miércoles, 19 de septiembre de 2018

El triunfo de lo trivial

El espectáculo no se detiene ni para tomarse un respiro. Eso sí, se renueva cada poco, aunque con un tono de ya visto y sin que a los protagonistas les importe la creciente sensación de hartazgo entre los espectadores. La misma casta de actores, los mismos escenarios, las mismas sobreactuaciones y una acción que parece inspirada en aquellas batallas a almohadazos que montábamos de niños entre hermanos cuando nuestros padres no estaban. La de ahora es la batalla de los títulos. Una caza desenfrenada de gazapos en el pasado académico de los contrarios, todos hurgando a la búsqueda de algún fantasma en forma de falso mérito que adorna indebidamente el currículum del rival. Los disparos van en todas direcciones y ya han causado dos bajas, una por cada bando, una ministra y otra presidenta de una comunidad, y hay algunos más en entredicho. Como suele ocurrir que los más vulnerables siempre son los más atrevidos y por aquello de no ver la viga en el ojo propio, el estallido se ha vuelto contra el presidente. Alguien se ha tomado la molestia de escudriñar su tesis doctoral y ha encontrado que hay unas cuantas cosas que aclarar. Y, naturalmente, se le piden aclaraciones. Mentiras, excusas, dilaciones, respuestas airadas, el ataque como defensa, silencios interesados y actitudes desafiantes ante la petición de explicaciones. El Gobierno sale en tromba a protegerlo; la vicepresidenta suelta su confuso discurso de siempre con el mismo impostado énfasis de siempre; la portavoz hace imposibles esfuerzos dialécticos, y el propio interesado advierte en el Congreso que algún grupo se va a enterar. Y todo por una tesis que puede que sea el orgullo del autor, según sus propias palabras, pero que, según los entendidos, es poco más que un trabajo de bachillerato en el que, además, trece de cada cien páginas son un plagio.
En realidad, todo este asunto de los títulos es intrascendente. Al ciudadano no le importa que quien le gobierna haya terminado un máster o no. Le importa más que mienta en ello, porque proyectará sus mentiras en todo lo demás. Le importan y le atemorizan la saña, el tono avieso que se oculta tras las palabras, el afán de destrucción del contrario, el imprudente y peligroso acento revanchista, que linda con el odio y reactiva viejos rencores. También nos sirve para varias cosas: por ejemplo, para constatar la calidad intelectual de muchos de nuestros políticos, para mostrar el rigor con que algunas de nuestras universidades otorgan sus máximas distinciones académicas y, sobre todo, para dejar clara la incapacidad de este Gobierno para percibir los problemas reales y su maestría en el viejo truco de crear un conflicto donde no lo había para luego aparecer como un salvador con la solución. El pueblo conciliaba bien el sueño sin preocuparse de dónde estaban los huesos de otro gobernante que murió hace más de cuarenta años, ni de cuestionarse ni por asomo de quién es la propiedad de la catedral de Córdoba. De verdad que hay otras cosas que le quitan el sueño. Hay escrita una hoja de ruta para los malos políticos que aquí parece seguirse fielmente: buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar los remedios equivocados. La escribió Marx, pero no el pelmazo de las barbas, sino el genio del bigote y el puro.

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