miércoles, 15 de agosto de 2018

Una mañana en Giza (y II)

Las sensaciones que bullen en el interior de cada uno tienden a buscar una justificación que las explique, y el visitante mira a su alrededor en busca de una referencia que le ayude a sacudirse la presencia obsesiva de aquel trío mil veces contemplado. Allí mismo, junto a la gran pirámide, un moderno edificio de pésimo gusto que alberga la barca solar que debía transportar el alma de Keops al más allá, que por algo era hijo del dios solar Ra. Al oeste, la infinita extensión del desierto, deshecho en dunas. En frente, el pueblo de Giza, con sus arrabales ya casi tocando el recinto acotado de las pirámides. Al fondo, bajo una capa grisácea, El Cairo. Y delante de la pirámide de Kefren, pero en el lado bajo de la meseta, la gran Esfinge. Si hay algo que resuma el misterio de Egipto es esta mole de piedra tallada, con sus hermosos ojos eternamente fijos en la infinitud; si hay algo que confirme la frase de un viajero decimonónico español de que "en los monumentos de Egipto se nota siempre alguna cosa misteriosa que anuncia sublimes pensamientos", este es el ejemplo definitivo. Con su cara achatada, deshecha por mil vientos y por los cañonazos de los mamelucos, parece soportar con altiva indiferencia a las modernas hordas que tiene delante. Tuvo que ser hermosísima. Aún hoy, con el cuerpo herido por las estrías de la erosión y perdida en buena parte la majestuosidad de su rostro, que le valió el nombre que los primeros árabes le dieron, Abu el-Hol, padre del terror, su enorme figura de león con cabeza humana impone su enigmática presencia en un entorno de presencias poderosas.
Este viajero levanta una vez más la vista hacia las pirámides mientras se sienta en una terraza cercana en busca de una sombra y de un café. Aún no ha reposado del todo sus sensaciones, pero hay una que se le impone por encima de las demás. Las pirámides son quizá los monumentos más absurdos que el hombre ha construido nunca. Unas montañas gigantescas de piedra para albergar solamente un sarcófago. Nunca el egoísmo individual ha producido tanto sufrimiento. Cien mil esclavos trabajando diez horas diarias durante veinte años, controlados por una organización despiadada, únicamente para que un solo hombre tuviera a resguardo su alma en el más allá. No levantaban un templo que pudiera servir a todos los fieles, ni un edificio público para el servicio del pueblo, ni siquiera un palacio que podría pasar a las generaciones siguientes. Levantaban una tumba para un solo individuo. Una tumba inmensamente desproporcionada para que fuera visible desde muy lejos y afianzara así la grandeza del faraón después de su muerte. La cámara mortuoria que alberga el sarcófago supone apenas nada con relación al volumen total de la pirámide; más o menos como un pequeño agujero en una gran bola de queso.
El sol del mediodía ilumina casi por igual las cuatro caras de las pirámides. Dicen que están dispuestas a la distancia justa para que ninguna se dé sombra entre sí, no vaya a ser que Ra se enfade por privarle de su poder. Si del alma de los faraones no se supo nada, sus nombres sí sobrevivieron a los siglos, porque ya se sabe que todo el mundo teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides.

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