
De todas las posibles tragedias protagonizadas por el ser humano, quizá no haya ninguna más dramática que la que tiene lugar en las entrañas de la tierra. Ni el mar ni el desierto ni lugar alguno de la superficie son el reino de las tinieblas, allí donde la claridad es negada y donde habitan los muertos en casi todos los imaginarios de las creencias, allí donde el hombre pierde su condición de rey de la creación. No estamos hechos para la oscuridad ni para el límite del espacio físico; ningún fleco evolutivo creyó oportuno dotarnos de algún modo de adaptación ni de medios para andar por el mundo subterráneo; somos una especie hecha para la luz y el aire, de ahí el pavor innato a adentrarse en las entrañas de la tierra. En el inframundo solo habitan las fuerzas contrarias al hombre.
La tremenda dificultad del rescate y los esfuerzos por llevarlo a cabo se han cobrado la vida de uno de los buzos que lo intentaban, como si fuera un inevitable precio a pagar. Es la cara terrible y al mismo tiempo luminosa de casi todas las tragedias: la generosidad del héroe anónimo, capaz de arriesgar su vida por salvar la de otros. Y ahora que todo ha terminado de manera feliz en lo que se refiere a los niños, habrá que hacer frente a otros problemas; el más inmediato, por supuesto, el de recuperar sus cuerpos físicamente tras tantos días de desnutrición y oscuridad, algo que seguramente no será muy difícil, dada la edad de los chicos. Más largo será el proceso a seguir para tratar sus heridas interiores, como procurar mitigar dentro de lo posible el impacto de esta terrible vivencia en su vida de niños, situar sus consecuencias en el marco de una experiencia enriquecedora, protegerlos del acoso inmisericorde de los medios, y quizá exigir las responsabilidades que procedan, si es que las hay.
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