miércoles, 17 de abril de 2013

Lluvia de primavera



La lluvia, que cae sin permiso ni miramientos, se ha empeñado en quedarse con nosotros más tiempo de lo habitual, para preocupación de los hosteleros y gozo del caminante degustador de paisajes. Nada tiene tanto poder de transformación yendo en contra la entropía. En La Mancha, la inmensa llanura se ha vuelto verde, como un mar imposible. Ya no es aquella tierra rojiza, plena de matices, con un algo de misterio y un mucho de serena soledad. Ahora parece haber adquirido un cierto aire norteño, si no fuese por las infinitas hileras de cepas que dibujan líneas rectas hasta perderse más allá de la vista, y en las que sólo los olivos, ponen de vez en cuando un mínimo de verticalidad.
Los caminos de La Mancha son tantos como quiera la mirada del caminante. Los puntos cardinales son aquí apenas una referencia menor, porque lo que cuenta es el sendero que se tiene ante sí. En la región natural más extensa de Europa los pasos pueden perderse por donde se quiera, que siempre habrán de llegar al encuentro de lo intuido, convertido en realidad. Está La Mancha de las Órdenes Militares; la que hace memoria del eterno andar de los arrieros; la de la rosa del azafrán; la del queso y el vino; la de las minas más antiguas del mundo o la de los insólitos humedales. Y está sobre todo La Mancha de aquel hidalgo loco que llevó el nombre de su tierra por todos los confines del mundo. Esta es tierra de arrieros, trajinantes y buhoneros; de ventas como oasis; de venteros que daban vigor a los cuerpos cansados y de mozas de partido que daban fruición a todo lo demás; de hidalgos venidos a menos. Y de caballeros. Las Órdenes de Calatrava, San Juan y Santiago tuvieron aquí la expresión máxima de su poder hasta que el cambio inexorable del tiempo fue poco a poco reduciéndolas al sitio en que ahora están. Pero para el mundo entero esta es, sobre todo, la tierra de la lucha entre ideal y realidad, que concluye con la sepultura del primero y la pervivencia de la segunda.
Las lluvias han dado un nuevo vigor a los famosos humedales. El de las Tablas bulle de vida y de visitantes; en Ruidera el agua parece estar más acostumbrada. Ruidera es pequeño y blanco, con el ambiente que dan las gentes de paso. Las lagunas comienzan allí mismo, donde se encuentra la más majestuosa, la del Rey. Vienen luego la Colgada, con bellas cascadas, la Batana, y así hasta la última, la Blanca, ya allí donde sólo es posible llegar con la mochila al hombro. En total quince, todas distintas, todas verdes. La carretera las va bordeando entre pinos, encinas, olmos y chopos, que casi se mezclan con los juncos y carrizos de las orillas, como engarzando los quince misterios de un rosario de esmeraldas. A pesar del barullo de los coches y de los turistas, llega el ruido inconfundible del agua al saltar de una laguna a otra, ruido que sirvió para darles nombre, allá por la Edad Media. Los geólogos hablan de calizas dolomíticas que dejan filtrar el agua sobre un fondo de sedimentos de arcilla, pero no. El viejo hidalgo sonreiría. En realidad, las lagunas no son más que las lágrimas de la dueña Ruidera y sus hijas, encantadas por Merlín, que lloran continuamente.

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