miércoles, 5 de junio de 2019

En la red

La mujer no debió de ver más horizonte que una negrura existencial de imposible salida y no fue capaz de seguir viviendo así. Eran demasiadas miradas morbosas, demasiadas sonrisas de doble intención, demasiada opresión en el alma ante una vorágine de efectos que no podía ni comprender ni asimilar. Varios años ya desde aquel maldito día en que decidió grabar y enviar a alguien aquellas imágenes que ahora estaban en el móvil de todos sus compañeros. No podía resistir más; ni la traición, ni la deslealtad, ni las miradas socarronas a su alrededor, ni los murmullos disimulados, ni los silencios que querían parecer bienintencionados. Y se ahorcó. Ni su bebé de nueve meses ni su otro niño de cuatro años fueron fuerza suficiente para retenerla en un mundo que se le había vuelto hostil. No hizo lo que aquella otra mujer que, en un caso similar, aprovechó la situación para hacer suyo el cuarto de hora de éxito que la vida da a cada uno y logró incorporarse al mundo del famoseo televisivo, allí donde el motivo de la popularidad no cuenta nada, hasta que la cadena del cotilleo, después de exprimirla, la mandó al olvido. Lo que en una fue bochorno, pundonor y sonrojo, en la otra fue desvergüenza, oportunismo y aprovechamiento comercial.
La revolución tecnológica en las comunicaciones es tan rotunda y llegó tan de repente que parece que no nos hemos adaptado aún a las nuevas reglas que impone ni somos conscientes de sus consecuencias. Atrapan en sus redes a una serie de víctimas que poco pueden hacer para librarse: a los incautos, a los excesivamente confiados, a los de escaso alcance mental, a los que tienen el corazón como único rector de sus impulsos. Allí quedan debatiéndose entre los hilos hasta que los depredadores se cansen de verlos y vayan en busca de otras presas. El prometido paraíso de libertad se ha convertido en el mayor ámbito de linchamiento y ausencia de comprensión hacia el débil, y todo ello de forma irreversible. Siempre se ha dicho que hay tres cosas que jamás se pueden volver atrás: la palabra dicha, la piedra tirada y el tiempo perdido; ahora cabe añadir lo que se cuelga en internet. Porque, además, su poder es invencible por su inmediatez y su inmensa capacidad de penetración. La Dolores se vio en coplas que recorrieron España, pregón de infamia de una mujer; las de ahora se ven a todo color en una pantalla que se lleva en el bolsillo, en cualquier lugar del mundo y todas las veces que se quiera. Hoy no son las gentes de mala lengua las que insinúan; son imágenes incontestables que, para más dolor, salieron de uno mismo.
No conozco el vídeo de esa mujer, pero puedo imaginar que quizá lo hizo con algo más que un simple impulso ocasional en el que solo habitaban los instintos más primitivos. Regalar la intimidad a otro es un acto de entrega confiada que incluye algún componente de afecto y puede que de cariño. Luego la vida se le hizo imposible y tomó otra decisión equivocada, pero digna de comprensión y empatía, disculpable en el marco de la debilidad humana. Bastante más merecedora de respeto que la de esos miserables que recibieron el vídeo y, en vez de correr un velo sobre él, lo reenviaron a otros.

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