miércoles, 31 de octubre de 2018

El cambio de hora

Esto del cambio de hora viene a ser ya un rito que se repite dos veces al año, como los solsticios o los clásicos del fútbol. Este participa de los dos; tiene un componente natural y otro, en mucha mayor medida, puramente artificial. Por lo visto, el comportamiento del sol nos resulta inoportuno; asoma por el horizonte cuando no nos conviene y se oculta también en hora equivocada, y eso hay que corregirlo. Todo por conseguir un uso eficiente de la energía, dicen, aunque no sé; la lógica nos dice que la electricidad que se ahorra por la mañana al amanecer más temprano se gasta por la tarde al oscurecer también antes, céntimo más o menos. Puede que exista alguna razón realmente convincente, pero debe de habitar en algún arcano técnico de difícil comprensión, porque nadie la ha explicado con claridad.
Todos somos hijos del tiempo, aunque ni siquiera sabemos lo que es, y uno de nuestros viejos sueños fue el de dominarlo en la medida que nos sea posible. Pero la Tierra es redonda y gira sobre sí misma y alrededor del Sol, y como hemos renunciado a adaptarnos a vivir de acuerdo con la medida del tiempo que nos da la naturaleza y preferimos inventarnos la nuestra, nos vemos obligados a adaptarla como podemos, o sea, poniendo las horas a nuestra conveniencia. Salen los técnicos y nos dicen en qué consiste esta adaptación, nos hablan de picos de consumo y curvas de demanda y al final nos dejan como estábamos o peor, más confusos y con la certeza de que somos un poco cerriles por no entenderlo. Salen los economistas y tratan de explicarnos que se trata de un enorme ahorro para nuestros recibos; luego resulta que la realidad es que lo comido debe de ir por lo servido, porque el recibo viene como siempre. Salen los expertos y nos hablan de su influencia negativa en la salud, de su incidencia en nuestro ritmo circadiano y en los patrones de sueño y de un trastorno psicosomático, aunque pasajero; luego se comprueba que a la mayoría apenas les afecta en su vida normal como no sea por la molestia de cambiar los relojes. Sale la gente de la calle y da su opinión en cuatro palabras contundentes que sí entendemos y que nadie rebate.
Pero lo cierto es que estamos a merced de lo que esos señores determinen sobre cuándo deben empezar los días y las noches. En el cambio de marzo, un ingeniero chileno intentó hacer su particular rebelión e ignorar el cambio de hora. Adaptó sus aparatos, logró desactivar los dispositivos de cambio automático, incorporó un temporizador a su móvil para adecuarse a las citas y disfrutó de la sensación de ser libre. Andaba al revés que la gente; se libraba de las horas punta, encontraba siempre mesa en los restaurantes, viajaba en el metro medio vacío. En el trabajo no tenía un horario fijo, así que ahí lo tuvo fácil. Hasta que a los tres días recibió por correo electrónico una convocatoria para una importante reunión de trabajo; por algún fallo técnico, el programa de gestión del correo no modificó la hora y mantuvo la oficial, con lo que llegó sesenta minutos tarde, lo que casi le cuesta su carrera. Naturalmente, ahí acabó su rebelión. Volvió a ajustar todos los dispositivos a la hora general y a vivir en el redil. Contra el tiempo nada se puede, pero contra los que lo manejan tampoco.

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