 2013

Lo que echamos de menos

De tantas palabras como se oyen y se leen cada día en los medios, qué pocas animan, qué pocas dan esperanza, qué pocas ayudan. Huecas en el mejor de los casos, fatalistas casi siempre, pesimistas, destructoras de ilusión, agoreras, como regodeándose en el mal momento que atravesamos. Parece que hay que rivalizar en mostrar todo lo negativo sin dejar asomar ningún rayo de luz, como si eso fuese una debilidad que no se puede permitir. Lo progre es hablar mal del país, del sistema y de nosotros mismos. Sobre la crisis que padecemos están las actitudes, y en las actitudes las palabras que nos llegan cada día desde los periódicos, los telediarios y las facciones políticas interesadas, y que nublan nuestro modesto vivir de desesperanza. Y hay que añadirles las otras, las que parecen ya normales en la clase política, especialmente entre los que aspiran al poder. Las palabras que abundan en descalificaciones y críticas destructivas, cuando no insultos más o menos solapados; las de todos esos intransigentes con todo lo que diga o haga el adversario, esclavos de su ideología hasta bordear el fanatismo, inmunes al sentimiento de pertenencia a una misma comunidad y a una misma patria. Palabras que crispan el ambiente y decepcionan la buena fe de los electores, y demuestran al mismo tiempo lo tontos que parecen ser quienes las dicen cuando no se dan cuenta de lo alejadas que están del sentir del ciudadano normal, que no aspira más que a vivir su día a día en paz y feliz con los suyos. Se ha comentado mucho la atención que ha despertado la actitud sencilla y humilde del nuevo papa, incluso entre aquellos que viven en la indiferencia a todo lo que él representa. Es lógico. No es de extrañar que todos nos volvamos hacia quien habla de ternura, amor, comprensión, fidelidad. Necesitamos oír esas palabras.
La regeneración debería iniciarse por la clase política y su aledaña la sindical, y por todos aquellos que se sienten llamados a convertirse en dirigentes de la sociedad. Y también por los medios. Una regeneración que habría de empezar por examinarse a sí mismos, esforzarse por conocer el país en su pasado y presente, adquirir conciencia de que sus actos y palabras tienen cierta trascendencia y de que de ellos depende en buena parte el tono general de la sociedad. Que, sin embellecer ni falsear la realidad, traten de mostrarnos los aspectos positivos que tenga; que se sientan identificados con nuestra historia; que sepan dar palabras de estímulo y de esperanza, en vez de regodearse continuamente en los aspectos más dolorosos; que infundan y alimenten el orgullo por nuestro país; que no nos hagan verlo siempre con el fúnebre tono de sus permanentes gafas negras. Alguien ha escrito que el peligro de los representantes del pueblo es que con mucha frecuencia se limitan a representarlo en sus defectos. Pues que no nos representen en eso, que ya hay bastantes españoles a los que les gusta hablar mal de sí mismos. Que en vez de maldecir la oscuridad, nos enciendan una vela de esperanza.

miércoles, 24 de abril de 2013

Querida primavera


Se está yendo ya Orión del cielo con la formalidad del tiempo cumplido, porque el aire que se lleva las hojas del calendario es el único que es constante en su fuerza y puntual en el tiempo. Se han ido también las mimosas y los ciclámenes, que esas son flores a contracorriente, y están iniciando su marcha las azaleas después de haber atisbado la esperanza. Llegan ahora petunias, margaritas, y prímulas, que son flores primerizas y con prisa, y se preparan hortensias, rosas, lilas y narcisos, y pronto estará completa toda la corte de esta dama vanidosa y bella, desde el humilde jaramago hasta su majestad la camelia. La flor de alta alcurnia y la sencilla flor que ilumina de colores los campos recién estrenados, las dos como un milagro renovado, símbolo confeso de tantas imágenes y del jamás colmado anhelo palingenésico del hombre. Que sigan siendo definición y metáfora, que para algo habrá de servir a nuestra comprensión, y que nadie nos recuerde que en el fondo todo se debe a una inclinación circunstancial del eje de rotación de este planeta atípico.
Qué fácil resulta el símbolo, y qué comprensible lo que en definitiva es incomprensible. No hay juego más sencillo de entender que este de la vida, en el que todo consiste en una sucesión continua de nacimiento, muerte y renovación. Quizá sean las únicas reglas que no admiten ninguna excepción, ni siquiera para ser confirmadas. Nuestra visión global del mundo según el principio antrópico que nos damos, nos impide asomarnos a él desde un balcón ajeno, y por eso nos parece perfecto, pero en este único mundo que tenemos, la vida basa su propia existencia en la acción consecutiva de nacer, morir y renacer. La vida en general, no la del hombre, al que sólo se le conceden los dos primeros actos. El hombre jamás podrá admirarse ante su segunda primavera.
Brotan entre la hojarasca que dejó el otoño, envejecida por el invierno, las yemas de semillas recién germinadas. Y en los jardines y en los retamares ya se han despertado a la vida aquellos a los que el frío durmió, y al celo todos, porque esa es condición previa de la vida misma. Suena en las ramas de los árboles su canto de llamada, y hasta en lo profundo del bosque se oye algún ronco arrullo, a poco que se tenga la suerte de poseer la paciencia del silencio. Pronto volverán los que se fueron en busca de inviernos más llevaderos y comenzará de nuevo el camino anual hacia la plenitud. No es fácil escapar de la alegoría ni siquiera como fuente de inspiración; ahí está esa infinita canción que poetas, pintores y músicos dedicaron a la primavera a lo largo de todos los tiempos, como si fuera la deidad de un panteón creado exclusivamente para adoradores de la belleza. Pero la flor que se abre y mil flores surgiendo y un campo cuajado repentinamente de colores no ofrecen muchas posibilidades de definición, ni siquiera para la palabra. Quizá la imagen más aproximada de la primavera sea la que dio un poeta japonés: "La flor cae de la rama y vuelve a la rama. Ah, no; es una mariposa".
Ah, no; es la vida.

miércoles, 17 de abril de 2013

Lluvia de primavera



La lluvia, que cae sin permiso ni miramientos, se ha empeñado en quedarse con nosotros más tiempo de lo habitual, para preocupación de los hosteleros y gozo del caminante degustador de paisajes. Nada tiene tanto poder de transformación yendo en contra la entropía. En La Mancha, la inmensa llanura se ha vuelto verde, como un mar imposible. Ya no es aquella tierra rojiza, plena de matices, con un algo de misterio y un mucho de serena soledad. Ahora parece haber adquirido un cierto aire norteño, si no fuese por las infinitas hileras de cepas que dibujan líneas rectas hasta perderse más allá de la vista, y en las que sólo los olivos, ponen de vez en cuando un mínimo de verticalidad.
Los caminos de La Mancha son tantos como quiera la mirada del caminante. Los puntos cardinales son aquí apenas una referencia menor, porque lo que cuenta es el sendero que se tiene ante sí. En la región natural más extensa de Europa los pasos pueden perderse por donde se quiera, que siempre habrán de llegar al encuentro de lo intuido, convertido en realidad. Está La Mancha de las Órdenes Militares; la que hace memoria del eterno andar de los arrieros; la de la rosa del azafrán; la del queso y el vino; la de las minas más antiguas del mundo o la de los insólitos humedales. Y está sobre todo La Mancha de aquel hidalgo loco que llevó el nombre de su tierra por todos los confines del mundo. Esta es tierra de arrieros, trajinantes y buhoneros; de ventas como oasis; de venteros que daban vigor a los cuerpos cansados y de mozas de partido que daban fruición a todo lo demás; de hidalgos venidos a menos. Y de caballeros. Las Órdenes de Calatrava, San Juan y Santiago tuvieron aquí la expresión máxima de su poder hasta que el cambio inexorable del tiempo fue poco a poco reduciéndolas al sitio en que ahora están. Pero para el mundo entero esta es, sobre todo, la tierra de la lucha entre ideal y realidad, que concluye con la sepultura del primero y la pervivencia de la segunda.
Las lluvias han dado un nuevo vigor a los famosos humedales. El de las Tablas bulle de vida y de visitantes; en Ruidera el agua parece estar más acostumbrada. Ruidera es pequeño y blanco, con el ambiente que dan las gentes de paso. Las lagunas comienzan allí mismo, donde se encuentra la más majestuosa, la del Rey. Vienen luego la Colgada, con bellas cascadas, la Batana, y así hasta la última, la Blanca, ya allí donde sólo es posible llegar con la mochila al hombro. En total quince, todas distintas, todas verdes. La carretera las va bordeando entre pinos, encinas, olmos y chopos, que casi se mezclan con los juncos y carrizos de las orillas, como engarzando los quince misterios de un rosario de esmeraldas. A pesar del barullo de los coches y de los turistas, llega el ruido inconfundible del agua al saltar de una laguna a otra, ruido que sirvió para darles nombre, allá por la Edad Media. Los geólogos hablan de calizas dolomíticas que dejan filtrar el agua sobre un fondo de sedimentos de arcilla, pero no. El viejo hidalgo sonreiría. En realidad, las lagunas no son más que las lágrimas de la dueña Ruidera y sus hijas, encantadas por Merlín, que lloran continuamente.