miércoles, 12 de junio de 2019

Días de tregua

Junio es tiempo de fin de curso y ansias de verano. Hasta la actualidad parece cansada y se remansa para tomarse un respiro después de unos meses agitados por los vientos políticos de la primavera que, no se sabe por qué, siempre soplan con ansias de trascendencia. Luego, en otoño, volverán a las andadas, pero ahora la efervescencia política ha dejado paso a una cierta calma; debe de ser el propio cansancio de las palabras.
La noticia trágica nos llega de Holanda, el país de la continua sorpresa progresista, y nos habla de esa chica de diecisiete años que, harta de la vida, decidió acabar con ella, y el Estado holandés la ayudó en su empeño. Padecía un dolor psicológico insoportable, derivado de abusos sexuales que sufrió, según alegó, y le cumplieron el gusto. Qué desesperación, qué profunda oscuridad la envolvería para que nadie fuera capaz de aliviarla y mostrarle un resquicio de esperanza; solo el camino de ida. Uno no está capacitado para considerar en su totalidad la complejidad de aspectos éticos, legales y sociológicos del caso, y mucho menos para juzgar a los demás, pero da que pensar que una sociedad civilizada no sea capaz de encontrar un alivio al dolor psicológico de una adolescente antes de autorizar a que la maten. Y aún más allá, y al margen de la lógica compasión por esa vida arrancada, nos ofrece una invitación a lanzar otra mirada interrogante sobre el eterno misterio de la muerte a través de una pregunta hecha desde el lado opuesto: ¿De quién es la vida? ¿Puede un Estado considerarla suya y quitársela a quien se lo pida? Y otra: ¿Es posible que esa niña de diecisiete años no tuviera posibilidad de salvación? A veces produce vértigo pensar qué clase de mundo estamos preparando, en nombre de no sé qué solemnes apelaciones al progreso, a los que vienen detrás de nosotros.
Aquí, en el ámbito doméstico, calmadas ya las marejadas electorales, lo que está ahora en ebullición más o menos silenciosa es el vaivén de ofertas y contraofertas de los partidos con vistas a conseguir las mayores cuotas posibles de poder en los tres niveles de nuestro sistema político. Más o menos lo de siempre. El caso es que no se está mal con el Gobierno en funciones. No se sacan nuevas leyes, no se producen destrozos ministeriales, no nos despertamos con sobresaltos ni con nuevas prohibiciones, no se llevan a la práctica ocurrencias y el país sigue funcionando en su día a día sin mirar a babor ni estribor, indiferente a que en el puente de mando solo se hagan labores de mantenimiento. A veces no nos damos cuenta de la solidez estructural de esta vieja nación, hecha de mil experiencias, ni de la fortaleza de su sociedad.
En fin, que se nos ha ido Ibáñez Serrador, el hombre que mejor supo hacer cumplir a la televisión su noble misión de entretener. Toda una generación confió sus mejores momentos de cada noche ante el televisor a su ingenio, y a todos ofreció la posibilidad de elegir según sus preferencias: el humor, la diversión, el miedo, la información, el misterio. Desde luego, era otra época televisiva.

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