miércoles, 15 de mayo de 2019

Mejor buscar un buen libro

Es posible que, según dicen, la televisión que conocemos esté sometida a un proceso de cambio derivado de unos modos diferentes de producción visual. Han llegado nuevas plataformas que diversifican y amplían la oferta de forma insospechada, a la vez que nuevos soportes de recepción que permiten sacar de la sala de estar la contemplación del programa y llevarlo consigo tanto al tiempo como al lugar que se quiera. Se pierde uno en extraños nombres de redes ofertantes de todo tipo de series y productos con los que pretenden desmontar la hegemonía, tanto real como de querencia, que los canales tradicionales ejercen sobre los espectadores. Y no es de extrañar que sus audiencias busquen otros acomodos con nuevos aires. La vieja pantalla familiar, la de las cadenas generalistas, parece haber perdido la capacidad de ejercer aquella triple premisa fundacional que la caracterizó: formar, informar y entretener. Se ha convertido en un desfile de insulsez, incapaz de crear vibraciones en el espectador, carente de imaginación y de lugar para la sorpresa, sin acertar a coordinar el paso con el de la evolución de los gustos sociales.
Hay alguna cadena cuyo lema debe de ser el de dar una información lo menos complaciente posible con nosotros mismos, casi llegando a la autoflagelación. Deprime verla. Apenas tenemos ni hacemos ni hicimos nada bueno. Otra, la pública, tiene un aire gubernamental que pone una leve sordina en la credibilidad de sus informaciones sobre política. En todas se cultivan espacios de discusión que han ha dado lugar a una figura característica, la del tertuliano profesional, que muestra diversos niveles de calidad según de quién se trate, pero que suele tender a componerse de una mezcla de doctor sabelotodo, oráculo dogmático, arbitrista a tiempo parcial y practicante a tiempo completo del tópico y la frase hecha.
Por los programas del corazón, que vienen a ser la estrella de otra cadena, se mueve una galería de personajes que parecen salidos de una tabla del Bosco. Rostros y cuerpos de bisturí y silicona, cirolos semianalfabetos, caras bonitas como máscaras sin alma, actrices con algún pasado y sin ningún futuro, todos a cuestas con su insoportable insignificancia, apurando los pobres minutos del presente que se les ofrece a costa de quienes gustan de conocer sus miserias. Y todo ello entre insultos, gritos y un lenguaje que no va más allá de la media docena de vocablos. Un retablo grotesco con espectadores sin excesiva preocupación por su autoestima.
Los concursos, aquel género troncal de la tradición televisiva, tienen desde hace tiempo su versión al margen de la suerte o del saber. Han incorporado nuevos retos: hay que ser el mejor cocinero, el mejor imitador, el que hace las mejores reformas, fingir que se sobrevive en una playa o simplemente estar encerrado con otros en una casa durante un tiempo dando rienda a los instintos más primarios mientras se convierten en nuevos héroes del famoseo. A eso se llama estúpidamente telerrealidad, como si la realidad más cotidiana fuera la de estar haciendo el vago en una casa durante seis meses. Mejor buscar un buen libro.

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