miércoles, 8 de agosto de 2018

Una mañana en Giza (I)


Deben de ser los monumentos del mundo que más miradas han soportado. Esas tres figuras triangulares que nos acompañan desde los principios de la civilización son quizá la imagen más firmemente instalada en la retina de la humanidad. Por mucho que Egipto haya almacenado en la gran alacena de la Historia, siempre, ante todo, será el país de las tres pirámides. Cuando uno se acerca a ellas por primera vez, y a pesar de que seguramente viene con el convencimiento de que va a ver una imagen familiar, la primera impresión que recibe es de asombro. Quedan atrás los cientos de imágenes que le acompañan desde la infancia, las reproducciones que en los viejos libros de texto hacían volar su imaginación, las incontables fotografías y documentales contemplados. Están ahí, ante uno mismo, con su implacable sensación de eternidad. Soy uno más de los millones de visitantes que ha recibido a lo largo de más de cuarenta siglos. Recortadas sobre las nubes cambiantes, parecen aún más impasibles, como si ofrecieran a todos el frío desdén de la perennidad.
Realmente, son obras dignas de admiración. Hay que acercarse a su base y mirar hacia arriba para darse cuenta del prodigio que supone conseguir, en tan inmenso volumen, que los ángulos de inclinación de los cuatro lados sean exactamente iguales para que la línea desde el vértice caiga en perfecta vertical sobre el centro del cuadrado. Ante eso, a uno le importa menos conocer los medios técnicos empleados para apilar los más de dos millones de enormes bloques de piedra que la constituyen, quizá porque ha leído muchas teorías sobre ellos y todas le parecen convincentes. Y, desde luego, mucho menos, o mejor, nada, todo el esoterismo nacido en torno a ellas, que si emanaciones de energía, que si la altura de la de Keops está relacionada con la distancia al sol, que si esconden el secreto del número pi, que si suponen un tratado completo de astronomía, que si son los graneros que mandó construir José en el tiempo de las vacas gordas, o que si, eso se ha dicho, fueron obra de extraterrestres. Prefiere emplear su imaginación en contemplarlas en su estado original, blancas, con el pulido revestimiento de caliza brillando al sol. Hoy sólo queda un resto en la de Kefren; el resto es piedra descarnada, más cruda, más impresionante. A la de Keops la erosión y la estupidez humana le han achatado el vértice y rebajado diez metros de su altura, pero desde abajo cuesta apreciarlo. Todavía a comienzos del siglo pasado, cuando aquello era un campo abandonado sin control alguno, los beduinos trepaban hasta lo alto y demostraban a los turistas la grandiosidad de la pirámide empujando una piedra para que cayese rodando por la ladera. El efecto tenía que ser espectacular, aunque no tanto como la sandez de quienes lo pagaban y la ignorancia de quienes cobraban.
Entran los curiosos a su interior para no ver más que unas angostas rampas y dos cámaras. Ni una inscripción, ni una pintura. Nadie sabe cuándo fueron saqueados los sarcófagos y robados los cuerpos, pero ya los viajeros más antiguos las encontraron así. Quedan solo las sensaciones que bullen en el interior de cada uno, pero eso será para otro artículo.

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