miércoles, 4 de julio de 2018

El cambio

Parece que ha pasado un lustro y hace apenas un mes que teníamos otro Gobierno y otro presidente, así de vertiginoso es el tiempo en que vivimos. Más bien en lo que lo hemos convertido con nuestro modo de entender la información, de manera acumulativa y superpuesta, sin dejar espacio para sedimentar la noticia y dar lugar a una reflexión que la metabolice y la coloque en su lugar. Es el triunfo continuo del olvido y el presentismo sobre el ayer inmediato. El presidente del gobierno de hace tan solo unos días, quizá aun más que los anteriores por la discreción que impuso tras su retirada, pronto será un nombre cada vez más lejano. La vida, en su reflejo en la actualidad, se defiende a sí misma no estancándose jamás, aun a riesgo de dar apenas respiro.
A ese presidente le tocó la tormenta perfecta: enfrentarse a la crisis económica más grave de los últimos cincuenta años; tener que gobernar en funciones durante casi un año porque el parlamento era incapaz de elegir un presidente; que el jefe del Estado abdique y haya que tutelar la primera sucesión en la Corona; que una comunidad autónoma se declare en rebeldía y su cabecilla se escape a otro país; tener que tomar la decisión de aplicar por primera vez un artículo de la Constitución que jamás se pensó que hubiera que aplicar; encontrarse con una sentencia brutal contra su partido por prácticas corruptas ocurridas hace 15 años. Y todo eso con los dos grandes duopolios televisivos privados dedicados todos los días a machacarle. Pocas veces se han juntado en un punto tantos elementos distorsionadores de un país como en esta legislatura y en un hombre que responde a un fenotipo bien identificable: tranquilo, retraído, reservado, distante, previsor, poco dado a los impulsos y discreto en su ámbito personal, como demostró tras su derrota. Sin una palabra, Cincinatus volvió al campo de donde había venido, a ganarse otra vez la vida con su arado.
El balance de su mandato ofrece sin duda luces y sombras, pero los españoles no tuvieron ocasión de juzgarle ni de decidir si querían que siguiese en su puesto. Una de esas extrañas conjunciones que a veces se producen en el campo astral de la política, en las que una brillante estrella no duda en alinearse con el más tosco de los asteroides con tal de aumentar su fuerza gravitatoria, se llevó por delante el orden lógico del desenlace. En este caso fue la ambición sin límites de alguien obsesionado por encontrar, con la ayuda de quien sea, pagando el peaje que le pidan y en el límite mismo de las señales de tráfico, un atajo en el camino que lleva a la Moncloa.
Y ahora estamos en un tiempo nuevo, que es lo que siempre dice todo el que llega al poder, en el que hay que hacer frente a problemas acuciantes. Lo nuevo debe de ser el culto visual a la imagen del nuevo líder con técnicas ya tan vistas como infantiloides, y lo acuciante es remover la tumba de un cadáver que lleva enterrado casi cincuenta años y que a ningún presidente le pareció problema alguno. La obsesión por la figura allí enterrada; en eso sí que no parece que el paso del tiempo acabe de llevarse nada.

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