miércoles, 22 de agosto de 2018

El viajero y la posada

Cualquiera que haya andado en idas y venidas por esos mundos de Dios habrá tenido que vérselas con alojamientos y mesas de toda marca y condición. Es el sino y el riesgo del caminante, qué se va a hacer. Andar de acá para allá por tierras ajenas lleva, junto al hecho gozoso del conocimiento de lo nuevo, la contingencia del techo que nos cobije y la cama y el plato con que restaurar nuestro cuerpo, casi siempre necesitado de un buen alivio. Lo que ocurre es que, a la larga, seguramente cada uno terminará por establecer su particular clasificación de estos establecimientos, en función de la propia exigencia y de las veces que haya salido escaldado de ellos.
Las estrellas y los tenedores ayudan muy poco al viajero en este quehacer. Le garantizan, eso sí, un precio más alto y acaso una ducha con veinte artilugios incomprensibles o un camarero que es capaz de preguntarle lo que desea en siete idiomas, pero no mayor comodidad ni mejor servicio ni mayor limpieza ni más cortesía. Eso son cosas que nacen de dentro y se alimentan de la proximidad entre alojador y alojado y entre restaurador y restaurado, y no tienen nada que ver con disposiciones oficiales ni índices estadísticos. Estas cosas sólo tienen que ver con el espíritu que anime al anfitrión.
El noble y viejo ejercicio de la hospitalidad, en su vertiente profesional, puede adquirir dos formas básicas de manifestarse. Una es la que se contempla a sí misma como la consecuencia de la globalización del mundo actual, un mundo en que la eliminación de las distancias propicia y casi exige una homogeneización de los servicios, de forma que faciliten al viajero la posibilidad de sentirse siempre dentro de un mismo ambiente. Su organización y su tipología responden a criterios específicos, entre los que la funcionalidad no es el menos influyente. Es el caso de los grandes hoteles, esos que lucen su tamaño y su imagen orgullosa en los mejores sitios de las ciudades o de la costa y que suelen llevar junto al nombre las siglas de una gran cadena hotelera multinacional. Este viajero no niega que en estos establecimientos ha recibido por lo general un trato correcto y un servicio eficaz, pero hoy está dispuesto a romper una lanza de la madera más noble por la otra forma de entender la hospitalidad, esa que tiene que ver más con la vida cotidiana y menos con la derivada de criterios puramente contractuales y uniformadores. Podría decirse que es la que distingue entre alojarse y hospedarse. La que basa su servicio en la consecución de un ambiente cálido y amable, cercano al huésped, familiar hasta donde es posible y siempre con la distancia justa entre las dos partes. Los hoteles así son pequeños, abarcables, pulcros, con plantas y flores por todos los sitios, que la misma dueña se encarga de regar. En estos hoteles el anfitrión no delega casi nada en nadie.
Los auténticamente grandes establecimientos hosteleros no son grandes por su tamaño, sino por su capacidad para hacer que cada viajero pueda llegar a ver en ellos lo más aproximado a una prolongación de su propio ámbito doméstico. Esto es también válido para restaurantes y para todo el que ejerza la noble profesión de dar cobijo y comida al prójimo.

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