miércoles, 12 de septiembre de 2018

Covadonga

Mira, amigo, que este valle y estas montañas hay que verlas con ojos divididos entre la admiración por lo que nos muestran y la reflexión por lo que representan. Mira que este es un lugar de contemplación retrospectiva, salvo que se quiera quedar solamente en un oh espontáneo de asombro y en unas fotos, antes de dar media vuelta. Aquí, junto al Auseva, en la cueva que se abre en este marco de caliza, agua y bosque, al que la piedra azafranada de la basílica da un toque casi mágico, confluyen todos los caminos que quieran andarse en Asturias: el del historiador que pretenda desandar el largo proceso que concluye con la recuperación de la unidad española en 1492; el del asturiano que se entrega dócilmente a sus resortes de primigeneidad e identificación, sin análisis ni críticas; el del turista en busca de lugares emblemáticos o especialmente hermosos; el del peregrino cargado de fe que busca elevar su plegaria de consuelo o agradecimiento. Y Covadonga, encastillada en su mito y guarnecida por las actitudes, resiste bien todas las miradas y no defrauda a ninguno. Todo mito nace de una necesidad y, en su origen, mientras el grupo social lo abona y lo riega amorosamente, tiene todas las características y las consecuencias de lo verdadero, al menos para la comunidad que lo fomenta. Son la perspectiva y el rigor histórico los que habrán de desenmarañar la confusa urdimbre de hilos que el tiempo fue entrecruzando, hasta dejar a la vista, clara e insobornable, la lectura del tejido primitivo. En el caso de Covadonga esto se vuelve particularmente difícil todavía ahora, en su decimotercero centenario. Pero tampoco importa mucho.
Quizá vengas con algún resabio, que no es mala cosa siempre que no se le deje convertirse en un quiste dogmático, pero déjate llevar. Mira y respira. El valle se va cerrando. Dejas atrás La Riera, donde acaso aún se acuerden de la tabernera a la que los canteros habían de cortejar si querían beber buen vino. El arroyo corre pegado al camino; viene de la cueva y trae de ella el nombre y el agua santa. La última curva te va a parecer una curva inmisericorde con quien vaya desprevenido, al presentar de golpe la inmensa mole de roca, prolongada en el ábside de la basílica. Es preciso subir a la explanada para equilibrar un poco las dimensiones y recuperar algo de la perdida confianza en uno mismo. Y allí entenderás por qué viajeros de todas las épocas, desde reyes a papas, han expresado su admiración por la belleza de este paraje único. Y allí también tardarás muy poco en darte cuenta de que Covadonga es el lugar ideal para detenerse a mirar con calma en el propio interior en busca de alguna respuesta aún no encontrada. Todo te ayudará en este inmenso retablo de roca y verdor.
Y al final, amigo, te confieso que yo he llegado a la conclusión de que el mayor misterio y a la vez la mayor aportación de Covadonga, como la de otros centros similares, no residen tanto en su carácter histórico como en su condición catalizadora de voluntades y aunadora de sentimientos, referencia y recurso al que acudir cuando vientos ajenos alteran la calma, e inspiración perenne de un pueblo sencillo e imaginativo que allí busca aliviar sus penas.

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