miércoles, 28 de noviembre de 2018

El Congreso se divierte

Parece que se esfuerzan en superarse en cada sesión. Podían descansar un poco y dejarnos descansar a todos, aunque fuese por evitarnos una buena ración de vergüenza ajena. Solo unos días sin gresca, sin espectáculos sonrojantes, sin pretendidos alardes de ingenio, sin mentiras ni insultos, sin rufianes ni tardás, sin evocar fantasmas de muertos hace cuarenta años, sin demagogias nauseabundas, sin revisionismos interesados, sin verborrea de políticos. Unos días que nos permitan hacer un alto en este giro vertiginoso en que han convertido nuestro vivir. La vida es continua mudanza, ya lo sé, pero esto es una vorágine en la que nadie tiene tiempo para pensar. Cualquier sesión del Congreso se nos ha convertido en un remedo de reunión tabernaria en la que apenas sobrevuelan argumentos razonados y sí malos modos y gestos barriobajeros. Con una dialéctica tan pobre que incluso las palabras ofensivas no son más que tópicos manoseados y frases hechas. El improperio pierde así sentido real y resulta inadecuado, demostrando tan solo el corto ingenio y la ignorancia de quien lo dice.
Hay términos que han perdido cualquier rasgo de su significado real y se han convertido en comodines que valen como recurso automático de descalificación, sea a quien sea. La palabra fascista, por ejemplo, ya no es un adjetivo, es un sustantivo que denomina siempre a los demás; un término ligado al concepto de otredad, no importa qué instalación ideológica tenga ese otro, con tal de que no coincida con la propia; un insulto de ignorantes, que lo lanzan como un agravio genérico trascendiendo incluso el tiempo de su aparición; ahí está esa ilustrada alcaldesa quitándole el nombre de una calle por fascista a un personaje que vivió en el siglo XIX. Este carácter de insulto que vale para cualquiera que no piense como uno, y que por tanto le hace ineficaz, viene de lejos. Ya en 1944 Orwell escribe refiriéndose al fascismo: "Tal como se usa, la palabra ha quedado casi totalmente desprovista de sentido. La he oído aplicada a granjeros, tenderos, al castigo corporal, a la caza del zorro, a las corridas de toros, a Gandhi y a Kipling, a la homosexualidad, a los albergues juveniles, a la astrología, a las mujeres, a los perros y a no sé cuántas cosas más".
Las grescas parlamentarias vienen a ser una tradición y tienen también su crónica. La intención es siempre la misma: imponerse al contrario. Lo que ha cambiado son las formas y el modo de transmitirlo. Los diarios de sesiones de otros tiempos dan cuenta de situaciones chispeantes entre diputados de respuesta rápida e ingeniosa, de esas que dejan sin capacidad de respuesta, palabra ágil e inmensa cultura. Los de hoy solo son faltones y provocadores sin gracia. Claro que siempre son los mismos; los tenemos ya fichados y sería bueno que se acordaran de ellos en las urnas. El ciudadano busca en sus representantes elegidos educación y saber estar, inteligencia en la exposición de sus propuestas, agudeza en las réplicas y, sobre todo, ejemplaridad y honestidad en el ejercicio de su función, que para eso les pagamos y para eso se prestaron sin que nadie les obligara. No es mucho esperar.

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