miércoles, 26 de febrero de 2020

El mayor homenaje


Estamos en el año Beethoven y, como era de esperar, el mundo de la música se llena de conciertos, conferencias, publicaciones y todo tipo de actos en honor del sordo que supo convertir su propio silencio en las más profundas y bellas expresiones sonoras. Mucho se ha escrito sobre él y su obra a lo largo de estos dos siglos desde su muerte, muchos los estudios e infinitas las muestras de admiración que ha suscitado su música, pero uno cree que el homenaje más sincero y humilde que se le tributó jamás nos la da la escena que muestra a Schubert caminando en solitario detrás de su féretro el día de su entierro. Era un día de marzo vienés, frío y ventoso. El músico de Bonn había muerto el día anterior, y todo el que representaba o quería representar algo en la sociedad vienesa había acudido a despedir al hombre huraño y genial, que había llevado a la música aún más allá de Mozart y de todo lo conocido y por encima de todo convencionalismo personal y social. La devoción de Schubert por Beethoven, sin embargo, no tenía un carácter fenomenológico, sino intemporal y en cierto modo simbiótico; era la admiración de un creador por otro; la devoción profunda y silenciosa que siente el genio, aunque aún no tenga conciencia de serlo, por otro que lo es ya de modo absoluto y fecundo. En toda su vida, Schubert no se había atrevido a presentarse ante Beethoven por pudor artístico y acaso también por la fama de antisocial y de imprevisible que tenía el gran sordo; su veneración por la figura y la obra del maestro, que llegó a rozar lo obsesivo, fue siempre de condición silenciosa y tal vez algo dolorida, como lo son todos los sentimientos irrenunciables.
En aquel marzo de 1827, mientras todo el que quería hacerse ver en Viena desfilaba en el cortejo con sus mejores galas fúnebres, entre comentarios sobre la última anécdota del finado y con la cara de circunstancias que la ocasión requería, Schubert caminaba solo, detrás de la multitud, llevando en la mano su propia hacha y con sus ojillos miopes fijos en algún punto indefinido. Uno cambiaría de buena gana más de un conocimiento por saber qué pasó por la mente de Schubert en aquel momento, aunque, a falta de ello, cree que bien puede imaginarlo. En verdad, pocas imágenes de humilde admiración y homenaje callado del genio al genio pueden encontrarse en la larga crónica de las relaciones artísticas.
Schubert murió al año siguiente de Beethoven, un día de otoño, sin llegar a cumplir los treinta y dos años. Ambos descansan en el mismo cementerio.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Pecado original


A nuestros gobernantes municipales no les ha parecido nada bien la posibilidad de que la Universidad Laboral fuera propuesta como candidata a ser Patrimonio de mundial de la Unesco. El origen. Esa es la cuestión, el origen. Está en pecado concebida. De ahí que durante muchos años se la haya dejado languidecer, se haya minimizado su valor patrimonial y hasta fuera considerada por algunos como un estorbo molesto por su condición de testimonio. Se dictó contra ella la vieja condena a la "damnatio memoriae". Se la desproveyó de sus señas de identidad y se arrancaron sus símbolos y sus marcas de nacimiento para situar su origen en el limbo de la bruma histórica. Se desvirtuó parte de su función, se borraron sus referentes fundacionales, se ocultaron pinturas, se le añadieron pegotes y se quitaron motivos decorativos, con lo que dejaremos a nuestros hijos un edificio amputado y les negaremos el derecho a juzgarlo por sí mismos en su integridad original. Pero es que, además, es inútil. El conjunto de la Universidad Laboral responde a un concepto indivisible. Todo en ella, el aspecto externo, la concepción estética, la disposición arquitectónica, la simbología espacial, la finalidad, todo es claramente representativo de la ideología que la creó, y eso seguirá siendo inevitable salvo que se la destruya hasta los cimientos. ¿Para qué mutilarla, entonces? Es como pretender que un león deje de parecer un león porque se le corten cuatro pelos del rabo.
Sin duda en algunos primará una pretensión honesta de acabar con las manifestaciones simbólicas de un régimen antidemocrático, pero en otros se adivina un resentimiento que no les es posible arrancar del subconsciente. Son los mismos que se empeñan en que esté para siempre estigmatizada por su marca de origen. No importa su aportación a la formación cultural y profesional de nuestros jóvenes, ni su contribución al prestigio de la ciudad, ni su condición de último recurso de tantas familias que tuvieron en ella la única oportunidad de forjar un porvenir para sus hijos.
Es muy posible que nuestra Universidad Laboral no consiga entrar en esa selecta lista de la Unesco, pero que sea por razones puramente objetivas, según se ajuste o no a los requisitos exigidos, y no por la forma de pensar de quienes la concibieron y la levantaron. Y en todo caso, guste o no su origen, despierte o no su poderosa silueta resquemor en los espíritus más sectarios, lo cierto es que, después de 2.000 años de historia, es el único monumento notable que Gijón puede enseñar al forastero.

miércoles, 12 de febrero de 2020

El futuro como meta

Cuando uno se detiene un momento a pensar en el tiempo en que le ha tocado vivir, se da cuenta de que el transcurrir de los años es una carrera detrás de una sombra que se aleja según nos acercamos a ella. Siempre tenemos el futuro como meta, y el futuro llega y no encontramos en él más que lo que teníamos en el presente, y volvemos a preguntarnos cómo será el nuevo futuro, y los que lo vivan sabrán que resultó ser el mismo de siempre. Parece como si los años, cuando se miran en gran cantidad y a distancia de futuro, tuvieran la facultad y hasta la obligación de renovar completamente la instalación vital del ser humano. Estamos ya en el siglo XXI bien entrado, pero aún no intuimos ni por asomos al hombre nuevo que alumbrará este milenio, por muchos esfuerzos que hagamos. ¿Cómo será el mundo en el 2120? Tenemos tendencia a imaginarlo muy ajeno al nuestro, poblado por personas con mentalidad, preocupaciones e inquietudes nuevas, y en las que hasta los sentimientos serán distintos. A lo mejor es que el futuro, al contrario que el pasado, no lo tenemos, y lo que no se puede tener suele parecernos prestigiado por un cierto halo de superioridad.
Estos años de nuestro presente fueron el futuro de otros, que a su vez lo imaginaron lejano, misterioso y cumplidor de anhelos imposibles entonces. En él se adivinaba la certeza de una nueva humanidad y un nuevo contexto, como consecuencia de un progreso inimaginable, o en todo caso, con la confianza de que cumpliría alguna ambición personal no satisfecha en su tiempo. Orwell fijó en 1984 el año de la entrada del hombre en una nueva era; Clarke tomó el 2001 como la fecha en que sería posible desarrollar una complicada odisea espacial; Stendhal escribió en 1835 que el único premio que pedía era el de ser leído en 1935; Ensor, en la treintena, quiso representarse a sí mismo en 1960, cuando tuviera cien años, y naturalmente pintó un precioso esqueleto.
Todas estas fechas ya se han superado y se superarán otras tantas y otras más que las generaciones venideras fijen como hitos, y no habrá situaciones nuevas ni hombre nuevo, porque el futuro llega cada día a velocidad constante y sin darnos cuenta, de forma que nunca podremos saber cuándo entramos en él. No hay saltos ni barreras ni señales, ni siquiera las que los hombres tratamos de fijar con nuestra numeración de los años y los siglos. El hombre del 2120 seguramente se extrañará de que nosotros sublimáramos su tiempo, porque ha entrado en él con el deslizamiento imperceptible con que se mueve la vida y no ha tenido ocasión de establecer una comparación por sorpresa.
No es el tiempo el que puede alumbrar un ser humano nuevo, sino el pensamiento; un pensamiento excepcional, genial, improbable, pero sólo él es capaz de modificar el estado espiritual y la conducta de la humanidad, según se ha comprobado a lo largo de su historia. Quizá, en el fondo, a todos nos gustaría poder atisbar como será la vida de los que anden por aquí dentro de un siglo, pero, dejando fuera los aspectos tecnológicos, seguramente encontraríamos un cuadro con protagonistas ya conocidos.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Densa actualidad

La actualidad de estos días da para satisfacer de sobra el ansia que consume la opinión pública en cuanto se conecta a las redes. Viene tan cargada que se dobla por el exceso de su propio peso, como si los acontecimientos se hubieran encaprichado de este enero loco y de este febrero que no parece venir mejor. Se juntan en unos días sucesos que habitualmente sólo ocurren muy de tarde en tarde, sin dejarnos perspectiva para asimilarlos; sucesos cuya trascendencia sólo comprenderemos a la larga, sin que ahora seamos conscientes de la importancia de ser sus testigos. Luego, es verdad, el tiempo quizá les dará otro cariz, o puede que algunos se queden para siempre perdidos en los megas de algún almacén de memoria. No todos los hechos que vivimos quedan prendidos a nuestra vida, pero mientras suceden nos afectan siempre de alguna manera.
  Los británicos han consumado su "brexit" y ya están donde estaban antes de su arrebato de amor por Europa, hace casi 50 años. Lo que pareció en un principio un gesto de rebeldía grandilocuente, alimentado por el afán de seguir nutriéndose de las añoranzas del imperio y de satisfacer su carácter de oveja solitaria, terminó demostrando que no era totalmente impostado. No hubo titubeos en los ejecutores; tampoco alegría generalizada, ni tristeza que no estuviera matizada por alguna esperanza, ni más certeza que la de que ser dueño del propio destino lleva consigo la esclavitud de tener que acertar. En estos casos, más que en ningún otro, es donde el único que podrá decirles si han acertado o no será el tiempo.
De China, una vez más, nos llega un virus de esos que surgen nadie sabe de dónde, y que se extiende a sus anchas llevándose vidas, hasta que se consigue preparar la primera y más básica de las medidas de defensa: el aislamiento del foco afectado. El recuerdo de mortandades pasadas por pandemias semejantes siempre trae un eco inquietante, pero por suerte, de todas se ha aprendido. En esto sí que no puede haber discusión sobre el progreso de la humanidad. El terror medieval se ha convertido ahora en una mirada preocupada hacia un enemigo contra el que es posible luchar, y, en el caso de España, en una serena confianza en nuestro sistema sanitario.
Hay más cosas en la actualidad, claro está. Por ejemplo la grosería y mala educación, otra vez, de esos impresentables tipejos a los que pagamos suculentos sueldos por pavonearse por ahí como diputados, y se niegan a asistir a la inauguración de la legislatura que preside el rey. O la ristra de mentiras de un ministro, que a estas alturas ya ni él mismo debe de saber cuál fue la verdad de su nocturna visita aeroportuaria. O la autorizada voz de un dirigente sindicalista paleto y bien acomodado, con poco que agradecer a la madre naturaleza por las luces recibidas, insultando a los agricultores que se manifiestan por la miseria con que se paga su trabajo: "Son la derecha terrateniente y carca". Un tipo admirable.
En el lado contrario, los medios también nos han traído hechos optimistas y sucesos que nos reconfortan para el futuro. Por ejemplo... a ver... bueno... seguro que alguno hay.

miércoles, 29 de enero de 2020

La mentira como norma

En la educación que recibimos de niños, tanto en la escuela como en casa, al menos en mi generación, se nos inculcaba que debíamos huir de la mentira y decir siempre la verdad aunque tuviese consecuencias, porque al mentiroso se le descubre en seguida -ya se sabe, lo del mentiroso y el cojo-, y luego todo el mundo le desprecia y no merecerá nunca la confianza de nadie. Es lo que tiene una educación alimentada por la moral, en este caso estrictamente natural; que contribuye a formar personas con valores útiles a la sociedad y respetuosas con la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Luego la vida nos enseñó que no se puede dar a este espacio un carácter dogmático, porque tiene unos límites poco definidos y muy vulnerables a las circunstancias del momento. Que no es lo mismo mentir que ocultar la verdad; que hay mentiras disculpables porque el beneficio que se obtiene con ellas es superior al mal que supone el hecho de mentir; que es aceptable, por ejemplo, una mentira que sirve para alimentar la ilusión de un niño o para no hacer sufrir a alguien. Excepciones cuya evidencia ha de ser absolutamente clara, porque el hecho es que la mentira supone ausencia de la verdad, es decir, de la seguridad de una certeza como referencia.
La mentira habita en todas las latitudes y ocupa todos los espacios de las relaciones humanas, aunque hay lugares con más fama de acogerla bien. Aquello de Bismarck, de que nunca se miente más que después de una cacería, durante una guerra y antes de unas elecciones, puede ser una graciosa ocurrencia, pero no es precisamente una mentira, sobre todo en el último caso. La política es, seguramente ha sido siempre, el refugio donde toda mentira encuentra su asiento, antes y después de las elecciones. Maquiavelo la definió de forma más cruda: "La política es la mentira bajo una máscara de servicio a la ciudadanía". Hemos aprendido a convivir con ella y nadie, ni el embustero cogido en la mentira ni el ciudadano engañado, se inmuta; se acepta su presencia como si se fuera inherente a la esencia del oficio. Todavía hace unos días, un ministro de este Gobierno negaba haber realizado un hecho que le comprometía, y cuando se vio acorralado por la evidencia dio tres versiones distintas de él; o sea, que mintió cuatro veces. Pues ahí sigue, en su puesto, sin una mancha de rubor en la cara, él, que tanto clamó contra cualquier afirmación simplemente dudosa de los adversarios.
Al mentiroso le conviene tener memoria porque la mentira, una vez dicha, es muy terca y difícil de eliminar; para ocultar una hacen falta luego muchas más. Las hemerotecas, la propia memoria individual o colectiva y la opinión social que merece el fulero son los peores enemigos de la mentira. Se la considera la única habilidad que tiene la gente de escasa capacidad o un recurso de personas mezquinas. Hasta se evita llamarla por su nombre por si resulta ofensivo; en cualquier diálogo, sobre todo en tribunas públicas, se procura eludirla mediante rodeos menos agresivos: eso es incierto, está usted faltando a la verdad, no se ajusta a la realidad, etc. Pase que los políticos no cumplan lo que prometen, pero al menos que no nos mientan.

miércoles, 22 de enero de 2020

Tómense un respiro

Si la primera labor de un gobierno es hacer lo posible por encontrar soluciones a las necesidades de los ciudadanos y no buscar más problemas; si uno de los objetivos primordiales de su ejercicio ha de ser el de incentivar todo lo que nos une y tratar de llegar a un acuerdo en lo que nos separa; si toda su actuación ha de guiarse por la meta del bien común, al margen de conveniencias partidistas, procurando buscar el equilibrio a la hora de satisfacer las aspiraciones de las mayorías y las minorías; si todo eso es así, este Gobierno de aluvión que hemos estrenado tiene trazas de haber empezado su camino con el pie torcido y con un rumbo inquietante. En apenas una semana que lleva ejerciendo ha puesto en muchos sectores de la sociedad un punto de desasosiego y ha hecho que se activen algunas alertas ante la entrada en tropel de sus miembros en todos los ámbitos. Tal parece que tengan una urgencia inaplazable en acomodar la realidad a sus propósitos, y a ello se han puesto irreflexivamente sin pensar en los cacharros que puedan romperse. En su preocupación obsesiva por la exhibición del poder no dejan puerta sin abrir ni cuarto que revolver.
No han tardado en agitar la crispación y provocar una fractura en el órgano de los jueces con el nombramiento como fiscal general de una señora de las suyas, a la que nadie se atreve a aplicar el calificativo de idónea. En Igualdad, la flamante ministra, esa señora que siempre parece estar riñendo, cesa a una directora recién nombrada por ser blanca y de paso nos obsequia con una de sus aportaciones a la lengua: la palabra racializada. A la ministra de Exteriores le ha faltado tiempo para permitir la reapertura de las llamadas embajadas catalanas, en contra de la sentencia de la audiencia de Cataluña. A la erudita vicepresidenta primera ha tenido que calmarle la Real Academia Española su preocupación por que la morfología del lenguaje constitucional deje fuera a las mujeres. Existe inquietud en la Guardia Civil ante el nombramiento de su nueva dirección y por los pactos en los que su expulsión de alguna provincia aparece como moneda de cambio. Hay por ahí una directora de un organismo de la Mujer que explica lo negativa que es la heterosexualidad y dice lo que tienen que hacernos a los hombres para acabar con ella. Y en esto sale la ministra de Educación y dictamina solemnemente que los hijos no pertenecen a sus padres. Pues nada; si hacen algún estropicio, que lo pague el Estado.
Va a ser una legislatura muy animada, en la que no vamos a aburrirnos por falta de sorpresas y ocurrencias estrafalarias, viendo algunos nombres de quienes mandan. Nos obsequiarán cada día con el manual de gobierno propio de esa coalición, pero la cuestión más importante es cómo va a quedar la casa cuando acaben su mandato. Qué panorama nos espera al final de su actuación, porque ahora todos los radicalismos asoman sin que nadie desde dentro trate de poner en ellos una mirada sensata. De momento esta es la hora de los extremistas de todos los ismos. Por cierto, no deja de tener su pequeña gracia sentirse sacerdotisas del credo feminista y tener que firmar Calvo, Montero o Delgado.

miércoles, 15 de enero de 2020

Palabras inútiles

Observar las caras de sus señorías el otro día en el Congreso durante la sesión de investidura bien podía ser un ejercicio para estudiosos de lo curioso y hasta de quien tratase de escribir una tesis sobre las formas de perder el tiempo. Era una colección de rostros conscientes de saber dónde estaban, atentos a lo que se decía desde la tribuna, pero con la atención que nacía de la simple cortesía o acaso de la obligación que contrae todo el que cobra por un ejercicio. Caras aparentemente aplicadas e interesadas por los discursos, que ocultaban su carácter de barrera impermeable a todas las palabras del contrario. Cuando éste hablaba todo les resultaba indiferente. Se ponían el escudo antivirus y a oír sin escuchar. Daba igual lo que dijera el orador de turno; de nada valían los argumentos, ni la belleza oratoria, ni la importancia de los temas expuestos. Los mismos oradores sabían que su esfuerzo era vano y sus discursos absolutamente inútiles; daba igual el desarrollo dialéctico y todas las aplicaciones de los recursos de la lógica. En realidad daba igual todo lo que dijeran. El voto de los presentes ya estaba predeterminado y era inmune a cualquier razonamiento. Y así fue; el número de votos en uno y otro sentido coincidió exactamente con lo previsto. Aunque muchos diputados de un partido habían manifestado hasta entonces tener posturas distintas, al final todos dieron un vuelco a sus convicciones en el mismo sentido y al mismo tiempo y hora que su jefe.
Aplastar la conciencia propia en aras de otros, acallar su voz para no verse expulsado del rebaño y de la posibilidad de seguir pastando tranquilamente en las cómodas praderas del hemiciclo, anular sus convicciones más personales para no aparecer como un rebelde disidente, esa es la desgraciada función que la mayoría de los políticos se ven obligados a ejercer una vez deciden dedicarse a esta actividad. Da igual que se trate de una de esas cuestiones que rozan lo moral y que afectan a las convicciones más íntimas, que del diseño de una gran obra que beneficiaría a la propia región. A la hora del voto, el diputado mira la señal que le indica el botón que tiene que pulsar, y las consideraciones propias y la voz de la conciencia se retiran derrotadas. ¿Cómo van a oponerse estas trivialidades a la suprema voz de su amo? ¿Qué importancia pueden tener las pequeñas verdades personales ante la verdad absoluta que encarna el sumo sacerdote del partido?
¿Cuántos de quienes han votado sí al presidente lo han hecho verdaderamente convencidos de que esas sombrías compañías que se ha buscado son las más adecuadas para gobernar España? ¿Cuántos han tenido que poner tapones en los oídos de su raciocinio y de sus convicciones para dar su voto afirmativo a lo que hasta ahora habían tenido por un disparate? Solo una diputada se atrevió a poner su propio criterio por encima de la disciplina de voto, aun a riesgo de enfrentarse a su partido. Dura servidumbre del político esa que le impide ejercer lo que él mismo tiene como bandera: el derecho a la libertad. En este caso la libertad de conciencia, quizá la más digna de todas las libertades.

miércoles, 8 de enero de 2020

Buenos deseos

Acaba de echar a andar el año y aún estamos en tiempo de deseos, e incluso de propósitos, que aunque las dos sean cosas más bien inútiles, cada año descubrimos que nos son necesarias, quizá porque nos dan la medida de nosotros mismos. Vamos a dejar los propósitos, que siempre terminan por pedir cuentas, y a limitarnos solo a los deseos, más que nada porque están relacionados con la ilusión. Es cierto que está en nuestra naturaleza el tener más deseos que necesidades, pero los deseos siempre encierran una carga de esperanza que nos viene muy bien para sobrellevar nuestro vivir, y estos momentos en que el calendario divide el tiempo son propicios para que sintamos la necesidad de formularlos, como si alguien los pudiera recoger.
Está aún recién nacido este año de final de década, redondo, díptico, eufónico, bisiesto y tan imprevisible como todos. ¿Qué nos traerá? ¿Qué líneas estarán escritas en sus páginas, aún sin abrir? Cuesta trabajo darle una cordial bienvenida, a juzgar por la cara que asoma, pero vamos a caer en la ingenuidad de creernos aquello que apetecemos, que al fin y al cabo es una condición natural de los hombres, y expresar algunos de nuestros deseos para este año que empieza.
Que nos vaya todo bien. Que sea un año amigo. Que en vez de problemas nos traiga soluciones. Que nos haga un poco mejores a nosotros y a las circunstancias que nos rodean. Que no nos ponga en situaciones decisivas ni nos traiga turbulencias de ánimo en las que no encontremos una luz. Que cuando den otra vez las campanadas podamos decir que ha sido el mejor año que hemos vivido.
Que alguna estrella bondadosa llene de sensatez los caletres de nuestros gobernantes. Que esa extraña amalgama que nos va a gobernar no nos traiga un sobresalto cada mañana y, sobre todo, que no cause el estropicio que se teme. Que ciertos políticos sientan la necesidad de retirarse a una solitaria cabaña del desierto a meditar allí sobre cosas más inofensivas y más acordes con sus capacidades, por ejemplo sobre cómo encontrar un mejor sistema para destripar terrones. Que los dioses que velan por los ciudadanos de a pie nos protejan de los vaivenes oportunistas de un presidente cuyas afirmaciones no tienen ningún valor, y que ha convertido sus principios, si alguna vez existieron, en una baratija de mercadillo que se vende y se compra según la conveniencia del momento.
En el pequeño mundo particular de cada uno, que es donde los deseos cumplidos alcanzarían su verdadera trascendencia, hay pocos que se salgan de lo primario, porque es en este grado donde se encuentra lo más próximo que podemos estar de la felicidad: salud, amor, paz, trabajo, suerte, alegría, bienestar económico, armonía familiar, buenas noticias, momentos de ocio, sueños conseguidos. Y el mayor de todos: que se cumplan, al menos algunos.
Pues eso. Que tengamos todos un feliz, boyante y esperanzado 2020.

martes, 31 de diciembre de 2019

Feliz Año


Feliz Año Nuevo
 
Año de final de década, redondo y bisiesto,  bienvenido a nuestras vidas. ¿Qué nos traerá? ¿Qué líneas están escritas en sus páginas, aún sin abrir? Solo podemos expresar deseos y desde aquí va el nuestro:
Feliz, próspero y esperanzado 2020.

martes, 24 de diciembre de 2019

Feliz Navidad

Feliz Navidad  a los que la denigran sin que sepan explicarnos por qué; a los que solo pueden ver en ella tristeza; a los que la vida grabó estas fechas a fuego en el alma y precisamente por eso se han convertido en cicatrices que jamás pueden ocultarse; a los que lloran en soledad y a los que se aturden en compañía. Que algo pueda hacerlos felices, aunque sea un solo momento.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

La décima sinfonía


Entre la hojarasca informativa que nos cae encima cada día, leemos una noticia que se escapa de los titulares que acapara la política casi en exclusiva: una máquina con un programa de inteligencia artificial ha compuesto la décima sinfonía de Beethoven. Suena a pretenciosidad de futuro o quizá a un eureka triunfal de dudosa base real, pero, dicho así, sin matices, el hecho viene a ser ese. La décima sinfonía es uno de esos temas recurrentes de la historia de la música que se ha querido convertir en enigma, sobre la base misma de su existencia o de las elucubraciones novelescas sobre la suerte que habría corrido la partitura. La realidad es muy simple. Se sabe que Beethoven tenía el propósito de escribir otra sinfonía después de la novena. Una semana antes de su muerte escribió a un amigo diciéndole que ya la tenía esbozada. Se conservan algunos de estos esbozos y notas sueltas dispersas entre sus papeles, y sobre ellos hubo algunos intentos por parte de algunos musicólogos por completarla, pero sin éxito. La sinfonía solamente sonó en la mente del compositor.
Ahora una máquina de esas que trabajan con un programa de inteligencia artificial, ha concluido la obra partiendo de la gestión, hecha por un algoritmo, de los pocos datos que se tienen de lo que no es más que una intención expresada en unas breves notas. El proceso ha sido largo y complejo, y viene acompañado de unas explicaciones técnicas por parte de sus autores, que, entre tecnicismos incomprensibles y justificaciones más o menos convincentes, nos dejan una pregunta inquietante: ¿Llegarán las máquinas a superar la creación artística que hemos desarrollado a través de los siglos y sobre la que sostenemos nuestra cultura y toda nuestra civilización? ¿Suplirán los algoritmos al esfuerzo, inspiración y cualidades individuales de los compositores que conocemos y que nos han proporcionado tanta belleza?
Por suerte no parece que ni aún las máquinas más inteligentes puedan traspasar la barrera de la racionalidad y llegar al espacio donde habitan las pasiones y las conmociones, lo fieramente humano. Porque el arte existe como objeto del sentimiento y no del entendimiento. Cuando se pretende crear usando solo la inteligencia suelen producirse verdaderas tonterías. El arte está inspirado por un concepto de vida; nace del espíritu, no de un mecanismo artificial. Cómo puede saber el tal aparato qué música sonaba en la cabeza de Beethoven. A veces dan que pensar esos empeños absurdos en alcanzar algo que al final no tendrá más interés que la curiosidad informativa de un día, porque la obra resultante nacerá con el sello de la falsedad o, cuando menos, de la duda.
Dicen los que han escuchado la sinfonía que no suena a Beethoven, que es aburrida y carente de matices. Pues claro. Por asombrosas que lleguen a ser las máquinas y por mucho que nos maravillen con sus increíbles capacidades técnicas, siempre estarán condenadas a trabajar sin emoción ni capacidad de penetración en los escondrijos más profundos del espíritu, allí donde se asientan los sentimientos que nos hacen ser como somos.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

La cumbre del clima

Qué de cosas raras ocurren en estos días de final del año. Debe de andar la Tierra por alguna región oscura de su órbita, porque están sucediendo muchos hechos atípicos a la vez. Revueltas callejeras simultáneas en diversas ciudades de tres continentes, negras sombras en torno a la continuidad del presidente norteamericano, ambiente de incertidumbre en Europa, y aquí, en España, una situación política que entra en un arriesgado proceso de pactos peligrosos, del que hasta ahora se había huido precisamente porque siempre se vio que tenía mucho más de riesgo que de solución.
Atípica está resultando también la Cumbre Mundial del Clima que se está celebrando en Madrid, y no por lo que se espere de sus resultados, que serán los mismos que los de otras cumbres, o sea ninguno, sino por la llegada de esa niña sueca a Chamartín, convertida en la estrella indiscutible de la reunión. Cuántos papanatas atropellándose en el andén de la estación por lograr una simple mirada de una adolescente que llegaba con expresión de indiferencia, quizá por el cansancio de su extravagante viaje. Con su cara de eterna enfurruñada, sus mensajes simples y directos y la ayuda de una poderosa maquinaria promocional, ha logrado atraer sobre sí la atención de medio mundo, pero uno no puede evitar la impresión de que en el fondo no es más que una pobre niña manipulada por quién sabe qué oscuras manos, aturdida y desubicada, a la que le están privando del lugar en la vida que le corresponde por su edad y que pronto se convertirá en un juguete roto. No tiene ella la culpa de presentarse como la estrella mesiánica que nos ha de mostrar el camino hacia la salvación del planeta; bastante tiene con ser arrastrada a una situación de continuas contradicciones, aunque quizá su enfermedad la ayude a protegerse de ellas. La realidad es que mientras los científicos apenas pueden hacer oír su voz, el mundo está pendiente de cualquier frase de una chiquilla de dieciséis años que, por cierto, no dice más que tópicas obviedades y cuya única solución que ha aportado hasta ahora es la de cruzar el Atlántico en un barco a vela.
Uno confiesa que pertenece al batallón de los escépticos que creen que efectivamente se está produciendo un cambio del clima, pero que es inherente a la evolución del propio planeta. Su historia climática se resuelve en una sucesión de ciclos alternos de glaciaciones y épocas cálidas, y ahora estamos en un período interglacial. El cambio forma parte de la naturaleza; el hombre no puede ni provocarlo ni detenerlo. Las gentes del Paleolítico no contaminaban y también vieron cómo la tierra se calentaba y se extendían los desiertos. Seguramente ahora la acción del hombre contribuye de algún modo a alterar el ritmo del cambio, pero aunque la humanidad desapareciese, la Tierra seguiría con sus ciclos, indiferente a todo. Por supuesto que hay que cuidarla; debemos procurar no agredirla con desechos evitables y tratar de pasar lo más inadvertido posible en ella, pero sin histerias, sin arrimar las ascuas a ninguna sardina política y, desde luego, sin montar ningún circo de esos que tanto gustan a la gentecilla de la farándula y a todos los aprovechados de turno.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Nuestro mejor refugio

Es este un tiempo en que parece que todas las noticias se han conjurado para desasosegarnos y hacer que vivamos en continua preocupación. No, no es este un buen momento para cultivar el optimismo. En realidad nunca lo fue. A lo largo de nuestra vida, y aun en la historia entera, no parece que haya habido muchos períodos en los que se haya podido vivir sin preocupaciones ni amenazantes nubes negras. Debe de ser así la condición del hombre: estar en manos de un conjunto de fuerzas ajenas a nosotros que nos zarandean los sentimientos y alteran nuestro estado de ánimo según se manifiesten. Somos sus sujetos pasivos. Nuestra mejor defensa consiste en buscar refugio en nuestro interior, allí donde somos nosotros quienes dictamos el orden de nuestra vida. Ante la intemperie que nos rodea somos seres débiles, y eso nos obliga a vivir sostenidos por los pequeños anhelos que solicita el corazón y por la esperanza de su cumplimiento. Es decir, por las ilusiones.
A nuestra pequeña vida le afectan poco las grandes definiciones y los grandes movimientos de fuerzas. El único mal que de verdad amenaza a nuestro espíritu es la carencia de algo que esperar. Si fallase la última ilusión, si se apagase hasta el más pequeño rescoldo del último motivo, todo quedaría plano y oscuro como la noche. Pero mientras están ahí, nos sostienen sin darnos cuenta, nos empujan hacia adelante; la ilusión por nosotros, por los hijos, por el viaje de mañana, por la cena de hoy con los amigos. Nos componemos de ellas en todo grado y categoría, desde ver el triunfo de tu equipo del alma hasta una mejor vida en el más allá, que ha sido siempre la gran ilusión humana por antonomasia.
Recuerdo a un tipo cuyo acto primero de cada día era el de abrir el periódico para leer la columna de su escritor favorito. Al hombre la vida no le había ido precisamente bien; el mundo era para él un lugar hostil, en el que el acto más inteligente que cabía hacer era irse de él de una vez; los amigos, la lealtad, el cariño eran palabras bonitas, pero las reales eran decepción, egoísmo, soledad; hacía tiempo que no sabía lo que era una esperanza, ni siquiera la de tenerlas. Y sin embargo, el breve placer diario que le proporcionaba aquella lectura le bastaba para seguir viviendo. La pequeña ilusión de cada mañana de encontrar un pensamiento con el que identificarse o una afirmación que suscribir interiormente o la frase mágica que parece escrita pensando en el propio estado de ánimo, sostuvieron poco a poco el débil hilo, hasta que todo pudo volver a ser como antes.
Las ilusiones no se comen, pero alimentan, decía un personaje de novela que apenas ya las tenía. El día está lleno de ellas, unas de realización inmediata, otras a distintos plazos, pero todas juntas forman el único entramado que sostiene nuestro vivir. La simple ilusión de tenerlas ya es una buena ilusión. Luego, poco a poco, van muriéndose cumplidas o quizá a veces caídas, pero no importa demasiado, porque otras van apareciendo espontáneamente y nos invitan a seguir tras ellas para conseguirlas. Y al final nos daremos cuenta de que las ilusiones forman el último estado en el que podemos refugiarnos.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Siempre somos culpables

Vamos a pensar en un ciudadano normal, uno de tantos, o sea, uno de los que componemos la mayoría de la sociedad. Uno de esos que camina por la calle a cuestas con sus problemas de cada día, que no tiene más objetivo que el de sacar adelante a su familia y que se siente vulnerable en este empeño. En su empresa hablan de una regulación, le han avisado de que le van a subir el alquiler, le ha dejado temblando la factura de los libros del colegio, pero también sabe el valor que encierran las pequeñas cosas: le hace ilusión reunirse con toda la familia esta Navidad, y hoy mismo se van a ir con un matrimonio amigo a picar algo por ahí. Se levanta cada día temprano para ir al trabajo, vive el día con la rutina de quien hace bandera de la normalidad y piensa en el futuro imaginándolo en función de sus circunstancias actuales, pero vive sobre todo el presente. Es feliz en su pequeño círculo, quizá porque ha renunciado a entender los complicados entresijos de la política mundial con la que le abruman los medios de comunicación. No tiene voz pública ni medios para hacer oír sus ideas. Nadie le pide opinión ni cuenta con él más que para pagar impuestos. No tiene capacidad para influir en nada; si acaso únicamente cuando le llaman para que meta una papeleta en una urna, y aun así temiendo que, vistas las extrañas alianzas que luego se hacen, su voto termine por ir a parar un partido que no le gusta. En fin, un ciudadano cualquiera, uno de tantos, usted, yo, aquel.
No tiene ninguna capacidad de decisión, pero ve cómo desde los lejanos poderes que dirigen nuestras vidas y deciden lo que hay que pensar, le hacen sentirse responsable de todos los males que nos afectan. Primero es crearnos un estado permanente de temor, hacer que vivamos angustiados por la amenaza de algún acontecimiento que afectará de forma irremediable a todo el planeta. Ya en el pasado siglo, la crisis de los misiles, que iba a desencadenar la tercera guerra mundial; en los noventa la guerra del Golfo y el acceso de nuevos países a las armas nucleares; el final del milenio nos traería la amenaza del terrible efecto 2000; luego el agujero en la capa de ozono, que acabaría con la vida por el exceso de radiación; después la devastadora epidemia de la gripe aviar o la del ébola, y en su momento cosas tan pintorescas como el secreto de Fátima o algún asteroide que se acerca para acabar con la Tierra. Pero ahora, además, somos nosotros los culpables de todas las amenazas globales: del cambio climático, de que los océanos se llenen de plásticos y de productos desechables con que nos atiborran cada día, de la tragedia de los inmigrantes en el mar, de la contaminación el aire y hasta de de la extinción del quebrantahuesos. Culpables de admitir una comodidad que nos ofrecen desde todos los altavoces publicitarios y de vivir una forma de vida que nos ha sido dada sin que la hayamos elegido.
Ni temor ni complejo de culpabilidad. Ya que no podemos escapar de quienes nos machacan con sus informaciones mediatizadas, filtrémoslas cuidadosamente antes de aceptarlas; verán cómo lo mejor casi siempre es no hacerles caso.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Progresistas

Sobre todo progresistas. No se les cae de la boca esta palabra a la nueva pareja que ha convertido su hasta ahora arisca relación en un tierno idilio, con abrazo público incluido, para pretender gobernarnos. En cada discurso la sueltan media docena de veces, aun sin venir a cuento; es como la marca de la casa, que hay que machacar, como se hace con la palabra clave de un anuncio publicitario, para que quede inscrita en el subconsciente del elector. En el fondo no es más que la muestra del escaso nivel al que han conducido a la política algunos de sus representantes.
Nos confunden con las palabras y con las frases elaboradas a propósito para calar en la masa acrítica. En la verborrea incesante que nos abruma desde las tertulias, discursos y entrevistas, las palabras pierden su significado y adquieren el que los intereses políticos deciden en su propio beneficio. Se vuelven ambiguas, huidizas, esquivas, a veces incluso sospechosas; ya no responden al concepto que contenían y del que eran soporte. En un proceso de perversión se las desprovee de su sentido etimológico para adaptarlas a la ideología correspondiente y poder utilizarlas como instrumentos a su servicio. Quizá, de todas ellas, la más castigada en su significado es la de progreso. Su origen latino le otorga una etimología muy clara -de progredior: avanzar, ir hacia delante-, pero, como a veces ocurre, el manoseo constante al que se la somete y su empleo partidista han privado de valor a su definición.
Progresar no es en sí mismo ni bueno ni malo si no se dice hacia dónde se progresa. También progresa la enfermedad. Y aún reduciendo su significado al de ir hacia adelante mejorando, sería dudoso que pudiera aplicarse a las ideas que defienden los partidos que se llaman progresistas. Es discutible que pueda llamarse progreso, por ejemplo, a matar a un hijo antes de nacer, algo que ya se practicaba hace miles de años; en este caso más bien cabría hablar de regreso; no entremos en su contenido moral, que eso pertenece al ethos de cada comunidad; quédese aquí en su aspecto semántico. ¿Se puede llamar progreso al empeño de volver a la división de lo que el largo proceso de los siglos unió y tratar de deshacer la nación para regresar a las divisiones medievales del terruño? ¿Tiene algo de progresista la vuelta al desaliño, la grosería y el mal gusto? ¿Puede hablarse de progresismo en actitudes que, si se miran bien, no son más que una moda, una ambición de poder o un cultivo de intereses?
Como la mayoría de autodefiniciones que hacen los políticos, esta de progresista es hueca y aparente, buscando solo aprovechar la hermosa eufonía de la palabra para que quede en la mente de los votantes. Quizá la palabra progreso no sea fácilmente aplicable en los campos en los que la subjetividad se convierte en esencia y sustancia y sólo quepa hablar de progreso en lo referido a la ciencia y la técnica. O tal vez el verdadero progreso sea el que hace avanzar los ideales éticos, las normas morales, la convivencia y el respeto a los demás. Pero en fin, seguiremos oyendo a algunos políticos proclamarse progresistas a cada paso.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

El remedio que no lo fue

Por unas cosas o por otras no podemos deshacernos de la política ni un solo día; más aún, ni un solo momento. Es un organismo en perpetua autogeneración, que se retroalimenta de su propio proceso de desarrollo y que, por eso mismo, gira permanentemente como un tornillo sin fin. Es uno de los escasos conceptos, como la religión y pocos más, que nos han acompañado desde nuestra aparición en la tierra, y siempre de forma universal y sin excepciones. Al fin y al cabo somos animales sociales; nos es preciso organizarnos para sobrevivir y, por tanto, necesitamos establecer un orden vinculante de convivencia y de normas para alcanzar el bien común, que eso viene a ser la política en su sentido primario. En el actual es la fuerza que todo lo impregna y todo lo domina, que se cuela por todos los rincones de nuestra vida a través de las consecuencias que de ella se derivan, aunque no sea más que por los medios informativos, que la exprimen hasta el abuso para alimentar sus parrillas a todas horas.
Esta semana ha habido de nuevo elecciones y todo ha girado en torno a ellas. Habían sido convocadas para solucionar una situación difícil y resulta que la situación se ha complicado más. La herramienta que tenemos a nuestro servicio para resolver los problemas de la sociedad se ha vuelto un problema en sí misma. Recelos, incompetencia, uso de mentiras y falacias, lucimiento de egos, afanes partidistas, cuentas de la lechera, miradas miopes, exhibición de autosuficiencia, todo esto y más se ha dado con profusión en esta campaña de unas elecciones que dieron como resultado un remedio peor que la enfermedad que pretendían curar: un acuerdo que tiene más de medicina tóxica que de solución sanadora.
Todo podría haberse evitado si tuviésemos a nuestro alcance alguna de las herramientas de antibloqueo que funcionan por ahí para estos casos y que sería conveniente estudiar: establecer un sistema de doble vuelta, hacer que gobierne el partido más votado, fijar una barrera electoral más alta para obtener representación parlamentaria, dar un plus de diputados al partido ganador. Incluso se ha sugerido que, en casos como el de ahora, la mejor solución sería la designación de una figura ajena a la política, alguien de reconocida valía personal e intelectual, que liderase un gobierno formado por ministros de diversos partidos durante el tiempo necesario para salir de la crisis actual y crear un nuevo escenario institucional que corrija los desajustes que ahora se evidencian y evite en el futuro estas situaciones. Un especie de Cincinato moderno, que también supiese luego volver a su arado.
El apresurado acuerdo de ayer puede que ya no cause insomnio al presidente, pero a muchos ciudadanos les corre un escalofrío por la espalda.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Ayer y hoy

Ya sé que las miradas al pasado despiertan escaso interés y que hasta son vistas con piadosa condescendencia por la nueva generación de progres que dividen la historia de la humanidad en antes y después de la llegada de twiter. No obstante, conviene de vez en cuando aparcar el presente y mirar el camino recorrido. Sobre todo ahora que da la impresión de que algo se está nublando. Una ola de insatisfacción parece invadirnos sin remedio; se extiende una sensación de desesperanza, como si viviésemos en el peor de los mundos y estuviésemos condenados a no salir de él. Nos envuelven el pesimismo y el tono fatalista que emiten machaconamente los medios. Sí, sería una saludable terapia colectiva detenerse a mirar hacia atrás, no hace falta que sea muy lejos, para situarnos mejor en la realidad en que ahora estamos. Si se saben establecer las relaciones adecuadas entre su momento y el de ahora, los recuerdos son una gran fuente de conocimientos. Nos sirven, por ejemplo, para ser conscientes de lo que hemos conseguido y para establecer comparaciones que nos ayuden contra las frustraciones y los pesimismos con que nos nutren cada día.
A cualquiera de mediana edad que mire su infancia, sobre todo si vivía en las zonas rurales, le será fácil recordar, por ejemplo, cómo era la vida cotidiana de la mujer. Para los más viejos, la imagen de ella que seguramente predomina de aquellos años es la de un continuo quehacer sin respiro, con las piernas y la espalda eternamente doloridas. La mujer planchando con aquellas pesadas planchas de hierro que se calentaban sobre la chapa de la cocina; arrodillada en el suelo fregando con estropajo y arena el piso de madera; trayendo los calderos de agua de la fuente; caminando hacia el lavadero con el pesado balde a la cabeza para lavar a mano la ropa de trabajo de los hombres. En su jornada no había horario ni fiestas. Comenzaba levantándose antes que los demás para preparar el desayuno de quienes iban al trabajo, y a partir de ahí no había descanso. Nada que ver con la de hoy.
Es frustrante saber que hemos progresado mucho, que conseguimos metas que serían ciencia ficción para nuestros abuelos y que, sin embargo, no hemos avanzado nada en nuestra ansia de ser felices. El paso del tiempo ha impuesto un contraste abismal entre lo que tuvimos y lo que tenemos, sin que seamos capaces de verlo. Nos seguimos sintiendo descontentos, criticándolo todo y renegando de cualquier cosa, casi por acto reflejo. Nos afecta con intensidad la oposición entre lo que tenemos y lo que deseamos, aunque no sabemos exactamente qué es lo que deseamos; si lo alcanzáramos aparecerían otros deseos. Es como perseguir una sombra, pero hemos renunciado a la idea de que quizá todo consiste en dejarla en paz y no correr tras ella. El caso es que, con todo lo que es susceptible de mejorar, vivimos en uno de los mejores países posibles, y sería casi perfecto si algunos de nuestros representantes públicos, en vez elegir la carrera política, se hubieran dedicado a cultivar sandías, por ejemplo. Harían algo más acorde con sus capacidades.
Ahora va a haber nuevas elecciones y es otra esperanza. Pero hay que acertar.

miércoles, 30 de octubre de 2019

El cambio


Pues ya está, ya hemos cambiado de sitio el cadáver de alguien que murió hace casi medio siglo, y parece que a partir de ahora los días han de ser más luminosos y la realidad más amable. El acto del jueves desató una expectación propia de los estrenos cinematográficos, más por lo que tenía de curiosidad después del largo tiempo desde el anuncio que por el hecho en sí mismo, porque la realidad es que a una gran mayoría de ciudadanos le resultaba indiferente lo que allí se realizaba. No estaba en la lista de sus diez primeras prioridades. Razones habrá, y bien que se han esforzado en explicarlas durante más de un año desde todos los altavoces posibles, pero perdieron gran parte de su vigor ante la realización del hecho. Un espectáculo de seis horas en directo, que desmentía la promesa de discreción; un acto realizado en víspera de unas elecciones, que desprendía un claro tufillo electoral; una utilización sectaria y partidista que derivaba en afirmaciones tan solemnes como huecas. El traslado salda las deudas de España con su historia, dice el presidente. Se ha cerrado el círculo de la democracia, dictamina otro muy serio. Por lo visto la democracia es tan poca cosa que depende de dónde esté una tumba. Como si se tratara de un conjuro apotropaico, tal parece que se ha erigido una barrera y obtenido una victoria contra una legión de fantasmas siempre acechantes desde el más allá del tiempo, aunque muchos no entiendan qué tiene de victoria zarandear a un muerto. En fin, cosas de políticos, un gremio en permanente estado de locuacidad y siempre propenso a demostrar sus limitaciones.
En las largas horas de tertulias monocolores al rojo vivo y al azul pálido que llenaron el tiempo televisivo el jueves, se han oído opiniones y afirmaciones abundantes, la mayoría redundantes entre sí según el medio, y todas con la misma escasa preocupación por el rigor. Sirva como ejemplo la costumbre común de llamar preconstitucional a la bandera con el escudo del águila. La Constitución solo dice que la enseña nacional ha de tener tres franjas, roja, amarilla y roja, así que tan constitucional era la de antes como la de ahora; no habla nada del escudo, que es lo que ha cambiado. Además, el escudo del águila se suprimió en 1981, por lo que fue constitucional durante tres años. No es que esto tenga mucha trascendencia, pero informa del cuidado que algunos tienen con la verdad.
El caso es que aún no ha pasado una semana y todo esto ya parece de otro tiempo. Lo que sí sigue siendo de este son los problemas de cada día, esos que nos afectan realmente y a los que apenas alcanzamos a vislumbrar una solución. Porque después de saldar las deudas con la Historia y de cerrar el círculo de la democracia, hemos despertado y el dinosaurio sigue ahí. Cuando a Carlos I, después de vencer a los protestantes le sugirieron que profanase la tumba de Lutero, respondió: "Yo no hago la guerra a los muertos, sino a los vivos". Los vivos de ahora son muchos: el paro, el futuro de las pensiones, Cataluña y sus delirantes dirigentes, el debilitamiento de la conciencia nacional, etc.
Descansen los muertos en su rincón del tiempo inaccesible y que cada cual los recuerde con el sentimiento que le ocupe el corazón.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Otras formas de contaminar

Está visto que todo haya de moverse por modas, hasta el asunto de la conservación del medio en que vivimos. Mala cosa es dejar algo tan serio en manos de los caprichos de alguna moda, informativa, científica, social o la que sea, pero sobre todo informativa, porque la moda no es más que una burbuja vana, sin poso ni trascendencia. Pasa igual que llega, con la misma rapidez y sin dejar una huella duradera. Pues bendita sea esta moda de aludir continuamente al entorno en que vivimos si sirve para ayudarnos a todos a mantener nuestra casa habitable para nosotros y para los que nos sucedan, a no agredirla en su naturaleza, a procurar mantener su fecundidad y su belleza. Si solamente se consiguiera crear una escrupulosa conciencia de limpieza que nos impida arrojar desechos libremente a las tierras y los mares, ya sería un logro importante; lo demás, las grandes decisiones planetarias en lo que afecta a las emisiones a la atmósfera ya no están a nuestro alcance de simples ciudadanos, salvo en lo que podamos presionar a los dirigentes que gobiernan la aldea global. Lo que ocurre es que solo la preocupación por el medio ambiente (pleonasmo ya incorregible; bastaría con decir ambiente), es la única que merece estar continuamente en el candelero, con sus distintos grados de demagogia. Se ha convertido en uno de esos ismos que configuran las categorías que el progresismo colecciona como dogmas de una nueva religión, y que abarcan todos los temas que contengan algún pretexto para ser convertidos en fe obligada, desde el ecologismo al feminismo, el animalismo, el vegetarianismo, el pacifismo y hasta el buenismo.
Y con todas estas causas de altos vuelos, tan altos que apenas nos tocan nuestro vivir diario, desde el poder cercano apenas se presta atención a otras contaminaciones más inmediatas y más molestas, también más fáciles de resolver, que tenemos a nuestro alrededor. Puede ser una contaminación visual; por ejemplo las pintadas que embadurnan nuestras calles. Están por todos los sitios; a cualquier lado que se mire se encuentra una. Lo llenan todo: paredes, bancos, farolas, papeleras, persianas, semáforos, monumentos o los edificios recién restaurados; la mayoría no dicen nada y las que lo dicen valdría más que no lo dijeran; son dibujos absurdos, que parecen pictogramas de una mente sin terminar de hacerse, a la que no le importa nada la ciudad ni el bien común.
Está también la contaminación acústica, como la que tenemos que soportar cuando algunos discípulos de Marinetti atraviesan nuestras calles con su moto a escape libre, atronando todos los oídos. Están saltándose unas cuantas normas, entre ellas la principal de todas: la de respetar a los demás, pero ni les importa ni nadie hace que les importe.
Hay otras contaminaciones más próximas, porque afectan a amigos; es el caso de la que originan los perros, no ya con sus residuos sólidos, pero sí con los líquidos, que corroen las bases de las farolas, las papeleras, las puertas, y llenan todo de manchas y malos olores.
Ninguna de ellas será tema de simposios científicos ni de solemnes reuniones internacionales, pero son las que realmente afectan a nuestro pequeño espacio de vida.

miércoles, 16 de octubre de 2019

La sentencia

De todo lo que rodea a la sentencia contra el golpismo catalán, lo que más extraña es que algunos se extrañen de ella. ¿Qué pensaban, que podían salir como si todo hubiera sido la inocente ocurrencia de una alegre chufla pandillera? ¿De verdad creyeron que podían ganar? ¿Ninguno de los doce se paró a pensar que no hay estado en el mundo que no trate de defenderse de quien intente destruirlo? Mira uno esas caras tratando de poner en sus ojos la mayor dosis de asepsia, y ve en ellas una mezcla de absurda autosuficiencia, una gallardía engañosa que nace solamente de la compañía del rebaño, en algunos una expresión disimulada de "qué hemos hecho", y en todos una mirada de héroe desorientado que no entiende la incomprensión de aquellos a los que quiere salvar. Irán a la cárcel con la sorpresa de que el buen propósito no triunfa y con la sensación de injusticia hacia quien ha luchado por un sublime ideal. Pobrecitos; el ruin mundo nunca es generoso con los que se sacrifican por un noble sueño redentor. A uno, que se confiesa un absoluto profano en la cosa jurídica, le parece muy difusa la línea fronteriza entre sedición, insumisión, rebelión, malversación y sus parientes, así que supone que la sentencia también ha de resultar compleja y difícil de contentar a todos. Lo que sí tiene claro es que todo ello tenía como último fin la ruptura de nuestro país y un cambio traumático en su historia; no es de extrañar que a algunos pueda parecerles más liviana de lo que desearían.
Todo en este episodio parece diseñado por algún guionista de serie B: un propósito tambaleante entre el ahora y el más tarde, una planificación sin objetivos troncales que alcanzar de forma inmediata, una ejecución chapucera y unos protagonistas que abarcan todos los prototipos de un manual para conseguir fracasar. Están primero los ilusos, esos que, confiados en la adhesión de las masas y en la promesa de apoyo por parte de ocultas fuerzas, salieron a pecho descubierto y se llevaron todas las tortas; ahora en la cárcel tendrán tiempo de pensar sobre ello. Están también los teóricos, tanto del plan como de la ejecución, caminando en equilibrio sobre el alambre, siempre bordeando la línea entre la libertad y el banquillo de un tribunal; son los nadadores entre dos aguas, que casi siempre salen bien parados de todos los trances. Y están luego los cobardes, los que torean desde el tendido y ordenan desde allí arrimarse al toro. Los más despreciables son los que huyeron ante la llegada de la justicia, abandonando a los suyos; ni siquiera saben lo que es la dignidad.
Pobre Cataluña, tan desacreditada y tan perjudicada con esta gente. Una vez más es ese jugador que siempre pierde, no porque tenga mala suerte, sino porque es un mal jugador; solo hará falta que se coloquen detrás de él a observar cómo juega; verán que no acierta ni una, según dejó escrito con amarga desilusión uno de los suyos. Cuenta Borrow que en un viaje en barco coincidió con unos catalanes que no pararon de hablar ni un momento, y añade: "Estas gentes no se marean nunca, aunque con frecuencia producen o aumentan el mareo de los demás". No sabía él hasta qué punto.