miércoles, 1 de agosto de 2018

El hombre y el perro

Apareció una tarde por las calles del barrio sin que nadie pudiera explicar de dónde había salido. No tenía pinta de ser un perro de esos de raza acreditada. Era de tamaño mediano, pelo blanco y cuerpo flaco; no llevaba collar ni señal alguna de identidad; solo una actitud sumisa y una mirada en la que parecía habitar únicamente la resignación. Daba la impresión de haberse perdido o tal vez había sido abandonado por quién sabe qué inconfesables motivos. Si alguien se acercaba a él le miraba con ojos de tal confianza que tenía algo de conmovedor y luego agachaba la cabeza en espera de una caricia. No había en él ni una pizca de recelo ni de sombra alguna. O la vida hasta entonces le había tratado muy bien o es que los perros tardan más que nadie en perder la fe en la solidaridad de las criaturas. Olisqueaba con el hocico vivaracho por todas partes y a todo el que se acercaba a él, como si estuviera en una continua búsqueda. En su actitud podía verse una promesa de lealtad y un torrente de afecto; no conocía otro sentimiento que el afecto. Pero, por más que se intentó, fue imposible conseguir que se fuera con alguien.
Pronto hubo quien lo identificó como el perro de un mendigo que se sentaba cada día en la acera de una de las calles del centro y para el que constituía su única compañía en este mundo. Hombre y perro entendiéndose simplemente con la mirada, haciendo que el calor de uno fuera el del otro y convirtiendo su pobreza en un valor por cuya desaparición nunca pagarían el precio de renunciar al otro. Habían adquirido ya cierta popularidad entre los transeúntes habituales, de modo que nadie era capaz de imaginar a uno sin el otro. Alguien con afanes de indagación espiritual podría ver en ellos un símbolo del inmenso poder de los sentimientos, capaz de lograr establecer cadenas entre desiguales, y comprobar de paso cómo, en un estado puro, esos sentimientos alcanzan una dimensión totalizadora. Para hombre y perro, los sentimientos estaban escritos en todas las cosas que nos rodean, sin distinciones de apariencias ni de grados, y así los vivían ambos. Pero un día el hombre se quedó quieto y frío de repente sin un solo quejido, y el perro solo acertó a gemir pidiendo ayuda y a lamer las manos del cuerpo inerte. Luego se quedó varios días sin moverse en el sitio vacío, esperando su vuelta, hasta que una mañana los primeros paseantes vieron que había desaparecido.
En el barrio seguía vagando a su aire por las calles sin mostrar ningún afecto por nadie. Si alguien le llamaba, se acercaba a él, le olía detenidamente y se iba, como si no fuera eso lo que buscaba. Todos los esfuerzos por adoptarlo como amigo resultaban inútiles. Ni siquiera cuando le daban alguna golosina se conseguía de él más que una mirada triste que podía entenderse como de agradecimiento. Un día, andando con su paso indiferente por una calle, se detuvo de pronto, levantó las orejas, cruzó a la acera de enfrente y se acercó despacio a un viejo mendigo que pedía limosna sentado en el suelo. Le olió la raída ropa, husmeó sus cosas y se quedó frente a él. El hombre lo miró un momento y le acarició el lomo. Entonces el perro se acercó más y se acurrucó a su lado.

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