miércoles, 31 de julio de 2019

Ese objeto pequeño y llevadero

Pues ahora sabemos que por mucho que viajemos y veamos y nos deslumbren brillos novedosos, no saldremos de aquellos primeros libros que leímos. Tampoco de los segundos, ni del último, el de anoche mismo, pero acaso todos sean consecuencia de aquéllos. Ay, amigo, qué seres más extraños y poderosos estos, porque seres son, por más que ni respiren ni suden ni exijan ni alboroten. En una buena medida somos como somos por lo que sabemos, y sabemos lo que leímos. O sea, por los libros. Ya dijo alguien que el destino de muchos hombres depende de que haya habido una biblioteca en su casa paterna.
Este objeto pequeño y llevadero como un pensamiento es compañía, placer, consuelo, incitador de fantasías y creador de realidades gozosamente metafísicas. Una reunión de don Quijote, Hamlet, don Juan y Ana Karenina en torno a una mesa nos parece mucho más real que la de bastantes políticos, pongo por caso. Y mucho más interesante. A ver quién tiene tal poder sobre el delicado mecanismo que dibuja y desdibuja la realidad.
- ¡Ah de la vida!... ¿Nadie me responde?
Le responden un millón de ojos agradecidos por cosas como esos dos tercetos suyos de aquel soneto inolvidable, don Francisco. Gracias a ellos uno siempre se ha atrevido a afirmar públicamente y cuantas veces hiciera falta, que una palabra vale más que mil imágenes. Y le aseguro que nadie me ha replicado todavía.
El libro es la posibilidad de un diálogo a solas con quienes han sabido y saben bastante más que nosotros. Con él se entra en conversación con los difuntos y se lee con los ojos a los muertos, es cierto, don Francisco. Y además, es silencioso y permanente como ningún otro amigo puede serlo. Y encima puede ser increíblemente bello. Y tremendamente poderoso. ¿Alguien ha visto que el contenido de alguna obra de arte cambiara el curso de la Historia, modificando el pensamiento de la humanidad? Pues hubo libros que sí. Quizá no exista arma de mayor alcance, y sin embargo, cómo no preferir el libro de palabra sencilla, humilde, casi intranscendente, no importa, pero acariciadora y mansa.
- ¿Qué leéis, mi señor?... Palabras, palabras, palabras.
Sí, sir William, palabras donde aprendemos que somos de la misma materia de que están hechos los sueños. A veces parece que hay que recordárnoslo para sentirnos sublimes y que el mal aire de la desesperanza no se asiente en nuestros escondrijos. Sólo por eso, amigos, sólo por eso, valdría más una línea de ese cariz que el centón de solemnes vaciedades que tenemos que escuchar cada día desde tantos púlpitos como nos hablan. La felicidad es tener una biblioteca que dé a un jardín, fue dicho. Que cada uno se siente y piense qué quedaría de él si le quitaran todo lo que aprendió en los libros.
El libro incita, excita, suscita, mueve y conmueve, hace reír y llorar, cambia amarguras por licor suave, ilumina, enseña, muestra y demuestra, da alas a la imaginación más gris, suaviza soledades y abre ventanas con vistas de lejanos horizontes. En el libro, los escenarios y las caras de los personajes son como uno quiere que sean, y no como quiera un señor de Hollywood.
- Yo he dado en Don Quijote pasatiempo al pecho melancólico y mohíno.
Ya lo creo, don Miguel, y en qué medida. El espectro lapón o japonés de su hidalgo está más vivo que todas las figuras bien definidas de tantos pretenciosos, y no digamos que esos cuerpos clónicos y millonarios de ahora, esculpidos por la publicidad. Y algo más que pasatiempo fue, no me diga, que en pocos sitios tenemos los hombres una palabra dirigida particularmente a cada uno como en su historia de locos y cuerdos. Esa inmensa suerte de tener un idioma universal que nos permite leer a grandes autores en su idioma original, qué poco valorada. Qué ganas de traducir a veces sin motivo.
Luego está el cuerpo, papel, sólo papel. Y tinta, claro; puede que algún material pretendidamente noble en las cubiertas, pero en definitiva sólo papel. Y sin embargo, pocos objetos cotidianos arrastran tanto la necesidad de un acercamiento sensorial. Al libro hay que verlo, tocarlo, olerlo, sentir en la yema de los dedos el cortante filo de sus páginas. Que nadie tema por su querida figura, porque ni los ebooks ni todas las macanas digitalizadas van a poder con él; les falta carácter sensual.
- No soy nada, no lo seré nunca. Esto aparte, tengo en mí todos los sueños.
Y yo, señor Pessoa. Los sueños que me brindáis cada vez que os abro una tarde de lluvia, melancólico el corazón y un algo abatido por cualquier mal aire de la vida. Las sombras que a veces se nos cuelan por dentro tienden a esfumarse cuando se las llama por su nombre exacto, y ese nombre puede que nos lo dé un libro. El lector, que suele ser alma cabal y bien nacida, sabrá siempre agradecerlo, porque no se le escapa que pocas cosas hay más fáciles de soñar y más difíciles de hacer que un libro.
Y al fin, de todos los libros que hay en el mundo sólo habré leído unos pocos. La vida es pequeño recipiente para mar tan grande de sensaciones, pero quién sabe. Yo también imagino el paraíso bajo la especie de una biblioteca.

miércoles, 24 de julio de 2019

Aquella noche de luna

Está ahí al lado, a algo más de un segundo/luz, una distancia tan ridícula en el Universo que preferimos expresarla en kilómetros, y sin embargo es el viaje más largo que ha logrado hacer el hombre en toda su historia. Casi un viaje de familia, porque en definitiva no fue más que visitar un pedazo de nosotros que prefirió seguir su propio camino aun a costa de quedarse sin el azul del mar y sin la vida misma. Ay, Luna, cuántas cosas perdiste en aquella noche de hace cincuenta años, en que supimos de una vez para siempre que no mereces la pena. Estabas en tu cuarto creciente, en la que quizá fuera tu última noche de musa de poetas y anhelo de enamorados, acompañándonos en aquellas horas vacías de sueño, sin percibir que la niña de ojos vivos que vierte fuego blanco, que dijo el poeta, estaba dejando de ser doncella para convertirse en un cadáver descarnado, hecho tan solo de polvo y piedra. Qué decepción después de tantas miradas interrogantes, de tantos suspiros resignados y tantas interpelaciones como compañera intemporal de nuestras vidas. Esa noche supimos que la belleza exige distancia y que la sugerencia, sobre todo cuando está hecha de luz, siempre es más sugestiva que la realidad.
Seguirás alzándote rotunda sobre nosotros, seguirás siendo testigo indiferente de nuestras noches en vela y hasta seguiremos tratando de buscarte en el mismo jardín, como cuando te teníamos por confidente y diosa, pero ya hemos dejado de preguntarnos qué misterio se oculta en la palidez de tu resplandor y si alguna vez has cobijado algún latido en esa hermosa casa que nos enseñas, porque esa noche también confirmamos la absoluta soledad que te habita. Seguirás moviendo cada día el mar a tu capricho y siendo para nosotros tan inalcanzable como siempre, suspiro de toros enamorados y desesperación de pinceles ambiciosos, y te seguiremos teniendo como esa pequeña compañera que hace que no nos sintamos tan solos en la inmensidad que nos rodea, pero tu hechizo se nos ha quedado roto para siempre.
Quizá nunca la ciencia llegó tan lejos en su papel de romper hechizos, pero es eso, ciencia. Has sido utilizada como demostración de nuestra capacidad para asomarnos al universo insondable. Aquella noche perdiste casi todo lo que tenías y en cambio nosotros ganamos la certeza de nuestra capacidad de enfrentarnos a lo hasta entonces impensable y una autoafirmación de nosotros mismos como especie trascendente. Por primera vez habíamos puesto los pies sobre algo que estaba fuera de nuestro planeta, aunque fuese en esa cercana y humilde compañera que nos sigue en nuestro eterno girar en torno al sol. Y ganamos también en conocimientos técnicos que dieron un impulso a nuestro progreso posterior en muchas ramas científicas, en experiencia para futuros objetivos espaciales y en especulaciones racionales sobre la normalización de los viajes y hasta sobre una futura colonización. Pero eso no importa. Tu imagen en medio de la oscuridad es la de nuestro destino. Te seguiremos mirando cada noche, y tu brillo reflejado en el agua de un charco de lluvia seguirá siendo una buena metáfora de nuestra existencia.

miércoles, 17 de julio de 2019

Fiestas

El verano viene a ser ese gran patio de recreo que el año nos concede para desarrollar nuestras necesidades de especie de homo ludens. El sol abre las puertas a los impulsos más placenteros y alienta los afanes lúdicos que todos tenemos escondidos en algún lugar. Es la hora de la calle, de echarse a ella con el pretexto de alguna reminiscencia histórica, real o inventada, o de cualquier forma de competición, y crear un ambiente colectivo de jolgorio que al mismo tiempo señale nuestra personalidad. Y así, España entera es un muestrario de fiestas a cual más pintoresca, y da igual por donde se vaya, por el norte, el sur, el centro o cualquier lado. En todo momento, en algún lugar, siempre habrá un pueblo engalanado, haciendo las cosas más extrañas para divertirse.
Uno mira el catálogo de las fiestas veraniegas de nuestros pueblos y se queda convencido de que este es un país imaginativo como ninguno a la hora de encontrar modos y pretextos para pasarlo bien. No cuentan aquí las de las grandes ciudades ni esas que tienen fama mundial y valor de documento de identidad de su lugar, sino las nacidas de alguna vieja tradición o de una humilde historia de pueblo y que no suelen tener más recursos que el empuje y el entusiasmo de ese mismo pueblo. El abanico de muestras es de lo más variopinto, y eso que han ido desapareciendo las que tenían que ver con el maltrato animal. La preferencia, desde luego, va por las batallas de eco histórico; se ve que hay mucho que recordar; batallas sobre todo contra los romanos, bien de astures, de cántabros, de cartagineses o de cualquier pueblo que se crea que puso en apuros al Imperio. Están también las de moros y cristianos, las que celebran las invasiones de los bárbaros y de los vikingos y otras en las que se recrean justas medievales. Las hay que procuran evitar alusiones a la sangre y prefieren liarse a tomatazos o lanzarse chorros de vino o tirarse flores. Otras fiestas optan por adoptar un nombre más sabroso, y así las hay del vino, de la sidra, del cordero, del pan, del queso, del pulpo, del jamón, del azafrán, del orujo y de cualquier cosa que se cultive en el pueblo como lo mejor del mundo. Hay quienes hacen consistir la fiesta en atravesar descalzos unas brasas ardientes con alguien a cuestas y quienes centran la base de la celebración en rapar las crines a unos caballos. En algún sitio hay una romería de muertos vivos y en un pueblo granadino la fiesta es troglodita. Están también las que se basan en un pretexto más o menos deportivo: carreras, concursos o descensos de ríos de todas las maneras posibles, desde las serias y competitivas hasta las folclóricas y creativas. Y si se trata de danzas las hay de todas las advocaciones: del diablo, de la muerte, de los zancos, celtas, medievales, de lo que quiera.
Ancladas en lo más profundo del tiempo y del recuerdo de que una sociedad tenga constancia, sostenidas unas veces por un débil armazón histórico, otras por la fuerza del mito y la leyenda y siempre por la tradición oral, nuestras fiestas mantienen cada año su enorme poder de seducción. Ya se sabe que lo difícil no es organizar una fiesta, sino asegurar la alegría, pero este no es un país en que eso sea precisamente una dificultad.

miércoles, 10 de julio de 2019

El río de los eremitas

El Duratón y la ermita de San Frutos
El Duratón es un río de meseta pobre, que no estaría llamado a más destino que el de entregarse al Duero sin haber hecho otra hazaña a lo largo de su oscura vida que la de dar alguna que otra trucha. Un río como tantos de los que corren por tierras poco agradecidas, incapaces de brindar sotos risueños y riberas jugosas y de acoger con gesto amistoso a quien trata de cambiarles la hosquedad de su rostro. Sin embargo, a mitad de su recorrido, el Duratón se empeña en perder su anonimato para unir su nombre a uno de esos sorprendentes parajes que de vez en cuando se encuentran en la península: las Hoces del Duratón.
Cuentan que, cuando la invasión musulmana, vivía aquí un ermitaño, San Frutos, que, ante la llegada de los infieles, separó con su báculo las rocas para impedirles el paso, originando así este imponente desfiladero. Luego los geólogos nos dijeron que no hubo más báculo que la acción continuada del agua sobre los bloques de caliza mesozoica, mediante un proceso de karstificación, que originó no solo la entalladura, sino las numerosas oquedades y cuevas que se abren en sus paredes. Qué manía la de los científicos de poner las cosas en su lugar cuando están tan guapas revoloteando por ahí sin ningún orden.
El río se retuerce en pronunciados meandros, encajonado a más de cien metros de profundidad, entre farallones abruptos en los que anida el buitre leonado. Las aguas son apenas una cinta de color cambiante, azules, verdes y grises, según el capricho del cielo. En torno, todo es páramo, desnudez y soledad.
Un paraje así, provisto además de abundantes oquedades naturales, tuvo por fuerza que atraer a eremitas y gentes deseosas de despegarse del mundo y sus vanidades, hasta convertirse en una verdadera Tebaida hispánica. Las crónicas, y aún más las leyendas, hablan, entre otros, de San Valentín, de Santa Engracia, de San Julián y, sobre todo, de San Frutos, que desde su muerte, en el 715, no ha cesado de hacer milagros, especialmente los relacionados con las fracturas de huesos. De todo esto tiene constancia el visitante en ermitas, monasterios, tumbas y cuevas santas a todo lo largo del Parque.
Entre chopos, en un lugar delicioso y al lado de uno de los escasos puentes sobre el río, se encuentra la Cueva de los Siete Altares. Se trata de una iglesia excavada en una gran roca, formada por dos capillas, una serie de hornacinas que servían de altares y unas pequeñas celdas donde habitaban los monjes de esta pequeña comunidad. Un arco de herradura, también tallado en la piedra, indica su origen visigodo, lo que convierte a este templo en el más antiguo de la provincia. El viajero contempla todo esto a través de la verja que protege el interior y no puede menos de quedarse un rato pensativo. Los monjes de este rincón perdido prefirieron la concavidad a la convexidad. Quizá sea más fácil construir mediante sustracción que por adición; quizá resulte más lógico hacer un pozo que una torre; o quizá haya que dejarse llevar por lo simbólico y entender que aquellos monjes prefirieran acogerse al materno seno de la tierra antes que a un techo sin voz y sin caricias. Cuando el viajero vuelve a la chopera, el sol que se filtra entre las hojas está convirtiendo el aire en un laberinto de luz.

miércoles, 3 de julio de 2019

Un mundo de sal

Cámara de los Duendes, homenaje a los enanos buenos,
que avisaban a los mineros del peligro.
Debe de ser el museo del mundo que más escondidos tiene sus tesoros: en lo profundo de la tierra y sin posibilidad de separarse nunca del entorno del que han sido creados. Lo de Wieliczka es una de esas cosas que ni el viajero más avezado puede ver con frecuencia. Descubrir a 135 metros de profundidad un universo insospechado de figuras de sal, hechas por los propios hombres de la mina, ver aquel mundo subterráneo de oscuridad y angustia convertido en un escenario mágico de luz e imágenes, entre lagos de aguas inmóviles y misteriosas galerías, no es en absoluto frecuente. Wieliczka se encuentra cerca de Cracovia, en la Polonia más profundamente polaca, y lo cierto es que no sería nada si no fuera por la presencia, desde hace 700 años, de las minas de sal más importantes y famosas de Europa. El pozo tiene nueve niveles; su profundidad máxima es de 340 metros y sus galerías alcanzan una longitud de casi 300 kilómetros. Las de los tres primeros niveles están abiertas al público. En el nivel V, a 211 metros de profundidad, se encuentra un sanatorio para enfermos de asma, que aprovechan las propiedades curativas del microclima de la mina. Por haber en este universo de fantasía hay hasta un campo de deportes.
Pero lo realmente espectacular de este mundo subterráneo es el trabajo realizado con los bloques de sal. Hay cientos de cámaras decoradas con conjuntos escultóricos de temas diversos; escenas y personajes de la historia o la leyenda de Polonia, motivos universales, como un enorme belén, objetos y figuras humanas aparecen ante los ojos sorprendidos del visitante como si estuvieran esperándole. Copérnico, el rey Casimiro, enanos, los quemadores de metano. La cámara de la Gran Leyenda escenifica la devolución a la princesa Kinga del anillo que había arrojado a un pozo y que sirvió para descubrir la mina. Todo, hasta las arañas que cuelgan del techo, está esculpido en sal. Sorprende el realismo de los rostros y de las actitudes. La textura salina da a las expresiones una frialdad distante, a la vez que una impresión de poderosa serenidad, como de alguien que se ha preparado para la eternidad. La mujer de Lot, la única congénere conocida, no tendría aquí cabida. Demasiado fina, demasiado blanca, demasiada sorpresa en sus ojos curiosos. Los personajes de Wieliczka, quizá porque el Hades no permite miradas perdidas, saben que han renunciado a las fuentes de la vida, el sol y el agua, y parecen compadecerse del visitante, que los necesita.
La sal tiene un color verdegris y es dura y compacta. El aire es extremadamente seco, porque el mayor enemigo de la sal es el agua; de este modo, la madera de las entibaciones es incorruptible. Los lagos son verdadera salmuera; su saturación de sal alcanza niveles únicos. Las galerías se extienden en todas direcciones, formando un laberinto del que resultaría muy difícil salir. Nos dicen que a la mina ya no le falta mucho para agotarse, o al menos para dejar de ser rentable, pero que seguirá abierta al turismo, y hasta es posible que ofrezca una mayor rentabilidad.
Cuando el visitante vuelve de nuevo a la luz de la superficie, no siente esa envolvente sensación de libertad que le sacude cuando sale de otras minas. Más bien le embarga un cierto sentimiento de nostalgia por lo que ha dejado en las entrañas de la tierra. Porque, en definitiva, ha vuelto a la vulgaridad.

miércoles, 26 de junio de 2019

Violencia juvenil

La muerte de ese profesor de Cudillero durante unas fiestas en Oviedo, a causa de una brutal patada que le propinó un individuo de dieciocho años, ha conmovido a toda Asturias y nos deja a todos sin palabras que puedan, no ya justificar, sino comprender lo sucedido. David era un joven treintañero que se preparaba para examinarse de las oposiciones a maestro que tendrían lugar tres días después; luego pasaría el verano en un campamento como monitor de natación. Volvía a su casa esa noche tras disfrutar de la fiesta de un barrio de Oviedo cuando tres individuos se acercaron y uno de ellos le dio una patada que le tiró al suelo, causándole un golpe que le produjo un coma del que no se pudo recuperar; murió una semana después. Estupor, pena, rabia contenida y la pregunta eterna del por qué. Por qué acabar con la vida de alguien a quien ni siquiera se conoce. Qué mirada, qué palabras o qué gesto pudieron desencadenar una reacción tan bestial. La justicia decidirá el grado de intencionalidad de hacer daño, pero es evidente el afán de violencia y la presencia de la maldad en los hechos.
Casi al mismo tiempo el Tribunal Supremo ponía fin a un largo y polémico proceso judicial y condenaba a quince años de prisión a los componentes de una manada de energúmenos por abuso y violación de una chica durante otras fiestas. El caso fue actualidad en toda España y tuvo una exégesis digna de las más arduas cuestiones y sujetos de discusión, a juzgar por las controversias que despertó en diversos sectores y, por supuesto, en los medios, pero en definitiva es, como el anterior y como todos los crímenes, una manifestación de la maldad a la que puede llegar el hombre cuando se aflojan los lazos morales que la sujetan.
La violencia es una constante en la vida humana desde el primer hombre que tuvo conciencia de tener un semejante a su lado. En la crónica negra de todas las sociedades de todos los tiempos se repiten los mismos hechos con parecidas motivaciones, aunque la gama de variantes fue ampliándose al ritmo de las transformaciones sociales. La de hoy resulta especialmente inaceptable porque vivimos un tiempo decantado por siglos de avances del pensamiento y de evolución de los conceptos morales que sostienen las relaciones entre los miembros de una sociedad. Algo falla cuando nuestros jóvenes se comportan como si toda esa evolución hubiera pasado a su alrededor sin afectarles a ellos, de modo que no hubiera ninguna barrera que pudiera contener sus instintos más primarios frente al débil, a la presa apetitosa, al diferente, al indefenso o simplemente a una ocasión de estúpida diversión a costa del sufrimiento ajeno. Algo falla en el modelo que estamos aplicando para su formación, o quizá en su propio interior, cuando las causas son tan variadas: sentimiento de exclusión social, sublimación de la fuerza como elemento de poder, ausencia de valores, carencia de sentimientos y de convicciones éticas. Por suerte son una pequeña parte de nuestra juventud, aunque parecen muchos por lo grave de sus acciones y por el eco que encuentran en algunos medios, que parecen ver en ellos un buen aliado de los índices de audiencia.

miércoles, 19 de junio de 2019

Asturias, nueva etapa

La circunstancia de un cambio en el más alto sillón de nuestro gobierno puede ser un momento propicio para tender una mirada a nuestra comunidad y hacer una serena reflexión en torno al momento y a nosotros mismos. Si siempre esto es bueno en el plano individual, quizá lo sea aún más en el colectivo, porque las causas son más complejas y requieren un análisis más riguroso. Una sociedad inteligente, que a la vez sea sincera y que tenga valor suficiente para renunciar a la engañosa apariencia de que la vida sigue alegre y confiada, aprovechará ese momento para iniciar un autoexamen, sin punto de partida previo alguno ni límite de llegada, buscando tan solo las causas, por sesgadas y lejanas que parezcan, porque sabe que estas causas se hallan en su propio seno y no en otro.
En los momentos actuales de nuestra región, cuando una negra sombra en torno al presente inmediato, aunque tenga algo de irracional, parece invadirlo todo, cuando la ilusión por el futuro está dejando su sitio a la preocupación por la mera supervivencia, cuando apenas parece haber más horizonte para nuestros jóvenes que la búsqueda de nuevos aires y para los que no lo son tanto la mano amiga del presupuesto público, cuando un ciclo productivo parece acercarse definitivamente a su fin, cuando nuestros pueblos y aldeas se despueblan y ni siquiera tenemos asegurado el relevo generacional, sería bueno participar en una reflexión colectiva sobre nosotros mismos, sobre lo que somos, tenemos y podemos, con palabra serena y el ánimo abierto a cualquier conclusión. Por supuesto, lejos de cualquier apriorismo partidista. Ahora que tenemos nuevos alcaldes y un nuevo gobierno es un buen momento para recordarles que de su capacidad y trabajo depende más que nunca el futuro de nuestra región. Es la hora de los técnicos imaginativos y de los políticos valientes, que encuentren y den forma material a las soluciones, que, por supuesto, las hay. Descubrir las potencialidades de una tierra aún joven, relativamente poco exprimida y razonablemente bien conservada en sus aspectos básicos, parece ser ahora el reto inmediato. Buscar caminos de apertura a un tiempo nuevo y no caer en empeños improductivos y sin sentido, como la oficialidad del bable o absurdas incursiones por los terrenos de la falsa modernidad.
Pero tal vez todo dependa de una acción interna, previa e indispensable para fecundar las voluntades: la reforma de nuestra conciencia social. Un impulso regeneracionista común, que empequeñezca hasta reducirlas a la nada las fatuas ruindades particulares, los politiqueos de alcoba y los dogmas de patio de vecindad. Un basta ya de cubrir nuestras debilidades con el argumento de que las otras comunidades, el resto de España, tiene una deuda permanente con nosotros. Un propósito de mirar hacia objetivos de altura sin ceder a la tentación de nacionalismos falsos y absurdos, que no conducen más que al espíritu de tribu y, por tanto, a la castración de nuestras mejores posibilidades. Al fin y al cabo, con sombras y claros, esta es nuestra tierra, y su camino nuestro camino, salvo que en nuestra aventura personal se encuentre el buscar nuevos sentimientos.

miércoles, 12 de junio de 2019

Días de tregua

Junio es tiempo de fin de curso y ansias de verano. Hasta la actualidad parece cansada y se remansa para tomarse un respiro después de unos meses agitados por los vientos políticos de la primavera que, no se sabe por qué, siempre soplan con ansias de trascendencia. Luego, en otoño, volverán a las andadas, pero ahora la efervescencia política ha dejado paso a una cierta calma; debe de ser el propio cansancio de las palabras.
La noticia trágica nos llega de Holanda, el país de la continua sorpresa progresista, y nos habla de esa chica de diecisiete años que, harta de la vida, decidió acabar con ella, y el Estado holandés la ayudó en su empeño. Padecía un dolor psicológico insoportable, derivado de abusos sexuales que sufrió, según alegó, y le cumplieron el gusto. Qué desesperación, qué profunda oscuridad la envolvería para que nadie fuera capaz de aliviarla y mostrarle un resquicio de esperanza; solo el camino de ida. Uno no está capacitado para considerar en su totalidad la complejidad de aspectos éticos, legales y sociológicos del caso, y mucho menos para juzgar a los demás, pero da que pensar que una sociedad civilizada no sea capaz de encontrar un alivio al dolor psicológico de una adolescente antes de autorizar a que la maten. Y aún más allá, y al margen de la lógica compasión por esa vida arrancada, nos ofrece una invitación a lanzar otra mirada interrogante sobre el eterno misterio de la muerte a través de una pregunta hecha desde el lado opuesto: ¿De quién es la vida? ¿Puede un Estado considerarla suya y quitársela a quien se lo pida? Y otra: ¿Es posible que esa niña de diecisiete años no tuviera posibilidad de salvación? A veces produce vértigo pensar qué clase de mundo estamos preparando, en nombre de no sé qué solemnes apelaciones al progreso, a los que vienen detrás de nosotros.
Aquí, en el ámbito doméstico, calmadas ya las marejadas electorales, lo que está ahora en ebullición más o menos silenciosa es el vaivén de ofertas y contraofertas de los partidos con vistas a conseguir las mayores cuotas posibles de poder en los tres niveles de nuestro sistema político. Más o menos lo de siempre. El caso es que no se está mal con el Gobierno en funciones. No se sacan nuevas leyes, no se producen destrozos ministeriales, no nos despertamos con sobresaltos ni con nuevas prohibiciones, no se llevan a la práctica ocurrencias y el país sigue funcionando en su día a día sin mirar a babor ni estribor, indiferente a que en el puente de mando solo se hagan labores de mantenimiento. A veces no nos damos cuenta de la solidez estructural de esta vieja nación, hecha de mil experiencias, ni de la fortaleza de su sociedad.
En fin, que se nos ha ido Ibáñez Serrador, el hombre que mejor supo hacer cumplir a la televisión su noble misión de entretener. Toda una generación confió sus mejores momentos de cada noche ante el televisor a su ingenio, y a todos ofreció la posibilidad de elegir según sus preferencias: el humor, la diversión, el miedo, la información, el misterio. Desde luego, era otra época televisiva.

miércoles, 5 de junio de 2019

En la red

La mujer no debió de ver más horizonte que una negrura existencial de imposible salida y no fue capaz de seguir viviendo así. Eran demasiadas miradas morbosas, demasiadas sonrisas de doble intención, demasiada opresión en el alma ante una vorágine de efectos que no podía ni comprender ni asimilar. Varios años ya desde aquel maldito día en que decidió grabar y enviar a alguien aquellas imágenes que ahora estaban en el móvil de todos sus compañeros. No podía resistir más; ni la traición, ni la deslealtad, ni las miradas socarronas a su alrededor, ni los murmullos disimulados, ni los silencios que querían parecer bienintencionados. Y se ahorcó. Ni su bebé de nueve meses ni su otro niño de cuatro años fueron fuerza suficiente para retenerla en un mundo que se le había vuelto hostil. No hizo lo que aquella otra mujer que, en un caso similar, aprovechó la situación para hacer suyo el cuarto de hora de éxito que la vida da a cada uno y logró incorporarse al mundo del famoseo televisivo, allí donde el motivo de la popularidad no cuenta nada, hasta que la cadena del cotilleo, después de exprimirla, la mandó al olvido. Lo que en una fue bochorno, pundonor y sonrojo, en la otra fue desvergüenza, oportunismo y aprovechamiento comercial.
La revolución tecnológica en las comunicaciones es tan rotunda y llegó tan de repente que parece que no nos hemos adaptado aún a las nuevas reglas que impone ni somos conscientes de sus consecuencias. Atrapan en sus redes a una serie de víctimas que poco pueden hacer para librarse: a los incautos, a los excesivamente confiados, a los de escaso alcance mental, a los que tienen el corazón como único rector de sus impulsos. Allí quedan debatiéndose entre los hilos hasta que los depredadores se cansen de verlos y vayan en busca de otras presas. El prometido paraíso de libertad se ha convertido en el mayor ámbito de linchamiento y ausencia de comprensión hacia el débil, y todo ello de forma irreversible. Siempre se ha dicho que hay tres cosas que jamás se pueden volver atrás: la palabra dicha, la piedra tirada y el tiempo perdido; ahora cabe añadir lo que se cuelga en internet. Porque, además, su poder es invencible por su inmediatez y su inmensa capacidad de penetración. La Dolores se vio en coplas que recorrieron España, pregón de infamia de una mujer; las de ahora se ven a todo color en una pantalla que se lleva en el bolsillo, en cualquier lugar del mundo y todas las veces que se quiera. Hoy no son las gentes de mala lengua las que insinúan; son imágenes incontestables que, para más dolor, salieron de uno mismo.
No conozco el vídeo de esa mujer, pero puedo imaginar que quizá lo hizo con algo más que un simple impulso ocasional en el que solo habitaban los instintos más primitivos. Regalar la intimidad a otro es un acto de entrega confiada que incluye algún componente de afecto y puede que de cariño. Luego la vida se le hizo imposible y tomó otra decisión equivocada, pero digna de comprensión y empatía, disculpable en el marco de la debilidad humana. Bastante más merecedora de respeto que la de esos miserables que recibieron el vídeo y, en vez de correr un velo sobre él, lo reenviaron a otros.

miércoles, 29 de mayo de 2019

Pidan número

Esa imagen del Everest asaltado por una fila interminable de gente que espera turno para llegar a su cumbre viene a ser la metáfora de un tiempo en el que los sueños de lo imposible se van debilitando en su hermosa inaccesibilidad, hasta dejarnos ante una realidad descarnada y desprovista de todo halo de fantasía. Todo un río de gentes ascendiendo ladera arriba como si fuera una romería de pueblo, con esperas de hasta tres horas para poder avanzar. Desde aquel día de 1953 en que se logró, después de muchos intentos, la hazaña de pisar su cumbre hasta esta procesión de coleccionistas de emociones controladas, va el mismo trecho que separa la consideración del riesgo como una noble virtud de la del riesgo inútil como motivo de orgullo. La gran montaña, que no sabe de pasiones ni de vanidades humanas, ya se ha cobrado diez vidas en pocos días. A esa altura los vientos son como látigos, el frío congela y el oxígeno escasea, y si la espera es larga y se consume el que se lleva en las botellas, la muerte es segura. Dicen los que lo saben que las fuerzas y las mentes se debilitan de tal modo que es muy fácil cometer errores que acaben en caídas fatales o en un colapso general del organismo. Que la zona superior de la montaña es el cementerio más alto del mundo, con más de 300 cadáveres. Y que aun en el caso de que todo termine bien, la montaña queda contaminada por toneladas de basura. Pero para las agencias y para el país es un negocio gigantesco.
Ya no hay caminos hacia lo desconocido ni peligros que no nos presenten banalizados, aun a costa de enfrentarse al sentido común. Si la globalización acabó con el romanticismo del regalo y la sorpresa, si en los grandes almacenes de la esquina te venden ahora el objeto que antes traías como recuerdo del viaje a un país lejano, no es de extrañar que ni los sitios que parecían inmunes a la depredación humana se libren de la colonización de las masas al amparo de los logros tecnológicos. El planeta entero ha perdido hasta el último harapo que cubría alguna parte de su cuerpo. Es la derrota del misterio que alimentó nuestras fantasías de niñez y juventud, cuando el mundo era un inmenso arcano al que solo era posible asomarse a través de las páginas de un libro y, si acaso, de los relatos de quienes para nosotros tenían la categoría de héroes. Ahora cualquier agencia le organiza a uno lo mismo una cena en el desierto con una tribu beduina, que un descenso en canoa entre cocodrilos por el río Limpopo, una noche pescando arenques en un igloo esquimal del polo Norte, o una foto con el jefe de un poblado yanomami en el Orinoco. O una subida al Everest, más o menos fácil en función de lo que pague.
La aventura, despojada de su fundamento de imprevisibilidad y puesta a disposición de turistas ricos y aburridos. Quizá alguno, después de hacerse la foto en la cumbre, sienta necesidad de interpelar a la montaña haciéndole ostentación de su victoria sobre ella, pero puede también que algún día alguien oiga a la montaña responder con el grito de la profetisa que defendía su lugar sagrado: "¡Lejos, lejos de aquí, vulgo profano!".

miércoles, 22 de mayo de 2019

Las tres urnas

A ver si de una vez acaba este estado perpetuo de período electoral, que tal parece desde hace unos cuantos meses que todos los problemas del país han desaparecido y los políticos no tienen otro que el de sacarnos el voto. Ya se cansa uno de encontrar el buzón lleno de sobres y panfletos que terminan provocando el efecto contrario del que pretenden. Cuánto dinero y cuánto esfuerzo derrochados, sin más premio, en la mayoría de los casos, que una mirada de compromiso al exterior del sobre antes de tirarlo directamente al contenedor. Si no hacen falta. Si aquí nos conocemos bien y ya todos sabemos a nuestra manera a quiénes nos interesa votar y a quiénes no. Ya tenemos claro qué partidos no nos convienen y en cuáles podemos tener más confianza de que harán las cosas bien; ya conocemos el grado de ideologización de cada uno y hasta qué punto esa ideología influye en sus decisiones sobre todos nosotros; ya tenemos experiencia sobre el índice de sentido común que aplican a sus actuaciones. Por ejemplo, ya sabemos a quién no hay que votar si no queremos que se nos imponga el bable como lengua oficial.
Ahora hemos de llenar tres urnas, municipales, autonómicas y europeas; o sea, elegir desde quién autorice las zanjas de nuestra calle hasta los que decidan la política continental. Las municipales son las que más elementos de juicio nos ofrecen; conocemos bien las necesidades que nos afectan y formamos parte directa del ámbito de actuación del elegido; incluso podemos ver en el candidato al vecino. Tengo la sospecha, que llega a convicción, de que el de alcalde es el cargo político en el que más abundan los que se mueven por el afán de mejorar la vida de sus conciudadanos, a pesar de que en gran número de casos resulte una labor sacrificada, poco a nada remunerada y con más sinsabores que reconocimientos. La España rural está llena de alcaldes así. No es el caso, desde luego, de las elecciones autonómicas, que vienen a ser una versión local de las generales, aunque en nuestro caso, al ser una pequeña circunscripción uniprovincial, tengan un aire más familiar.
La tercera urna es quizá la más susceptible de alinearse con nuestras convicciones ideológicas. Todos tenemos unos valores y unos principios que configuran nuestro modo de pensar, y es en las elecciones al parlamento europeo donde más pesan en nuestra decisión a la hora de elegir la papeleta. Aquí, más que en las otras, se votan las siglas, porque, salvo excepciones muy notorias, apenas tenemos referencias de sus candidatos. Son solamente nombres agrupados en listas de diversas tendencias, que aspiran a un sillón en un parlamento lejano, de funcionamiento confuso y ajeno a nuestra vida cotidiana, del que la mayoría ni sabe ni le interesa apenas nada, de tal modo que si a los ciudadanos nos entrase de repente un ataque de honestidad con nosotros mismos y nos negásemos a votar sobre lo que no sabemos, a la urna de las europeas solo iría media docena de papeletas. Y sin embargo, sus decisiones van a afectar a nuestras vidas, que por algo vivimos en un tiempo y en una comunidad en la que se cumple de forma ineludible, más que en ninguna otra, el efecto mariposa. También esta papeleta hay que pensarla.

miércoles, 15 de mayo de 2019

Mejor buscar un buen libro

Es posible que, según dicen, la televisión que conocemos esté sometida a un proceso de cambio derivado de unos modos diferentes de producción visual. Han llegado nuevas plataformas que diversifican y amplían la oferta de forma insospechada, a la vez que nuevos soportes de recepción que permiten sacar de la sala de estar la contemplación del programa y llevarlo consigo tanto al tiempo como al lugar que se quiera. Se pierde uno en extraños nombres de redes ofertantes de todo tipo de series y productos con los que pretenden desmontar la hegemonía, tanto real como de querencia, que los canales tradicionales ejercen sobre los espectadores. Y no es de extrañar que sus audiencias busquen otros acomodos con nuevos aires. La vieja pantalla familiar, la de las cadenas generalistas, parece haber perdido la capacidad de ejercer aquella triple premisa fundacional que la caracterizó: formar, informar y entretener. Se ha convertido en un desfile de insulsez, incapaz de crear vibraciones en el espectador, carente de imaginación y de lugar para la sorpresa, sin acertar a coordinar el paso con el de la evolución de los gustos sociales.
Hay alguna cadena cuyo lema debe de ser el de dar una información lo menos complaciente posible con nosotros mismos, casi llegando a la autoflagelación. Deprime verla. Apenas tenemos ni hacemos ni hicimos nada bueno. Otra, la pública, tiene un aire gubernamental que pone una leve sordina en la credibilidad de sus informaciones sobre política. En todas se cultivan espacios de discusión que han ha dado lugar a una figura característica, la del tertuliano profesional, que muestra diversos niveles de calidad según de quién se trate, pero que suele tender a componerse de una mezcla de doctor sabelotodo, oráculo dogmático, arbitrista a tiempo parcial y practicante a tiempo completo del tópico y la frase hecha.
Por los programas del corazón, que vienen a ser la estrella de otra cadena, se mueve una galería de personajes que parecen salidos de una tabla del Bosco. Rostros y cuerpos de bisturí y silicona, cirolos semianalfabetos, caras bonitas como máscaras sin alma, actrices con algún pasado y sin ningún futuro, todos a cuestas con su insoportable insignificancia, apurando los pobres minutos del presente que se les ofrece a costa de quienes gustan de conocer sus miserias. Y todo ello entre insultos, gritos y un lenguaje que no va más allá de la media docena de vocablos. Un retablo grotesco con espectadores sin excesiva preocupación por su autoestima.
Los concursos, aquel género troncal de la tradición televisiva, tienen desde hace tiempo su versión al margen de la suerte o del saber. Han incorporado nuevos retos: hay que ser el mejor cocinero, el mejor imitador, el que hace las mejores reformas, fingir que se sobrevive en una playa o simplemente estar encerrado con otros en una casa durante un tiempo dando rienda a los instintos más primarios mientras se convierten en nuevos héroes del famoseo. A eso se llama estúpidamente telerrealidad, como si la realidad más cotidiana fuera la de estar haciendo el vago en una casa durante seis meses. Mejor buscar un buen libro.

miércoles, 8 de mayo de 2019

El bable




Andan algunos empeñados en elevarlo a una categoría que jamás ha tenido, a él, que nunca ha dejado ver más aspiración que la de servir a la comunicación cercana y sin pretensiones de grandes profundidades conceptuales, como en realidad es la vida de cada día. Es el bable, nuestro querido y humilde bable, que hace ya siglos que dejó atrás la oportunidad de su plena realización y ahora, menguado y asténico, se ve obligado a suplir sus enormes carencias semánticas a base de asturianizar sin contemplaciones las palabras castellanas. El bable, a quien se le intenta hacer sujeto del difícil propósito de construir una unidad idiomática desde la diversidad, y el resultado viene a ser un híbrido que participa de cada una de las propiedades de las partes. El bable, que quizá tuviera juventud y puede que hasta cierta madurez, pero que ahora, en su tercera edad, ha de sufrir un complicado maquillaje para poder entrar en los palacios de la cooficialidad, él, que nunca salió de las cabañas.
- Yo soy como soy. No quiero vestidos ajenos ni salones que no me pertenecen.
No, nunca fue ese tu mundo. Una lengua, nos dicen los estructuralistas, es un sistema gramatical virtualmente existente en el cerebro de los individuos de una misma comunidad; como fenómeno social se opone al habla, que es individual. Y otros añaden que para que pueda ser considerada como tal ha de reunir cuatro condiciones indispensables: una clara diferenciación de otras lenguas, un elevado grado de homogeneidad que pueda dar lugar a una única normativa gramatical, una importante tradición literaria y un considerable número de hablantes. Por el contrario, el dialecto se caracteriza por estar subordinado a otra lengua, por su escasa normalización y homogeneidad y por su carencia de tradición literaria.
- Ningún escritor importante ha querido usar tus recursos para su creación. ¿Qué sientes cuando te llaman lengua?
- Mis títulos adornan más a quien me los otorga. Es como si el criado de un arriero llamase duque a su amo para sentirse importante. Además, mis recursos nunca tuvieron pretensiones ni posibilidades de alcances conceptuales.
No. Más bien de concreciones y realidades primarias, y en eso sí que puede decir algo. Algunos idiotismos, esos giros que ponen la expresividad por encima de la gramática, son de difícil sustitución. Algunos vocablos de carácter familiar y afectivo no pueden traducirse sin traicionarlos. Y cuántos están grabados en el rincón más entrañable de nuestra infancia.
- Ahora hasta han relegado tu nombre. Debe de ser que los patronímicos dan más empaque.
- Yo sé bien cómo me llamaron siempre los que más me trataron.
Desahuciado desde siempre para la alta creación literaria, innecesario como instrumento de comunicación, que es la esencia primaria de toda lengua, quién puede explicar de forma objetiva para qué nos sirve el bable en el ámbito de lo oficial, como no sea quienes quieren ver en él un recurso identitario, aunque sea de muy débil proyección.








miércoles, 1 de mayo de 2019

Tras las elecciones

Si yo fuera analista político no tendría hoy espacio suficiente en este rincón para explicar todas las claves, conclusiones, causas, consecuencias y todo lo que trajo consigo la jornada de este domingo, pero como no lo soy y solo tengo la sencilla y simple visión del ciudadano de a pie de calle, seguramente voy a tener líneas bastantes para resumirla. Al fin y al cabo, fuera de los ámbitos abstractos y teóricos, y casi siempre abstrusos y desorientadores, cuanto más cerca esté la mirada del suelo con más nitidez se ven los detalles de la tierra que pisamos y más comprensibles parecen las cosas. Y desde esta condición de simple ciudadano votante que ha ido a depositar su papeleta según su mejor saber y entender, uno ha podido extraer algunas conclusiones, que son más bien una reafirmación de lo que se encuentra en cualquier confrontación electoral de todos los sitios.
La primera es que la política se alimenta a sí misma hasta constituirse en una sucesión ininterrumpida, como si fuera una función indispensable para que el cuerpo social siga vivo. Antes, el frenesí de una campaña interminable, un tiempo de continua sobreactuación que nos deja exhaustos; ahora la no menos sobreexpuesta y afanosa actividad de búsqueda de pactos para formar el núcleo de poder; luego, los movimientos de los contrarios para derribarlo, y siempre la omnipresencia mediática de sus protagonistas, sea cual sea el pretexto, incluso en las situaciones de mayor calma.
Luego están los motivos. Dinero, fama y poder, pero también el afán de mejorar la vida de los ciudadanos y la posibilidad de hacerlo desde arriba, que sin duda mueven a más de uno. El mundo de la política tuvo siempre una pinta muy golosa y cada vez acuden nuevos comensales a su mesa a intentar hacerse con un trozo del pastel, que antes era prácticamente de dos. Eso fomenta la práctica de la negociación en busca de acuerdos, pero complica el panorama hasta hacer difusos los límites de cada espacio, hace tambalearse el mantenimiento de los principios, propicia el amaño de acuerdos antinaturales y favorece una mayor lucha de egos. El riesgo de la ingobernabilidad se vuelve una inquietante posibilidad real.
Una tercera observación es la asombrosa capacidad de olvido que tiene la masa electoral. De olvido o de disculpa, no sé, el caso es que ya puede decir y hacer cada aspirante lo que quiera, todo tipo de mentiras, insultos, acusaciones, ya puede plagiar, ser incongruente con lo que predica, faltar a su palabra, mostrar una actitud chulesca y hasta ser un perfecto maleducado; todo se perdona y se olvida ante la urna. Candidatos que, según lo que se oye en la calle, no caen bien a nadie, resultan luego los más votados. Parece como si un piadoso velo cayera sobre lo visto y oído hasta difuminarlo, mientras los rasgos positivos permanecen con toda su brillantez.
Y que es ahora, terminada ya la función de las palabras bonitas y las promesas seductoras, cuando se va a ver quiénes son los que verdaderamente piensan en los ciudadanos y en el bien común por encima de sus intereses de partido. A los elegidos solo les vale ya el cumplimiento de lo prometido y a nosotros la posibilidad de rectificar en la próxima cita.

miércoles, 24 de abril de 2019

Sueño de primavera


Estos días de primavera, alegres y mansos, son como una llamada de atención hacia el propio vivir. Miro la tierra y la veo toda ella en ebullición; los campos soleados, recibiendo la luz acariciadora de la mañana; el frescor de la sombra de los árboles del río; las hierbas del prado, que se han vuelto más frondosas y más verdes; las flores de todos los colores; el aire quieto y transparente. Están anidando los pájaros en los matorrales y en el peral; apenas vuelan, como no sea una escapada rápida y breve para buscar comida. Tampoco cantan; el canto ahora sería inútil y quizá peligroso, y el orden que rige la primavera es orden supremo y ha de ser inalterable. Se oye un grillo junto al camino; debe de ser el primero, pero su canto suena impropio, como si ya quisiera meternos en el verano.
Es un momento propicio para hacer aflorar sueños, quizá porque el entorno parece sugerirnos la certeza de su cumplimiento. Mi amigo, que lleva un largo tiempo viviendo los zarandeos de la actividad política desde su militancia activa, me cuenta el suyo. Es muy sencillo, y tan poco original que cualquier estudiante de instituto puede seguirlo a través de las obras literarias de todas las épocas, tan presente está en el hombre, pero me dice que es el suyo y que le sirve de paso para comprobar lo poco que se diferencia de los demás. Imagina una plenitud intelectual y una serenidad de conciencia por el esfuerzo continuado en la búsqueda de la experiencia y el conocimiento, y una vida bien provista de ambos, en la que aún no se hayan debilitado las sensaciones y en la que los deseos se sometan por sí mismos a la idea superior de la paz interior. Un fondo de satisfacción por su intento de luchar por el bien común, aunque fuera desde el lado penumbroso de la política. Y en torno a él, una tierra llana con árboles y una casa lo suficientemente solitaria como para no oír más que el sonido que la tierra quisiera mandarle. Un banco a la sombra y un horizonte infinito ante él. Y dentro, pocos artilugios; solo la muda compañía de sus poetas y sus filósofos, y de todos sus escritores y mentores culturales; y en el anaquel de al lado, su querido Mozart y otros muchos maestros; y un buen tratado de arte, y alguna biografía. El sol de la mañana sobre la fachada de la casa, un teléfono y un amigo a quien llamar y decirle, si llegara el momento, que está aburrido.
En la primavera de la montaña sigue uno asombrándose cada día del poder del sol para arrancar colores al bosque. Y cuando, ya de atardecida, los picos se agigantan y se vuelven grises, no es posible evitar que se cuele por dentro un deseo de que la mañana siguiente llegue de nuevo, aun a sabiendas de que en ese sucederse vamos dejando la vida. La ciudad se ha hecho inmune a los efectos de la primavera y nada se agiganta en ella, ni los deseos se vuelven distintos, ni se arrancan colores nuevos. La vida bulle al modo de siempre, y nosotros con ella, sin más ciclos que los que nos imponemos artificialmente. De las farolas cuelgan las sonrisas de los candidatos electorales; las televisiones se llenan de noche con la imagen de cuatro aspirantes debatiendo. En la actuación de uno de ellos se nota la mano de mi amigo.

miércoles, 17 de abril de 2019

Las procesiones


Se dice que la fe ha de vivirse hacia el interior, oculta entre los pliegues de nuestras convicciones más íntimas. La fe fructifica mejor cuando no tiene inquietudes por mostrarse al exterior y se encuentra solo consigo misma y con su misión de alimentar la relación del alma con su creador. No evita eso que a veces se sienta el deseo o la necesidad de manifestarla hacia el exterior para dar testimonio de ella, como en los casos relacionados con el martirio, o en los que puede servir de ejemplo y motivación para los que no saben si la tienen. Sin embargo, cuando la fe es colectiva parece que encuentra en la manifestación hacia afuera un impulso de reafirmación que la vigoriza. Se consolida y se reconoce a sí misma en toda su dimensión de siglos a través de su proyección al exterior.
Las procesiones que estos días, como cada año, inundan las calles de casi todos los pueblos y ciudades de España constituyen un espectáculo singular, único por su intensidad y amplitud en todo el ámbito católico. Bajo su aparente imagen unitaria esconden una enorme complejidad de significados e interpretaciones sociales, pero por muchas capas que los años y los cambios de mentalidad les hayan ido echando encima, su propósito y su razón de ser siguen basándose en un empeño de hondas raíces teológicas: la idea de conmemorar públicamente el dogma cristiano de la redención a través de la pasión y muerte de Jesús.
Es la fiesta de la exaltación del dolor; predominan los sentimientos de pérdida, sufrimiento, traición, arrepentimiento y compasión. Las cofradías y hermandades tienen nombres que no permiten ninguna veleidad: de los Azotes, del Calvario, de la Amargura, de la Mortaja, de las Injurias, de las Lágrimas, de la Quinta Angustia, de las Penas, aunque también hay otras de nombre más neutro y hasta más esperanzador: de la Paz, del Amor, del Consuelo, del Divino Perdón, del Buen Fin, de los Estudiantes, de los Gitanos, del Gran Poder. Los elementos externos que configuran la representación pueden variar de unas a otras, pero todos responden a una acumulación de aportes de siglos en aras de resaltar los aspectos dramáticos y emocionales del drama: figuras dolientes, cirios, flores, capas, hachones, tambores, cornetas, caperuzas, mantos, cruces, túnicas, mantillas. En muchas el silencio es un elemento formal más; en otras lo es el ritmo funeral de los pasos; en todas, las actitudes serias y graves de los costaleros, penitentes, nazarenos, acólitos y demás participantes.
No es fácil separar el componente folclórico y costumbrista, que sin duda tienen, de su carácter de manifestación de fe compartida, que se fortalece al ser vivida en público sin acotaciones ni reservas acomplejadas. Vienen los turistas, se percibe un tiempo de vacaciones, rivalizan las hermandades en la presentación de sus pasos, se puede preguntar si cabe seguir llamándola Semana Santa; algunas han sido declaradas patrimonio inmaterial de la humanidad y la mayoría están consideradas fiestas de interés turístico. Pero al margen de todo siempre estará esa alma humilde y anhelante, que se recoge en la penumbra silenciosa de una iglesia, cara a cara consigo misma y a solas con el misterio que nutre su fe. Para ella sí será una verdadera semana santa.

miércoles, 10 de abril de 2019

Tiempo de información

La llegada del tiempo primaveral es un buen pretexto para hacer esa escapada que estábamos pensando, y una escapada es un buen pretexto para zafarse, siquiera por un momento, de la actualidad. La actualidad viene a ser como ese pariente que, si tratas de conocerlo a fondo y estar al día de sus cosas te amarga la vida, y si decides prescindir de él no puedes evitar la sensación de que te estás perdiendo algo que te resulta conveniente conocer. En realidad se trata de un concepto nada definido, carente de materia interna; lo que llamamos actualidad no es más que lo que los medios de información establecen como tal. Somos sus rehenes, en la medida que queramos serlo, claro, aunque cuesta mucho zafarse de ella; estamos ante una inmensa máquina generadora de negocio que alimenta muchas cuentas de resultados, y nada tiene de extraño que uno de los modos de aumentarlos sea la sobreactuación. Ante ello, el receptor tiene sus recursos: la selección de la fuente, el análisis crítico, la mirada displicente o una despreocupación más o menos total; al fin y al cabo poco podemos hacer por modificarla.
Cada día nos inunda un torrente de información relacionada con la actualidad difícil de digerir y aún más de dejar reposar, pues ya no hay nada más efímero que una noticia, pero la impresión que deja en su conjunto es un regusto amargo y poco esperanzador. Acaso sea falso, puede ser, pero es como nos llega. Parece que para ser buen periodista es necesario informar siempre de lo más negativo, pronosticar lo peor, obviar todo lo que nos pueda traer un suspiro de orgullo o satisfacción. La mayoría de los medios, en eso siempre hay alguno que destaca, parecen disfrutar con su labor autoflagelante. Ver un telediario se ha convertido en una prueba de fortaleza mental y anímica; el espacio que deja libre la bambolla política lo ocupa un desfile de noticias que retratan lo más mezquino y miserable del ser humano como si solo existiera eso: la violencia, el crimen, la estafa, el abuso, la mentira, y con ello se configura la actualidad día tras día. Ninguna noticia de esperanza, ninguna que traiga una brisa amable, ninguna portadora de una mínima razón para el optimismo. Es como si el pesimismo diera un marchamo de seriedad y credibilidad. A los hechos más insignificantes se les da un carácter de noticias trascendentes y se convierten las tonterías más absurdas en titulares. Un estornudo de un catalán es una noticia mil veces más importante que una pulmonía en otro sitio, un simple ataque verbal a algunos colectivos se convierte en huésped destacado de todas las columnas, y así es con todo lo que se refiere a cualquiera de los ismos de la progresía. En los diarios digitales los titulares son aún más aparatosos: nos dicen, por ejemplo, que la frase de no sé quién está haciendo arder las redes, y luego, si uno pica y la busca, se encuentra con una estupidez que da vergüenza ajena.
Sé de alguien que cree que la mayor sabiduría en estos tiempos consiste en acertar a espigar en la información y en no hacer mucho caso de la opinión. Y en aprender a zafarse de ellas de vez en cuando.

miércoles, 3 de abril de 2019

El pueblo


Cada mañana, en torno a las siete, comenzaba el día en la cuadra dando de comer a sus dos ovejas y a las gallinas, que le esperaban arremolinadas junto a la puerta del corral. Era una de sus horas favoritas, incluso en invierno: el frescor de la amanecida, el tímido resplandor que comenzaba a asomarse por el lejano horizonte, la sensación de ser el dueño absoluto del mundo; una sensación engañosa, bien lo sabía, pero nunca la había perdido. Era el momento de su toma de posesión diaria. Una mirada satisfecha a su alrededor, un frotarse las manos si el frío hacía temblar el cuerpo, a veces un suspiro de añoranza ante el campo adormecido. Luego, ya en casa, el sagrado rito del desayuno, el otro gran momento de la mañana: un par de huevos fritos con su chorizo y su vaso de vino, y ya podía el médico decir lo que quisiera; eso sí, terminaba siempre con un tazón de leche bien caliente. Hacía tiempo que se había acostumbrado a no necesitar reloj. La mañana se le iba en infinidad de actividades; había mucho que hacer, parecía mentira: ordeñar, partir leña, ordenar un poco la casa, hacer la comida. Después de recoger la mesa, la siesta, algún trabajo en su pequeño taller, la mirada de la tarde a los animales y sentarse un rato en el banco de afuera a ver la solitaria carretera, por la que muy de vez en cuando pasaba algún coche. Estaba solo en el pueblo desde hacía varios años, y ya no concebía una vida en otra compañía que la del perro que había aparecido por su casa una mañana y se había quedado junto a él. No se sentía abandonado; una vez a la semana pasaba por allí una furgoneta en forma de tienda ambulante que le aprovisionaba de todo lo que necesitaba; incluso el médico del pueblo vecino le visitaba a menudo para saber cómo estaba. A veces, cuando la melancolía ponía su peor cara, se echaba al camino y andaba los cinco kilómetros hasta ese pueblo y se sentaba un buen rato en la plaza solo para oír hablar a la gente, hasta que se daba cuenta de la vaciedad de sus palabras. No, no cambiaría su vida por ninguna. Había aprendido a vivir en su interior y daba por superfluo todo lo que podía llegarle de fuera.
Un día apareció por allí un coche con una pancarta. Se bajó una pareja joven, los dos vestidos con camisetas iguales y de aspecto desenvuelto; se acercaron a él, le saludaron y le explicaron que se estaba organizando una manifestación en Madrid para llamar la atención sobre el mundo rural y exigir la mejora de los pueblos para evitar su abandono; que debería inscribirse y asistir, que le recogería un autobús y que el viaje sería gratis. Les escuchó en silencio. Cuando acabaron de hablar, les invitó a sentarse en el banco a tomar un vaso de vino con unos tacos de queso y así hablar con más calma. Ellos miraron el reloj y respondieron que tenían mucha prisa y que no podían entretenerse ni un momento. Él se quedó callado, dejando deslizar la mirada sobre la inmensa calma de los campos solitarios y oyendo tan solo el profundo silencio que lo envolvía todo. Tenían prisa. Les miró con ojos entre socarrones y compasivos; ellos a su vez le miraban impacientes, esperando su respuesta. Cuando insistieron, movió la cabeza con una sonrisa y los despidió amablemente.

miércoles, 27 de marzo de 2019

El Museo del Prado


En la difícil búsqueda de cualquier tipo de consenso, de lo que tenemos evidencias cada día y en cada materia, apenas contamos con elementos que conciten por unanimidad los mismos sentimientos de respeto, protección, conciencia de su valor y necesidad de mantenerlo al margen de todo manoseo. Un acuerdo tácito en que no le toquéis, que así es la rosa. Todo, hasta lo más inocente, es susceptible de pelea y rifirrafes, aunque no sea más que para no dar la razón al otro. El campo donde más visible se hace, por supuesto, es el político, pero abarca hasta los rincones más pequeños de la sociedad. Por eso se hace doblemente valioso mantener fuera del alcance de toda lucha partidista todo aquello que representa lo más importante de nuestra esencia histórica y nuestra identidad como nación; esas instituciones que guardan lo que nos define y lo mejor que hemos hecho, como el Museo del Prado o la Biblioteca Nacional.
El Museo del Prado viene a ser la encarnación visual de una larga trayectoria histórica, en la que se funden todos los avatares relacionados con la vida, la estética, la cultura y la autoestima del país; un centro que guarda una completa manifestación de la fuerza creativa de nuestra nación y de nuestro entorno, un punto de irradiación de lo mejor que hemos sido y un testimonio insustituible de nuestra dimensión cultural. Cumple ahora doscientos años, en los que ha logrado convertirse en uno de los grandes museos del mundo, no tanto por la extensión de su nómina, pues no se trata especialmente de un museo enciclopédico, sino por la inigualable calidad de su conjunto. En sus paredes cuelgan algunos de los cuadros más emblemáticos de la historia universal de la pintura, y muchos grandes artistas tienen en él la representación más amplia de sus obras: Velázquez, Rubens, Goya, Tiziano, Murillo, Ribera, El Bosco, Patinir, Maíno, El Greco, Teniers, Brueghel, etc.
Como a otras grandes pinacotecas, al Prado puede irse con cualquier predisposición, que a todas va a satisfacer. Todos, busquen lo que busquen, tienen su oferta; todos encuentran un motivo de reflexión ante un tema o de admiración ante su resolución formal. Una visita a sus salas es una caminata repleta de belleza a través de todas las pasiones, miserias y grandezas del ser humano, envueltas en el envoltorio de la genialidad. Los temas se acumulan ante el espectador para que pueda elegir entre simplemente recrearse en los aspectos externos de dibujo, luz y color, que también es una forma de disfrute, o hacerlos suyos y tomarlos como motivo de reflexión: la brevedad de la vida y el triunfo de la muerte, en Brueghel; el erotismo como agente creador en la Dánae tizianesca; el sentido de la vida convertido en alegoría en El Bosco; la perfección y serenidad de la mirada velazqueña, capaz de dignificar la deformidad; las negras visiones que nos rondan, en Goya; las costumbres populares y la vida cotidiana en tantos; la emoción religiosa en muchos; la interpretación de los grandes hechos históricos; el recreo de los sentidos; la alegría de la luz y el colorido venecianos; la contención y el equilibro renacentistas. Sería inagotable la lista de posibilidades de remover sensaciones que se nos ofrece desde el tiempo detenido.

miércoles, 20 de marzo de 2019

En qué nos hemos equivocado

Me cuentan mis espías capitalinos que los madrileños que se encontraban por las calles con algunos catalanes dispersos, envueltos en sus banderas y con caras de cierta frustración porque a nadie le importaban un pimiento, tenían la sensación de estar viendo los restos de un desfile de carnaval, tan falto de interés que no despertaba ni curiosidad. Eso sí, no hubo insultos ni incidentes, solo indiferencia; la compasiva indiferencia que da lugar a una piadosa benevolencia. Madrid es una ciudad sabia, hecha de mil sedimentos a cual más poderoso, y con todos ellos ha configurado su atractiva forma de ser. Es muy difícil sorprenderla. Todos traen a ella su trocito de terruño y lo conservan como el rosario de la madre, pero, si hubiera que elegir, preferirían tener que devolverlo y quedarse allí. Y desde luego, nadie ha logrado hacerla suya en exclusiva. No hay ninguna ciudad más abierta ni menos amiga de ajustar cuentas con el pasado de quien llega a ella. Que ahora vengan unos fanáticos de mente abducida a insultar a España en el centro mismo de su capital gritando a la vez que no hay democracia, viene a ser una muestra, primero, de su estupidez, que no se da cuenta de su contradicción y, segundo, del quite por chicuelinas que les dieron los madrileños con su media sonrisa.
Y claro, allí estaba el molt honorable de turno, el tal Torra, que optó por echar mano de la conocida invocación del poeta Maragall a España, solo que sin pizca de lirismo. Escucha, España, y piensa en qué te has equivocado, nos grita este Torra. Pero hombre, don Qim, si no tenemos que pensar mucho. Es muy fácil; hasta yo puedo contestarle; e incluso usted, si se esfuerza un poco. Nos hemos equivocado en muchas cosas. La primera de todas en fiarnos de ustedes de buena fe, de caer en el engaño de creernos eso del seny y de la formalidad de la palabra de la que tanto presumen, de confiar en su fama de pueblo serio y leal, que pronto vimos que no era más que una inmensa mentira.
Nos hemos equivocado en concederles la autonomía y en confiarles transferencias, como la educación, que nunca debieron caer en manos tan desleales; en hacer con sus partidos pactos de gobierno en los que siempre ganaban ustedes; en aguantarles insultos, mentiras, desplantes, chantajes, calumnias, actitudes supremacistas y despectivas y campañas de desprestigio exterior; en no responder debidamente a la tergiversación continua de la Historia que hacen en beneficio propio.
Nos hemos equivocado al pensar que algún día su afán pedigüeño y su eterno lloriqueo victimista se saturarían; nos equivocamos haciéndoles tantas concesiones y dándoles las mejores infraestructuras, a veces en sangrante agravio comparativo con otras comunidades, sin darnos cuenta de que nacionalismo y solidaridad son conceptos incompatibles.
Nos hemos equivocado en confiar en la honorabilidad de su patriarca, un tipo camaleónico que resultó ser el mayor ladrón de Cataluña y el jefe de un clan familiar de delincuentes, mientras repetía como un mantra "España nos roba".
En todo eso y en más nos hemos equivocado, don Qim.