miércoles, 1 de mayo de 2019

Tras las elecciones

Si yo fuera analista político no tendría hoy espacio suficiente en este rincón para explicar todas las claves, conclusiones, causas, consecuencias y todo lo que trajo consigo la jornada de este domingo, pero como no lo soy y solo tengo la sencilla y simple visión del ciudadano de a pie de calle, seguramente voy a tener líneas bastantes para resumirla. Al fin y al cabo, fuera de los ámbitos abstractos y teóricos, y casi siempre abstrusos y desorientadores, cuanto más cerca esté la mirada del suelo con más nitidez se ven los detalles de la tierra que pisamos y más comprensibles parecen las cosas. Y desde esta condición de simple ciudadano votante que ha ido a depositar su papeleta según su mejor saber y entender, uno ha podido extraer algunas conclusiones, que son más bien una reafirmación de lo que se encuentra en cualquier confrontación electoral de todos los sitios.
La primera es que la política se alimenta a sí misma hasta constituirse en una sucesión ininterrumpida, como si fuera una función indispensable para que el cuerpo social siga vivo. Antes, el frenesí de una campaña interminable, un tiempo de continua sobreactuación que nos deja exhaustos; ahora la no menos sobreexpuesta y afanosa actividad de búsqueda de pactos para formar el núcleo de poder; luego, los movimientos de los contrarios para derribarlo, y siempre la omnipresencia mediática de sus protagonistas, sea cual sea el pretexto, incluso en las situaciones de mayor calma.
Luego están los motivos. Dinero, fama y poder, pero también el afán de mejorar la vida de los ciudadanos y la posibilidad de hacerlo desde arriba, que sin duda mueven a más de uno. El mundo de la política tuvo siempre una pinta muy golosa y cada vez acuden nuevos comensales a su mesa a intentar hacerse con un trozo del pastel, que antes era prácticamente de dos. Eso fomenta la práctica de la negociación en busca de acuerdos, pero complica el panorama hasta hacer difusos los límites de cada espacio, hace tambalearse el mantenimiento de los principios, propicia el amaño de acuerdos antinaturales y favorece una mayor lucha de egos. El riesgo de la ingobernabilidad se vuelve una inquietante posibilidad real.
Una tercera observación es la asombrosa capacidad de olvido que tiene la masa electoral. De olvido o de disculpa, no sé, el caso es que ya puede decir y hacer cada aspirante lo que quiera, todo tipo de mentiras, insultos, acusaciones, ya puede plagiar, ser incongruente con lo que predica, faltar a su palabra, mostrar una actitud chulesca y hasta ser un perfecto maleducado; todo se perdona y se olvida ante la urna. Candidatos que, según lo que se oye en la calle, no caen bien a nadie, resultan luego los más votados. Parece como si un piadoso velo cayera sobre lo visto y oído hasta difuminarlo, mientras los rasgos positivos permanecen con toda su brillantez.
Y que es ahora, terminada ya la función de las palabras bonitas y las promesas seductoras, cuando se va a ver quiénes son los que verdaderamente piensan en los ciudadanos y en el bien común por encima de sus intereses de partido. A los elegidos solo les vale ya el cumplimiento de lo prometido y a nosotros la posibilidad de rectificar en la próxima cita.

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