miércoles, 14 de noviembre de 2018

A vueltas con la educación

Otra vez a cambiar la ley de educación, otro experimento y no precisamente con gaseosa, otra vez a modificar el modo de enseñar a nuestros hijos, y así van años y años. Casi medio siglo de intentos ambiciosos, de leyes de siglas imposibles, de cambios absurdos de denominaciones, de rectificaciones en razón de intereses partidistas y de andar presuntuosamente a golpes de ciego, han desembocado en una realidad descorazonadora: no tenemos una norma educativa generalizada ni asentada sobre acuerdos comunes. Más bien tenemos siempre una ley provisional, a expensas de lo que los nuevos dirigentes de turno decidan según su ideología, un poco, y sus compromisos parlamentarios, un mucho. Un largo tejer y destejer del que es imposible obtener frutos a medio y largo plazo, según casi todos los indicadores. Conviene fijarse en el último: casi un 10% de las plazas convocadas para profesores ha quedado desierto por sus faltas de ortografía y errores gramaticales.
Entre las modificaciones que ahora se hacen está la de que se va a poder aprobar el bachillerato con un suspenso, lo que más o menos viene a equivaler a que cada alumno podrá prescindir de una asignatura. Quizá tuviera algún sentido antes, cuando era un bachillerato de programa rígido y cerrado y eran frecuentes las notas enquistadas que sólo se deshacían con la buena voluntad y la generosa comprensión del profesor, pero ahora, cuando el alumno puede elegir la rama que más se ajuste a su inclinación con sus correspondientes asignaturas adaptadas a él, esa concesión, aparte de rebajar la calidad del título, tiene ese tinte demagógico que es característico de los malos gobernantes. Peor aún es la decisión de entregar a las autonomías el control de los estudios del español, en ese afán, que suena a claudicación, de igualarlo con las lenguas regionales; es un doble disparate, porque ni eso harán. Se trata del ya habitual tributo por mantenerse en el poder a toda costa, tributo que esta vez van a pagar nuestro idioma y los jóvenes que tienen la mala suerte de estar sometidos a las políticas lingüísticas nacionalistas.
Pocos campos como el de la educación nos sirven para medir la grandeza de los políticos. Aquí se trata del futuro a largo plazo, algo que no se ve y del que no se perciben resultados inmediatos, algo que no se traduce instantáneamente en votos, así que lo que conviene es agradar de forma inmediata a los interesados para que sean agradecidos en las urnas. Populismo en estado puro. En política la grandeza se mide por la capacidad de situar el bien general por encima de los intereses del propio partido; ya se sabe la diferencia entre los buenos y los malos políticos: unos piensan en las próximas elecciones y otros en las próximas generaciones. En este caso su grandeza residiría en ser capaces de crear las condiciones para propiciar un gran pacto social del que saliera un marco general básico sobre la educación, con la intervención de todos los sectores, sin condiciones, sin influencias, sin presiones, y limitarse luego, una vez se haya alcanzado, a dotarlo de todos los medios necesarios para su operatividad. Cuánto respeto nos inspiraría una clase política así.

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