
Este viajero levanta una vez más la vista hacia las pirámides mientras se sienta en una terraza cercana en busca de una sombra y de un café. Aún no ha reposado del todo sus sensaciones, pero hay una que se le impone por encima de las demás. Las pirámides son quizá los monumentos más absurdos que el hombre ha construido nunca. Unas montañas gigantescas de piedra para albergar solamente un sarcófago. Nunca el egoísmo individual ha producido tanto sufrimiento. Cien mil esclavos trabajando diez horas diarias durante veinte años, controlados por una organización despiadada, únicamente para que un solo hombre tuviera a resguardo su alma en el más allá. No levantaban un templo que pudiera servir a todos los fieles, ni un edificio público para el servicio del pueblo, ni siquiera un palacio que podría pasar a las generaciones siguientes. Levantaban una tumba para un solo individuo. Una tumba inmensamente desproporcionada para que fuera visible desde muy lejos y afianzara así la grandeza del faraón después de su muerte. La cámara mortuoria que alberga el sarcófago supone apenas nada con relación al volumen total de la pirámide; más o menos como un pequeño agujero en una gran bola de queso.
El sol del mediodía ilumina casi por igual las cuatro caras de las pirámides. Dicen que están dispuestas a la distancia justa para que ninguna se dé sombra entre sí, no vaya a ser que Ra se enfade por privarle de su poder. Si del alma de los faraones no se supo nada, sus nombres sí sobrevivieron a los siglos, porque ya se sabe que todo el mundo teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides.
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