miércoles, 15 de enero de 2020

Palabras inútiles

Observar las caras de sus señorías el otro día en el Congreso durante la sesión de investidura bien podía ser un ejercicio para estudiosos de lo curioso y hasta de quien tratase de escribir una tesis sobre las formas de perder el tiempo. Era una colección de rostros conscientes de saber dónde estaban, atentos a lo que se decía desde la tribuna, pero con la atención que nacía de la simple cortesía o acaso de la obligación que contrae todo el que cobra por un ejercicio. Caras aparentemente aplicadas e interesadas por los discursos, que ocultaban su carácter de barrera impermeable a todas las palabras del contrario. Cuando éste hablaba todo les resultaba indiferente. Se ponían el escudo antivirus y a oír sin escuchar. Daba igual lo que dijera el orador de turno; de nada valían los argumentos, ni la belleza oratoria, ni la importancia de los temas expuestos. Los mismos oradores sabían que su esfuerzo era vano y sus discursos absolutamente inútiles; daba igual el desarrollo dialéctico y todas las aplicaciones de los recursos de la lógica. En realidad daba igual todo lo que dijeran. El voto de los presentes ya estaba predeterminado y era inmune a cualquier razonamiento. Y así fue; el número de votos en uno y otro sentido coincidió exactamente con lo previsto. Aunque muchos diputados de un partido habían manifestado hasta entonces tener posturas distintas, al final todos dieron un vuelco a sus convicciones en el mismo sentido y al mismo tiempo y hora que su jefe.
Aplastar la conciencia propia en aras de otros, acallar su voz para no verse expulsado del rebaño y de la posibilidad de seguir pastando tranquilamente en las cómodas praderas del hemiciclo, anular sus convicciones más personales para no aparecer como un rebelde disidente, esa es la desgraciada función que la mayoría de los políticos se ven obligados a ejercer una vez deciden dedicarse a esta actividad. Da igual que se trate de una de esas cuestiones que rozan lo moral y que afectan a las convicciones más íntimas, que del diseño de una gran obra que beneficiaría a la propia región. A la hora del voto, el diputado mira la señal que le indica el botón que tiene que pulsar, y las consideraciones propias y la voz de la conciencia se retiran derrotadas. ¿Cómo van a oponerse estas trivialidades a la suprema voz de su amo? ¿Qué importancia pueden tener las pequeñas verdades personales ante la verdad absoluta que encarna el sumo sacerdote del partido?
¿Cuántos de quienes han votado sí al presidente lo han hecho verdaderamente convencidos de que esas sombrías compañías que se ha buscado son las más adecuadas para gobernar España? ¿Cuántos han tenido que poner tapones en los oídos de su raciocinio y de sus convicciones para dar su voto afirmativo a lo que hasta ahora habían tenido por un disparate? Solo una diputada se atrevió a poner su propio criterio por encima de la disciplina de voto, aun a riesgo de enfrentarse a su partido. Dura servidumbre del político esa que le impide ejercer lo que él mismo tiene como bandera: el derecho a la libertad. En este caso la libertad de conciencia, quizá la más digna de todas las libertades.

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