miércoles, 3 de octubre de 2018

Dos caras del otoño

Ya es una frase hecha la de augurar un otoño caliente. Cada año viene a ser la coletilla del final del verano, cuando todo se apresta a iniciar el curso político y laboral y se barrunta la eclosión de aquello que estuvo incubándose en silencio, a la espera de que acabara el poder liberador de los meses vacacionales. Según parece, el otoño es el momento que espera el vapor de la olla para salir todo a la vez. Luego vemos que casi siempre el tal calentamiento se queda en una tibieza soportable y que, bien mirado, en el otoño no hace más que seguirse la tónica habitual de juzgar el tamaño de la noticia por su sombra alargada. Desde la llegada de las redes sociales y su omnímodo poder generalizador, lo que antes eran pequeñas olas que pasaban desapercibidas ahora son maremotos; cualquier incidencia se convierte en conflicto y la cuestión más insignificante es objeto de debates, juicios y sentencias rotundas, al menos hasta la llegada de la próxima, que será al día siguiente.
Bien es cierto que hay veces, como esta, en que las circunstancias generales, tanto las buscadas como las sobrevenidas, parecen juntarse en este tiempo con especial empeño. El reinicio del curso político hace reaparecer los problemas aplazados como si fueran de nuevo cuño, aunque con los mismos planteamientos e idénticos métodos de búsqueda de soluciones. Sigue la tabarra catalana, agudizada por sus aniversarios otoñales; los sindicatos dejan entrever su habitual campaña de huelgas y manifestaciones, y el Gobierno parece navegar a tientas, envuelto en contradicciones, descoordinación, rectificaciones, vaivenes, desorientación y una imagen continua de manoteos al aire. En este campo de cultivo, el otoño se presenta con más temperatura que otras veces.
Y a todo esto, en el otro extremo del mundo, otra vez la naturaleza ha golpeado con su terrible fuerza y su indiferencia de siempre hacia el dolor humano. No acaba la Tierra de encontrar acomodo a sus entrañas después de más de 4.000 millones de años. Esta vez ha sido en Célebes, esa isla con forma de saltimbanqui, que era uno de los escenarios remotos y misteriosos de nuestras evocaciones aventureras en aquellas lecturas de adolescencia que tan felices nos hicieron cuando creíamos que el mundo era un lugar a descubrir y nos dejábamos llevar por él de la mano de Salgari y de otros. Las imágenes que nos llegan de la catástrofe nos dan tan solo una idea parcial, porque lo más terrible hay que dejarlo a la imaginación; está bajo la capa de lodo y las ruinas de los edificios o acaso arrastrado al fondo del mar, pero sobre todo en los corazones de los supervivientes. En el dolor y la desesperación de quienes contemplan el lugar vacío donde hasta ayer habitaba todo lo que constituía su vida. Ni siquiera se sabe cuántas víctimas ni cuantos daños ha producido, pero se sospecha que puedan ser miles. Miles de muertos sin rostro y una tragedia con una imagen mediatizada por otras que vimos en la ficción, lo que le resta eficacia emocional. Pero es pura realidad; dramática y angustiosa realidad.
Y aquí hablando de Torra.

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