Ya es una frase hecha la de augurar un otoño caliente. Cada año viene a ser la coletilla del final del verano, cuando todo se apresta a iniciar el curso político y laboral y se barrunta la eclosión de aquello que estuvo incubándose en silencio, a la espera de que acabara el poder liberador de los meses vacacionales. Según parece, el otoño es el momento que espera el vapor de la olla para salir todo a la vez. Luego vemos que casi siempre el tal calentamiento se queda en una tibieza soportable y que, bien mirado, en el otoño no hace más que seguirse la tónica habitual de juzgar el tamaño de la noticia por su sombra alargada. Desde la llegada de las redes sociales y su omnímodo poder generalizador, lo que antes eran pequeñas olas que pasaban desapercibidas ahora son maremotos; cualquier incidencia se convierte en conflicto y la cuestión más insignificante es objeto de debates, juicios y sentencias rotundas, al menos hasta la llegada de la próxima, que será al día siguiente.
Bien es cierto que hay veces, como esta, en que las circunstancias generales, tanto las buscadas como las sobrevenidas, parecen juntarse en este tiempo con especial empeño. El reinicio del curso político hace reaparecer los problemas aplazados como si fueran de nuevo cuño, aunque con los mismos planteamientos e idénticos métodos de búsqueda de soluciones. Sigue la tabarra catalana, agudizada por sus aniversarios otoñales; los sindicatos dejan entrever su habitual campaña de huelgas y manifestaciones, y el Gobierno parece navegar a tientas, envuelto en contradicciones, descoordinación, rectificaciones, vaivenes, desorientación y una imagen continua de manoteos al aire. En este campo de cultivo, el otoño se presenta con más temperatura que otras veces.

Y aquí hablando de Torra.
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