miércoles, 27 de marzo de 2013

El rapto de Europa

Desde hace algún tiempo están sonando a deshora las campanas del uno al otro confín de la aldea europea, como nunca lo habían hecho en décadas. No hay apenas rincón en el que no se oiga un alboroto. Saltan las líneas que nos daban la apariencia de familia feliz y nos miramos unos a otros con cierta desorientación, como si por todas partes hubieran surgido de pronto nuevos elementos que hasta ahora estaban adormecidos o simplemente no existían. Elementos de todo tipo. Francia, hundida en un tremendo fangal de corrupción de izquierda a derecha, con sus dos últimos expresidentes imputados y nombres como Strauss-Khan, Lagarde o Villepin convertidos en continua primera plana y no precisamente por sus virtudes ejemplarizantes. En Alemania cada vez más ciudadanos añoran los tiempos en que tenían su propia moneda y estaban libres de compromisos con los demás; de hecho acaba de surgir un partido, el AFD, que propugna la salida del euro. Reino Unido se juega su integridad en un referéndum donde se decidirá la secesión de casi la mitad de su territorio. Italia vive en un imposible atolladero político e institucional. En España se suman los casos de corrupción a las tensiones separatistas del dirigente catalán. Grecia ya se sabe cómo está, y ahora Chipre trata de quitar a sus ciudadanos una buena parte de sus ahorros para pagar unas deudas que nadie sabe quiénes y por qué se contrajeron. Las preguntas sobre la forma de gestionar la unidad europea, e incluso sobre el propio sentido de la unidad, saltan enseguida a los labios.
¿Fue un acierto por nuestra parte entregar un buen porcentaje de nuestra soberanía a unos organismos ajenos que no pueden sentir nuestros intereses como propios? ¿Hicimos bien en renunciar a nuestra moneda y aceptar otra no basada en reservas tangibles, sobre la que no podemos tener ningún control? ¿Debemos desengañarnos ahora de aquella proclama tantas veces oída de que el euro nos traerá crecimiento y preservará la estabilidad de los precios? ¿Hemos ganado algo al aceptar, por ejemplo, que unos jueces lejanos y ajenos a nuestra realidad puedan excarcelar a nuestros terroristas más sanguinarios después de que nuestros dos tribunales mayores los hayan condenado? Pues no lo sé. Habrá respuestas de todo tipo, pero quizá la más válida sea la que cada uno pueda dar desde su mirada personal.
El caso es que hemos perdido de vista el horizonte mayor. Europa es una abstracción que se superpone a la propia realidad física que la sustenta. Por encima del hecho geográfico que la configura -una península irregular de Asia- Europa y lo europeo tienen una proyección histórica que alcanza en mayor o menor medida a la totalidad de la humanidad. Nada hay tan fluido como el pensamiento, sobre todo cuando va sustentado por un empirismo capaz de crear ventajas materiales. La cultura europea, su concepción ontológica, sus referencias morales, su arte, su ciencia y su actuación material, han influido de modo tan determinante en el quehacer histórico, que resulta difícil no encontrar su eco, por débil que sea, en el rincón más apartado de la vida cotidiana de todos los pueblos. Ahora ha caído en manos de mercaderes.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Los profesores

Hay noticias que nos pintan en la cara un sonrojo ajeno y, aún peor, nos dejan la amarga sensación de estar ante un terrible síntoma del declive de nuestro tiempo: el 86 por ciento de aspirantes a profesores suspendieron una prueba con preguntas que ellos mismos exigirían a sus alumnos de 11 años. Ya lo ven. Estos son los que aspiran a enseñar a nuestros niños y los que protestan porque el ministro habla de imponer algo parecido a un MIR. Pero son también los que a su vez fueron alumnos de otros profesores y de la actual ley de educación. El caso es que aquellas antologías del disparate que tanto éxito tuvieron mostrando las burradas de los alumnos, ahora podrían nutrirse de los disparates de los aspirantes a profesor. Ya me lo decía un amigo hace tiempo:
-En la calidad de la educación influye la ley de turno, claro, pero sobre todo la formación de los profesores. Es absolutamente fundamental. Habría que evitar en lo posible a todos esos que entran en la profesión para adquirir las ventajas de ser funcionario, y no porque su vocación les impulse a ello. Para enseñar, primero hay que amar el conocimiento. Y hay que recuperar el concepto de profesor o, como antes se decía, de maestro. Entre que muchos han decidido acabar con el respeto hacia su figura, no hacia su persona, se supone, y que en consecuencia han preferido superponer a su condición de enseñantes la de coleguillas, estamos recorriendo un camino en la relación entre el niño y su profesor que quizá se inició con buena intención, pero que cada vez parece más evidente que está equivocado.
Desde luego, el oficio de enseñante es oficio de vocación donde los haya. La vocación de enseñante imprime carácter a quien siente su llamada; es algo que se nota en su actitud general, en la profunda conciencia que tiene de lo que está haciendo, en la capacidad para llevar con alegría los sinsabores de un oficio exigente y estresante en ocasiones. Los buenos profesores son esos que echan a la sabiduría el grano de sal indispensable para que los demás la puedan degustar sabrosamente sazonada. Esos que saben muy bien que enseñar es aprender dos veces. Los que, más que al conocimiento en sí mismo, aman al sujeto del conocimiento; es decir, al alumno.
Son los que saben que su labor se realiza con los chicos justo en el tiempo en que más se necesita una mano que canalice sus sueños y les brinde la ilusión de una meta a alcanzar. Dejando aparte el seno familiar, cuya influencia está sujeta a circunstancias concretas, es la figura del profesor la que se erige en verdadero modelador de gustos y caracteres que han de configurar la persona del futuro. Buena responsabilidad es esa, que implica por sí misma el concepto de trascendencia sin posibilidad de quiebro alguno. Demasiado valiosa para que se dejen en manos de gentes que no conocen su valor. Quien haya tenido la suerte de haber encontrado en sus años de formación buenos profesores sabrá de la influencia decisiva que han tenido en su vida. Pocas cosas hay que se recuerden más, y pocos regalos más perdurables puede recibir un chico que la palabra sabia del buen profesor.

miércoles, 6 de marzo de 2013

La crisis no está sola

Parece una ley dictada por la Historia que una crisis jamás haya de venir sola. De vez en cuando, los mil diablos que zascandilean por ahí se reúnen y se conjuran para actuar a la vez en todos los frentes posibles, y nos dejan primero sorprendidos, luego desorientados, después impotentes y por fin desanimados y entregados a la desesperanza, con los gritos y las pancartas como único desahogo, hasta que, pasado un tiempo que se nos hace eterno, las cosas comienzan a volver a su sitio. Pero en ese período, desde luego, todo lo que puede salir mal, sale mal. Los norteamericanos, científicos ellos, dieron a esto nombres con categoría de sistema, como Ley de Murphy o Corolario de Finagle; aquí lo hemos solucionado con el refrán del perro flaco y las pulgas, que tiene bastante más expresividad y menos pedantería.
El caso es que estamos viviendo como si de pronto se hubiese desencajado todo lo que parecía estar bien ajustado y cada pieza saltase a su aire para caer en el peor momento y lugar posibles y con la mantequilla siempre hacia abajo. Al eco de la implosión económica han acudido todos: el ataque separatista, la corrupción, los conflictos laborales, el acoso a la Jefatura del Estado, el hundimiento de la oposición; hasta el vodevil político italiano, que, incomprensiblemente, también nos afecta, según los mercados. Menos mal que la sede vacante en la Iglesia no parece que nos ataña más allá de los abundantes consejos que dan al colegio cardenalicio los habituales entendidos que pululan por las tertulias.
Bien mirado, nada tiene de extraño. No es una concatenación aleatoria, sino que tiene unas leyes internas que enlazan causas con consecuencias. La recesión siempre es buena compinche de la corrupción, la debilidad de la nación es el terreno de caza del separatismo, el malestar social es el campo propicio para los grupos antisistema y su violencia callejera, el pesimismo es inseparable del desánimo, y el desánimo favorece la parálisis de la inversión. La crisis se hace de una complejidad apabullante, pero, paradójicamente, con una solución clara y delimitada, porque sólo tiene un corazón: la situación económica o, mejor dicho, su manifestación más terrible, el paro. Ese es el endiablado nudo a deshacer, y a partir de ahí todo recuperaría su verdadera dimensión.
Saldremos, por supuesto, pero seguramente nos encontraremos con que el paisaje que dejamos ya no es el mismo. Algo habremos aprendido de todo esto y es posible que demos una vuelta radical a nuestra escala personal de valores. Que volvamos a tener por importante aquello que habíamos arrojado a un rincón porque el engaño de una falsa modernidad nos hizo tener por superado. Y, por un capricho del tiempo, esa nueva situación coincidirá con la que está creando la técnica. Si después de Auschwitz no puede haber poesía, ahora, después de internet y de las redes sociales, apenas queda lugar para el misterio, ni para el ensueño de lo desconocido, ni para el romanticismo liberador de la realidad, ni para la imaginación como amiga y compañera de evasión. Nos quedará, eso sí, nuestro interior y el de nuestro pequeño mundo personal.

domingo, 24 de febrero de 2013

No necesitamos tanto

Uno de esos grandes proyectos científicos supranacionales, en el que trabajan investigadores de varios países, se ha propuesto conocer a fondo el funcionamiento de nuestro cerebro. Arduo trabajo, según parece, si se tiene en cuenta que apenas podemos usar un pequeño porcentaje de sus posibilidades. De momento ya se ha establecido que, medido en el lenguaje informático, tendría una capacidad de dos millones y medio de gigas. Vamos, para quedarse meditabundo un buen rato. Entonces ¿qué tengo yo sobre los hombros? Una máquina 5.000 veces más potente que mi maravilloso ordenador, quién lo diría. Y yo a cuestas con mis dudas, mi ignorancia, mis errores y mi incapacidad para entender casi nada de lo que sucede. Pero no, no puede ser esa la comparación. El ordenador se guía solamente por la lógica, mientras que nuestro cerebro lo hace de forma intuitiva. Todos los cerebros del mundo juntos no pueden competir con mi humilde ordenador en realizar cálculos numéricos, pero todos los ordenadores del mundo unidos serían incapaces de generar una sola emoción, un deseo o una pregunta sobre sí mismos.
Pero, así todo ¿qué extraño órgano es ese que se permite el lujo de permanecer inactivo en la mayor parte de su potencialidad, pero que hace que con lo poco que nos deja utilizar ya nos sintamos los reyes del universo? A Arthur Koestler le preocupaba esta incongruencia y sus consecuencias, porque hacen tambalearse las teorías que nos explicaban nuestro desarrollo. Algo se torció en la evolución para dar al hombre un cerebro que excede en gran manera sus necesidades. Le ha dotado de un órgano que no sabe utilizar o que, en todo caso, necesitaría miles de años para aprender a usarlo, si es que lo consigue. Es como si la evolución hubiese rebasado sus propios objetivos. El cerebro es un lujo inútil. Un error que explicaría la vena de paranoia que recorre nuestra historia. Viene a ser –nos cuenta- como aquel pobre tendero de un bazar árabe al que todos timaban porque no sabía sumar. Entonces rogó a Alá que le regalase un ábaco, y Alá le envió un poderoso ordenador. Después de manipularlo inútilmente unos cuantos días, desesperado, comenzó a darle golpes y descubrió que, golpeando tres veces un botón y dos otro, aparecía en una pantalla el número cinco. Agradeció a Alá que le hubiera enviado un ábaco tan hermoso y siguió usándolo así, en la ignorancia de que podía, por ejemplo, derivar las ecuaciones de Einstein en un santiamén.
Pues con nuestro modesto cerebro hemos pasado del hacha de piedra a la llegada a la Luna y del conjuro del hechicero al trasplante de corazón, y hemos sido capaces de los actos más nobles y de los horrores más crueles, de amar y odiar en sus grados más extremos, de avanzar sin límites en lo material y de retroceder en los valores morales. ¿Y si algún día existe una humanidad que ha aprendido a usar ya su órgano al completo? Pues quién sabe. Con el que tenemos ahora no podemos imaginarlo. Sería un mundo de genios, un mundo sin incógnitas y sin misterios, quizá sin dolor, pero seguramente también sin felicidad.

martes, 12 de febrero de 2013

La renuncia

Qué puede hacer el espíritu ante las flaquezas del cuerpo que lo soporta, y qué puede hacer el cuerpo ante la evidencia de su propia debilidad. Sobrenadan vigorosos el entendimiento y aun la voluntad, pero flaquea la memoria, que no sería lo más lamentable, dado que puede ser suplida parcialmente por artilugios artificiales que la almacenan y la ponen a disposición permanente de los otros dos. Lo peor reside en el ánimo, en la convicción de que la tarea sobrepasa ya nuestras fuerzas, en la ausencia de ganas de seguir luchando, en la mirada realista que uno echa sobre sí mismo y en lo que encuentra: la pérdida de lo que fue y la evidencia de que lo que antes suponía un esfuerzo más o menos llevadero, ahora se convierte en sobrehumano. La débil carne frente al espíritu fuerte.
La renuncia del Papa ha levantado de golpe un maremoto que achica cualquier otra noticia, y hay que ver que estaba el panorama bien servido de ellas. Cae así, de improviso, después de seiscientos años de ausencia, y la sorpresa hace que las primeras reacciones apenas sean más que balbuceos. De momento se echa mano de los antecedentes y apenas se encuentran unas líneas; se especula con las consecuencias y se viene a dar en el proceso bien conocido de la elección papal. Poco a poco van surgiendo los comentarios ya no tan improvisados, y se traslucen en ellos percepciones encontradas, que van desde el entusiasmo a la oposición, nunca la indiferencia. Lo que para unos es una decisión lógica y vivificante, para otros, no deja de ser más que un acto de debilidad que roza la cobardía y que puede llevar a la Iglesia a una etapa de incertidumbre. Hasta hay quien, después de proclamarse no creyente, afirma que en definitiva supone un fallo del Espíritu Santo.
Este papa, sabio, estudioso, dialéctico brillante y teólogo de consulta, que aprendió griego para poder leer las Escrituras sin las interferencias de la traducción y que empeñó su labor intelectual en conciliar armónicamente Grecia y el evangelio, la razón y la fe, ha resultado ser, con su apariencia de viejecito de los Grimm, el más atípico de todos. No quiso seguir en la cruz si desde ella no podía ejercer su labor de pastor. El cayado requería manos que no estuviesen clavadas; el timón de la barca exigía brazos más fuertes y no atenazados por el cansancio y el dolor, y no le importó someterse al juicio universal de su acto. Ahora seguramente encontrará la consumación de su vocación en el cuarto de un monasterio, con sus libros, su piano y su empeño en trazar un camino válido para racionalistas y creyentes.
A uno, todo esto, como cualquier decisión nacida de lo más profundo de la conciencia, le inspira un enorme respeto, y se siente incapaz de juzgar nada de lo que le ataña, y mucho menos de hacer valoraciones de cualquier tipo. Que un hombre decida renunciar al cargo más encumbrado y de mayor relevancia espiritual de cuantos existen porque se encuentra a sí mismo falto de las cualidades físicas que le permitan ejercerlo, le parece un acto de profunda sinceridad consigo mismo y con los fieles que en él confían. Todo lo demás no tiene importancia.

jueves, 7 de febrero de 2013

Paseo por Verona






Lo mejor de un viaje quizá sea su condición de exilio temporal, en el que lo habitualmente cotidiano nos es ajeno por unos días. A estas tierras de la llanura del Po no llegan los ecos de nuestro vocerío informativo. Sí se oye el de aquí, que tampoco es pequeño, pero como el primero no llega y el otro no importa, anda uno por Verona sin más preocupación que la de pasear y ver.
Bien mirado, a Verona le faltan pocas cosas, como no sea la buena fama entre sus vecinos. Leo en un texto de hace doscientos años: "Los veroneses son gente alegre; entre los hombres hay bella juventud, pero no se observa así entre las mujeres; aman con extremo la música y en las provincias confinantes tienen fama de locos". Uno en eso ni sale ni entra, pero sigue diciendo que no puede quejarse de la prodigalidad del destino, ni siquiera cuando la castigó con rencillas civiles, porque que terminaron haciéndola inmortal. A ver qué ciudad debe tanto a una lucha interna. Ahí está el número 23 de la vía Capello: un pequeño patio, una fachada desconchada de ladrillo y un balcón. Sobre todo, el balcón. En el patio, una bella estatua femenina de bronce y gente, siempre mucha gente, que viene a la búsqueda de aquello sin lo que no se puede vivir, digan lo que digan los superhombres: un cierto fetichismo espiritual. El de aquí, además, no viene dado por sentimientos particulares ni reservados a conformaciones sentimentales específicas. Este fetichismo es del corazón y se refiere al amor, y, por tanto, es universal. Sin embargo, por encima de todo, uno se da cuenta de que en lo que verdaderamente está pensando es en el poder de la palabra. Si la mentira es siempre mentira, ¿de qué se habrá hecho el envoltorio para que sea capaz de fenómenos así? ¿O es que no importa ni lo uno ni lo otro y sólo cuenta la emoción de un hecho inalcanzable que le hubiera gustado vivir a cada corazón? Hay tres chicas contemplando en silencio el balcón. Una de ellas se coloca junto a la estatua de Julieta y la mira a los ojos, uno cree que con cierta ternura. Quién sabe si la está tratando como a una igual.
Y a pesar de todo, este viajero confiesa paladinamente sin ningún rubor en sus mejillas, que en su peregrinación literaria a Verona aquel balcón ocuparía un lugar secundario, y que sir William le perdone. Este viajero es agradecido con quienes le hicieron feliz, y aquí nació uno de los personajes que mejores momentos supo brindarle allá en los años en que la vida rompía y no había mundo bastante para contener las ilusiones, cuando lo que había más allá del umbral de la puerta era tan sólo letra escrita por quien sabía generar ensueños. A Emilio Salgari la injusticia del destino le hizo dador de la felicidad que le negó a él, y eso sí que inspira un trágico y hondo respeto. Sus dos jóvenes y famosos conciudadanos murieron entre suspiros de amor y tras una vida centrada en sí mismos; Salgari murió entre la locura de su mujer y la avaricia de los editores, después de que una nube negra oscureciese para siempre sus hermosas fantasías, que fueron luego las de todos nosotros. Pero no preguntéis en Verona por la casa de Emilio Salgari.

martes, 29 de enero de 2013

La libreta de ahorros

Encontré a mi amigo apoyado en una barandilla del parque, contemplando los gansos del lago, aunque creo que sin verlos. Mi amigo es una persona de natural apacible, moderado en sus ideas y sus expresiones, educado, culto y poco dado a afirmaciones apriorísticas ni dogmáticas. Sin embargo, ahora tenía el ceño adusto y los ojos con un brillo de indignación poco habitual en él. No fueron necesarias muchas preguntas para que se desahogara.
-Es que vengo del banco, de poner al día mi libreta de ahorros, y no puedo evitar enfurecerme viendo cómo caen sobre ella como buitres a arrancarle todo lo que pueden. Fíjate: me quitan 27 euros por mantenerla, ya ves lo que debe de gastarles la pobre. Y mira todos estos cargos: son los costes de las cartas que me mandan y que nadie les pidió, incluyendo las de su publicidad, así que envían muchas. Hasta me tienen retenidos cinco euros, dicen que para que no se quede a cero; hay que ser ruines. De intereses nada, por supuesto. Luego se extrañan de que los depósitos de ahorros de los españoles disminuyan; lo extraño es que todavía alguien quiera tenerlos en un banco.
La libreta era de una Caja de nombre catalán. Le sugerí que quizá en otro banco...
-Es igual. El afán de beneficio iguala todas las conductas. En esto creo que ninguno se diferencia mucho de los demás. Son todos hijos del mismo matrimonio: la usura y la prepotencia.
Se quedó mirando un momento hacia lo lejos y luego siguió hablando como quien hace una reflexión en voz alta.
-No hay ningún negocio que pueda compararse con el de los bancos. Es redondo. Les prestas tu dinero para que saquen beneficios con él, y encima tienes que pagarles por prestárselo. Y cuando se van al desastre, hemos de reparar la incompetencia de sus dirigentes con el dinero de todos, mientras ellos se van de rositas. No verás nunca un banquero arruinado. Y encima todo el sistema contribuye a hacerlos insustituibles, porque se las han arreglado para que nos resulte imprescindible tener una cuenta. Lo que ya no está tan claro es que el sistema controle sus tendencias al abuso; ahí está, por ejemplo, todo ese saqueo al cliente en forma de comisiones sobre un montón de conceptos, correo, gastos diversos y mil disculpas más. O, en otro sentido, el caso de las preferentes, aprovechando la vulnerabilidad de algunos clientes –especialmente los mayores-, en materia de inversiones financieras. Ya sabes aquella frase de Brecht: hay algo peor que atracar un banco: fundarlo.
-Imagina –añadió- que hubiera un solo banco. Un banco único, sin ánimo de lucro, sólo con los beneficios justos para mantenerse sin cargo al presupuesto. Sí, un servicio público, como la sanidad o la educación, sin buscar ganancia alguna a costa de nadie. Piensa lo que supondría para las economías familiares y empresariales y para toda la sociedad.
Un ganso soltó un graznido que sonó como una risotada.

miércoles, 9 de enero de 2013

Somos felices

No lo sabíamos, pero resulta que somos uno de los pueblos más felices del mundo, el segundo de la Unión Europea, tras Finlandia, según una de esas empresas que se dedican a hacer preguntas a la gente para decirnos por dónde anda la opinión pública. En este caso no es un trabajo local; la encuesta se ha hecho en 54 países, así que algo de universalidad sí que tiene. El caso es que también dice que somos uno de los más pesimistas sobre nuestra situación actual, lo cual puede parecer una paradoja, aunque, bien mirado, no lo es. El pesimismo implica tener una cierta visión del futuro, mientras que felicidad se refiere al presente. Se puede ser infeliz y a la vez un empedernido optimista, igual que puede uno sentirse un tipo satisfecho de su vida y al mismo tiempo tener tendencia a ver los aspectos más desfavorables de lo que le rodea. Es una sutil diferencia, que, por lo visto en esta encuesta, sólo sabemos distinguir por aquí. Nuestros vecinos portugueses, por ejemplo, que figuran como campeones del pesimismo, se sitúan también a sí mismos en los últimos puestos de la felicidad. Resulta llamativo que los países más pobres sean los más optimistas y que los que ven el mundo con más pesimismo sean precisamente los europeos y los ricos en general. Puede que sea por aquello de que un pesimista no es más que un optimista bien informado. Si es así casi dan ganas de bendecir la ignorancia. En realidad, la vida termina enseñándonos que sólo somos felices a costa de desconocer algo.
La cuestión es saber qué entendemos por felicidad, si es un concepto unívoco o múltiple, un término definible o un estado de ánimo, una vocación perpetua del ser humano o simplemente un azar que se prolonga más o menos. Recuerdo, hace ya unos cuantos años, una encuesta que hizo una revista preguntando a sus lectores qué entendían por felicidad, y las respuestas iban desde las más hondas y espirituales hasta la de una afamada actriz, que contestaba que en su caso consistía en poder comer como un cargador de muelle y no engordar. El ideal de felicidad de cada uno puede decir mucho acerca de su carácter, su personalidad, su escala de valores y hasta de su condición moral, pero nadie puede escapar de ese impulso que forma parte de nuestra esencia y que nos lleva a buscar permanentemente la felicidad como único objetivo en la vida. Luego, cuando podemos atraparla, nos parece tan insólito que desconfiamos de ella.
Aun admitiendo que la típica trilogía -salud, dinero y amor- sea fuente de felicidad, apenas depende de nosotros. Mucho más seguro es aquello que podemos tener sin necesitar grandes recursos ni aspirar a cambiar de condición, porque, si sabemos buscarlos, tenemos muchos motivos para ser felices. Pequeñas cosas que nos rodean y que están ahí sin apenas hacerse notar, una conversación con los amigos, una caricia aceptada, una lectura, esa música que nos conmueve, un paseo solitario, un vino compartido, una entrega a la nostalgia. Ya Borges había observado que la felicidad es más frecuente de lo que pensamos: no pasa un día sin que estemos por un instante en el paraíso.

miércoles, 2 de enero de 2013

Año nuevo

Pues ya hemos celebrado otra vez el rito del paso de un año a otro, más o menos con el ceremonial de siempre, lleno de gestos simbólicos que tratan todos de inducirnos al contento y sobre todo a exteriorizarlo lo más expresivamente posible. Sesudos buscadores de todos los pies posibles e imposibles del gato han tratado de averiguar las razones por las que desparramamos tanta alegría esa noche, como si hiciéramos nuestro el mérito de la Tierra de haber dado otra vuelta alrededor del Sol. Alegría compartida sin miramientos y además con afanes transitivos. En los brindis hay buenos deseos y en las palabras expresiones de esperanza, y en el fondo de cada uno quizá firmes propósitos para el tiempo que nace o acaso alguna atrición por no haber cumplido los prometidos el año anterior. ¿Y por qué? Pues por estar vivos, o por asomarnos a un tiempo que consideramos nuevo, o porque sentimos la necesidad recurrente de despojarnos de lo viejo y vestirnos ropajes diferentes, o porque necesitamos renovar las ilusiones y las promesas y este nuevo número nos brinda una buena ocasión, o porque sí, quién sabe.
El caso es que, bien mirado, y desde una perspectiva alejada de lo cotidiano, los años son casi todos iguales. Pasan acotando en parcelas nuestra vida, contemplan siglo tras siglo nuestra lucha por la vida, nuestras pasiones, nuestros afanes, nuestras miserias y nuestras estupideces y, cumplido su plazo, se dejan engullir para siempre por el misterio de la eternidad. Muy pocos se quedan como hitos en el tiempo. Apenas cruzan su San Silvestre ya quedan enterrados en el pasado y confundidos con los que los precedieron, y tan sólo los que marcan una señal decisiva en nuestras vidas dejan su nombre en nuestra memoria personal. Son los que se llevan consigo y almacenan para siempre nuestros sucesos más íntimos y más queridos, esos que luego reciben el nombre de recuerdos.
Pero si los años vienen a ser todos similares en sus efectos, algunos merecen un olvido más rápido que otros; al menos este que acaba de morir lo merece casi de inmediato. 2012 no nos trajo el fin del mundo, como unos avispados nos vendieron y muchos inexplicablemente creyeron, pero a la hora de guardarlo en la memoria no figurará precisamente entre los venturosos. En su balance presenta las habituales catástrofes que la naturaleza nos ofrece según su costumbre, y, por supuesto, las desgracias que los hombres nos creamos a nosotros mismos, también según nuestra costumbre: guerras, injusticias, fanatismos, asesinatos masivos y, por añadidura, la crisis, que tanto dolor ocasiona entre los que caen de lleno en ella. Ha sido un año triste. En las palabras, en las actitudes, en las conversaciones, flota un aire desesperanzado, casi de derrotismo, como si nos hubiera sorprendido de pronto una situación terrible que no conocíamos y ante la que no sabemos qué hacer. Por más que se repasen los resúmenes apenas se encuentra un motivo ilusionante, y sólo el ámbito deportivo, miren por dónde, ha ofrecido motivos para una sonrisa satisfecha. Desear a alguien un año próximo mejor no es tener mucha generosidad en el deseo. Así todo, que lo sea

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Villancicos

Suenan en algún sitio con su musiquilla ligera y tintineante, alegre y despreocupada como el pensamiento de un niño, y se da uno cuenta de que aún le quedan puentes que enlazan con su etapa infantil. Pasan sobre las modas, sobre el desprecio de los pagados intelectualmente de sí mismos, sobre los esfuerzos de algunos por reducirlos a la insignificancia e incluso sobre los vaivenes de las creencias y las convicciones personales. Con todo pueden, y así siglo tras siglo. Cuando suenan se avivan en algún escondrijo oculto, donde habitan nuestras añoranzas más queridas, las evocaciones dormidas de los años en que vivíamos con la sensibilidad aún virgen de resabios y envueltos en una bendita irresponsabilidad, aquellos que jamás pensábamos que pasarían. Y a estas alturas nos damos cuenta de que ya han adquirido la condición entrañable de un compañero de vida.
Más que ninguna otra música están definiendo un tiempo. La Navidad es una época que tiene unos poderosos y rotundos rasgos identificativos externos. Todo en ella es propio e intransferible, y a la vez inconfundible: los personajes, los símbolos –la estrella, el belén, el árbol-, el impulso de los reencuentros familiares, la abundancia de expresiones de deseo de paz y felicidad, los regalos, la iluminación de las calles, los dulces de la mesa, hasta el grado de tristeza por los ausentes. Y por supuesto, su música, los villancicos, unas canciones de expresión siempre gozosa, porque son canciones de nacimiento y de llegada de la vida. Los días de Navidad encarnan ese afán interno de una palingenesia que todos parecemos llevar dentro, en coincidencia, seguramente buscada, con el momento del año en que la noche comienza a encogerse y los días a alargarse como una promesa de un nuevo renacer.
El villancico español era en origen una composición poética de métrica elemental y contenido popular, que terminó ciñéndose exclusivamente a la fiesta de la Navidad, pero sin perder jamás ese carácter popular. Frente a los villancicos de los países del norte, solemnes, serios, profundos, en los nuestros los peces beben el río por ver nacer a Dios, uno se echa un remiendo y se lo quita, los ratones le roen los calzones a José y cosas de parecido jaez, que ya quisieran para sí los dadaístas y surrealistas. Parece como si el pueblo, al sentir la necesidad de manifestar su alegría por el nacimiento de un niño, no encontrara las palabras adecuadas y decidiera expresarse a su manera, diciendo lo que se le ocurra.
Hoy ya no se oyen villancicos en las calles de nuestra ciudad, ni se ven niños felicitando las fiestas a los viandantes, ni aparece nadie ante la puerta haciendo ruido con una zambomba y pidiendo el aguinaldo, e incluso hay algún colegio que prohíbe cualquier música navideña en su festival navideño por temor a molestar a alguien, hay que ver. Pero son anécdotas externas, porque su condición está por encima de cualquier circunstancia. Y el año que viene seguirá una vez más yendo hacia Belén la burra cargada de chocolate, y coincidirá de nuevo con el tamborilero que va tocando el tambor por el camino que baja hasta el valle.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Feliz Navidad

Feliz Navidad a todos aquellos que sólo con oír su nombre sienten renacer un hermoso aleteo infantil, y también a los que la odian sin que sepan explicarnos por qué y preferirían celebrar las fiestas saturnales o las del solsticio o cosas así; a ese colegio que se cree en vanguardia de la modernidad por prohibir en sus aulas todo lo que se refiere a ella; a los que sólo pueden ver en su nombre tristeza, porque la vida les grabó estas fechas a fuego en el alma y se han convertido en cicatrices que jamás pueden ocultarse; a los que lloran en soledad y a los que se aturden en compañía. Que algo pueda hacerlos felices, aunque sea un solo momento.
Feliz Navidad a aquellos a quienes la maldita crisis marchitó las ilusiones y eliminó la esperanza; a los que vuelven la cabeza en las colas de la beneficencia para salvaguardar los restos de su dignidad; a los que les ayudan con entrega de su propio tiempo y sin más recompensa que la que su conciencia les da; a los que sueñan su utopía y tratan de alcanzarla aun sabiendo que nunca podrá dejar de serlo; a los que miran el mundo con mansa resignación y a los que se rebelan por sincera convicción y sin saber muy bien cómo hacerlo.
Feliz Navidad a los que aún creen a los santones nacionalistas, que tratan de reinventar la Historia para sentirse creíbles y prometen un mundo feliz si rompen con la madre común; a los economistas que saben explicar hoy muy claro por qué no se produjo lo que ellos pronosticaron ayer; a los burócratas que pueblan a millares las instituciones europeas y se las arreglan muy bien para pagarse con nuestro trabajo su asombrosa inutilidad.
Feliz Navidad a los pastizales de Beit Sahud, ateridos por la escarcha de diciembre, y a todos los habitantes de Belén, que seguramente nunca cantaron un villancico; a los cristianos que han de celebrarla escondidos o condenados por el odio fanático. Y a ese pueblo y a esos padres que lloran a sus niños, a los que un loco asesino arrebató en la escuela. Que sus lágrimas y las de todos puedan aliviar en algo su pena y que se cumpla en ellos la bienaventuranza de los que lloran.
Feliz Navidad a los que ya no creen en los Reyes Magos y a los que seguiremos creyendo en ellos toda la vida, aunque no sea más que por instinto de conservación; a los que no pueden pasar estos días sin regresar a la casa de su infancia a sentirse niños por unos momentos, y a la madre que hará lo posible para que se sientan; a esa niña que está nerviosa porque va a hacer el papel de Virgen en el belén de su parroquia; a los campos enmudecidos por la soledad y a los acebos, que ahora están espléndidos de frutos rojos y sólo quieren lucirlos en el bosque.
Feliz Navidad al periódico que nos da cuenta cada mañana de tristezas y de alguna que otra alegría, y a los lectores de buena voluntad, y también a los de regular y mala, que en el reparto de la felicidad no hay consultas ni valen más méritos que el de ser designado por el dedo del azar. Y a ti, que has querido leer esto y regalarme parte de tu tiempo.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Por no molestar

La noticia apenas tuvo reflejo en los medios, perdida entre la maleza de opiniones, análisis y comentarios desatados por las últimas medidas económicas, las manifestaciones, huelgas y toda la batahola que acompaña a la crisis, incluyendo la resaca de unas elecciones que, aunque no lo parezca, eran simplemente regionales. Pues la humilde noticia informaba de que, en un pequeño pueblo, un matrimonio de ancianos se quitaba la vida de mutuo acuerdo para no seguir siendo una carga para sus hijos, según explicaban en una nota que dejaron junto a ellos. Primero disparó él sobre ella y luego se volvió el arma contra sí mismo. Quizá hubo un momento de vacilación en el último instante, antes de llevar el cañón a su cabeza para irse definitivamente con ella.
Yo no sé de nadie que pueda dictaminar con legitimidad sobre las conciencias, y quien se atreva a hacerlo allá el. La moral universal, esa que nos protege de la desaparición como especie, es eso, universal, y no puede regir las más íntimas turbulencias del corazón. Estos ancianos quisieron poner orden definitivo en su pequeño universo, hecho de amor e impotencia, y no se les fue ofrecida más opción que la fusión definitiva de los dos con las sombras del misterio inalcanzable. El amor derramado en los hijos a lo largo de toda la vida no exige compensaciones ni es valedor de derechos, y el tiempo final puede resultar tan insoportable careciendo de lo necesario como teniéndolo a cambio de resultar una carga para los seres que se ama. Abdicaron de la vida para no abdicar de su dignidad.
Humano, profundamente humano. Allá donde no alcanza la salvadora luz de la comprensión que se callen los estandartes de la justicia. ¿Quién puede saber de esa lágrima que le tuvo que asomar a los ojos cuando apoyó el cañón en la cabeza de ella? ¿Para quién fue su última plegaria y su último pensamiento cuando la mano temblorosa buscaba el sitio fatal? Una vida convivida con toda la intensidad y la dimensión que brinda un tiempo prolongado puede hacerse un todo casi indivisible si está amalgamada por el amor. A estos ancianos les fue denegada la petición de poder vivir sus años finales sin la amarga sensación de sentirse un estorbo, con el añadido de unos achaques propios de la edad, y decidieron huir, imaginando el bien que hacían a sus hijos al liberarlos de una carga y sin pensar en las preguntas y en el desasosiego que les instalaban en su conciencia para siempre.
Tal vez su gesto no consiga ninguna página de recuerdo en ninguna crónica del sentimiento, ni mucho menos alcance la aureola épica de otros casos similares, como los de Kleist, Koestler o Zweig, pero uno quiere al menos dejar constancia de su comprensión, que es una virtud que no se lleva bien con el acto de juzgar. Quién sabe qué dolor ciega el alma cuando la ausencia de esperanza lo cubre todo de negrura; quién sabe qué extraños significados puede alcanzar el hecho de dar la vida. Ya está escrito: entre lo que existe y lo que no existe, el espacio es el amor.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Los ojos renacidos

Mientras todo lo que afecta a nuestra condición humana, las ilusiones, las esperanzas, la propia alegría de ver cada mañana, parece ir encogiéndose sobre sí mismo y debilitándose como si caminara hacia un letargo en espera de una resurrección, la naturaleza ha dado un paso inverso, como si quisiera darnos una señal de optimismo: los marchitos Ojos del Guadiana, de pronto, han vuelto a inundarse de agua. Uno recuerda el texto de geografía que estudió de niño y cómo este nombre aparecía en su imaginación como un lugar mágico y se hacía a sí mismo la promesa de visitarlo cuando fuera mayor. Un río que sale de repente de la tierra después de haberse ocultado debajo de ella tendría que ser un espectáculo triunfal. Un lugar digno de una bienvenida, a ver a qué otro dieron los dioses de los ríos el don de un segundo nacimiento. Pero aquellos Ojos se habían cegado ya hacía tiempo, no sabe uno si por la dichosa acción del hombre o por causas naturales, así que cuando decidió ir a verlos sólo encontró un montón de carrizales.
A uno siempre le ha fascinado el misterio del Guadiana, el río de las hipótesis, del que nadie sabe dónde situar su nacimiento, si en la serranía de Cuenca, con la unión del Záncara y el Cigüela, o en las lagunas de Ruidera; el río enigmático, que desaparece sin explicarse por qué y reaparece sin que se sepa dónde, porque sus famosos Ojos se habían secado. Dicen los hidrólogos que la verdad es que no existe ningún cauce subterráneo y que todo se reduce a filtraciones y afloramientos sin relación entre sí, pero eso otorgar el triunfo a la vulgar realidad. Es como decir que una lágrima es una combinación de hidrógeno y oxígeno. Lo cierto es que esto es un juego de escondite en el que nada es lo que parecía ser hasta ahora, un espejo de apariencias, porque ese hilo de agua que se puede cruzar de un salto y que figura en el rótulo como río Guadiana, no es más que una insignificante manifestación exterior de una actividad acuífera en el subsuelo, del que el río sale para darnos una pequeña cuenta de ella. De hecho, es sabido que bajo las tierras de La Mancha se esconde una enorme cisterna de agua. Nunca un río de cuenca tan sencilla y tan fácilmente abarcable creó tantas incógnitas.
 Ahora, en los Ojos volverán las eneas, carrizos y masiegas a mudar la apariencia de todo el entorno con la familiaridad de quien está acostumbrado a hacer lo que le da la gana en su casa, porque nada hay permanente en este mundo confuso entre el dominio del agua y de la tierra, ni los colores, ni los sonidos, ni el aspecto externo. Las seguridades han de venir de uno mismo, sobre todo en esas horas ambiguas de la tarde, cuando comienzan a vivir las incertidumbres y a morir lo conocido. Si la rama verdecida que la primavera hizo brotar en el olmo seco llenó el corazón del poeta de esperanza hacia la luz y hacia la vida, vamos a caer en la ingenuidad del símbolo y pensar que este renacer del manantial que había muerto acaso sea la imagen de que está próximo otro resurgir mucho más importante: el de la luz que anuncie que ya comenzamos a salir del túnel en que estamos.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Los jóvenes y la noche

Con el último lamento desgarrado en la fatídica madrugada comienza a ponerse en marcha la acostumbrada –y seguramente rentable- bambolla mediática, esa que sigue a cada tragedia tratando de hacernos el favor de informarnos de lo que aún no es posible saber, esa que adquiere a veces aires de paladín justiciero, la misma que en ocasiones nos ha enseñado su catadura más despreciable al dar por bueno el todo vale mostrando el morbo en planos cortos y prolongados. Ya no queda espacio público en el que no haya aparecido un desfile de personajes de toda laya dando su opinión sobre lo que se tenía que haber hecho, repartiendo los grados de responsabilidad, indicando qué leyes hay que modificar, o sea, explicando lo bien que lo habrían hecho ellos si hubiera estado a su cargo. Se han repartido culpas, empezando, como siempre, por los políticos, que siempre se las llevan todas. “Piove? Porco governo”, bramó el cabreado napolitano cuando comenzó a llover tras haber tendido su hamaca en la playa. Pues quizá tengan alguna, ya lo dirán quienes tengan que decirlo, pero en el trasfondo de este y de otros dramas semejantes, más allá de cualquier aspecto recogido en las leyes, uno se atreve a atisbar otro campo de responsabilidades más lejanas, más difusas y, desde luego, menos directas y en absoluto punibles legalmente.
Lloran unos padres la muerte de sus hijos. Esperan otros con el alma en vilo y el teléfono a punto. Viven cada noche del fin de semana con la angustia de esperar oír cuanto antes el ansiado ruido de llaves que ponga fin al insomnio y permita descansar lo poco que quede de la noche. Recuerdan quizá su juventud y comparan, y acaso se hundan en el desasosiego ante el temor de que esa noche le pueda tocar al suyo. Puede que se pregunten en qué han fallado y qué está en sus manos hacer ahora. Y esa pregunta no es particular; es la que nuestra generación debería hacerse en conjunto. Qué valores, qué gustos, qué inquietudes hemos transmitido a nuestros hijos; qué ventanas al mundo de la belleza les hemos abierto; qué criterios de juicio. Porque si su nivel de exigencia estética es tal que les da para acudir entusiasmados a oír a un pinchadiscos, pagando además una entrada carísima, deberíamos plantearnos si fuimos capaces de abrirles suficientes parcelas que, sin contravenir su condición de jóvenes, les ofrecieran otros horizontes de ocio y diversión. O a lo mejor no fue posible, porque la técnica ha introducido un elemento nuevo y sumamente seductor para los que están naciendo a la vida con ella, porque la vulgaridad que nos ahoga invade también los modos de entretenimiento, porque es más cómodo ceder que exponerse a ser llamados carcas, o simplemente porque la deificación en que últimamente se está teniendo a la juventud hace que se tienda a dar por sentado que siempre tiene razón. Parece mentira, pero a veces se percibe claramente en el fondo de muchos argumentos. O puede que haya de ser así, porque así, o de forma parecida, fue siempre. La mitad el mundo no puede comprender los placeres de la otra mitad, decía un personaje de Jane Austen, y ellos, evidentemente, están en la mitad distinta de los que ya salimos de esa etapa.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Aquella chica del cine


 El tiempo, que todo lo devora, parece consumir con mayor voracidad, como si le urgiera sustituirlas por otras, las convicciones, las costumbres, los criterios morales, las creencias y hasta las formas de expresar los sentimientos. Los conceptos que en otras épocas tardaban siglos en mudarse, apenas duran ahora una generación; lo que era pecado se convierte en pocos años en indiferente y en otros pocos en virtud; lo que escandalizaba en un momento determinado, apenas saca una sonrisa de condescendencia en el siguiente. En los primeros años de la Transición vi Emmanuelle en una de aquellas salas llamadas de arte y ensayo. Tengo más recuerdo de las enormes colas que se formaban ante la taquilla que de la película, seguramente porque apenas la entendí. Y recuerdo sobre todo la entronización de Sylvia Kristel como la nueva diosa del reino de lo prohibido, el sueño erótico inalcanzable e imaginado en las estancias más secretas, la promesa de una plenitud que cabía atisbar en un futuro próximo. Aquella chica de cuerpo delicado y ademanes lánguidos, que no tenía las rotundas formas ni la imagen agresiva de otras actrices, se convirtió de pronto en la revelación de lo que podía existir más allá del límite del erotismo admitido convencionalmente. Algunos años después, por pura casualidad, la encontré en un pueblo de Madrid, en Torrelaguna, a donde había ido a rodar algo para la televisión. Estaba sentada en una silla en la solitaria plaza, sin más compañía que dos o tres técnicos que andaban por allí y el director, que no le hacía ningún caso. Una figura agradable, pero desprovista de cualquier magia, seguramente atrapada ya en los problemas que la llevaron a su final.
Hoy aquellas imágenes de la sala de arte y ensayo nos parecen, si no inocentes, sí el inicio infantil de un camino que hemos recorrido a largas zancadas en un tiempo que se cuenta en breves años y que en otra época habría necesitado siglos, si es que podía. Ahora recibimos en el ordenador un correo con las imágenes de una política haciendo lo mismo y las borramos con un gesto de fastidio. El misterio ha desaparecido, y con él las excitantes sensaciones que producía al desvelarlo. Los más pesimistas, seguramente porque han observado atentamente el curso de las constantes históricas, creen que apenas queda ya camino que no hayamos recorrido y que pronto no habrá más desenlace que retroceder o dejarse entregar mansamente a quien nos pretenda. Cuando no quedan más velos que descorrer, cuando se han cruzado ya todas las fronteras, cuando los hechos antinaturales adquieren casi categoría de objetos de culto, otros que estén más convencidos de la superioridad de sus valores tratarán de cubrir el espacio vacío. Eso dicen los pesimistas, y puede que sea una aterradora posibilidad, pero la solución no estaría nunca en una vuelta a la represión de los deseos de exploración y conocimiento de la realidad de la que formamos parte, sino en potenciar los rasgos de carácter que nos dan dignidad y en estar orgullosos de ellos.

miércoles, 10 de octubre de 2012

El reino del diablo

Si el diablo decidió alguna vez residir entre nosotros, sin duda tuvo que hacerlo en Timanfaya. Y a buen seguro que se alojó allí durante algún tiempo y a su gusto, porque no podría encontrar un lugar más apropiado; seguramente fue él quien lo preparó a su entera satisfacción para hacerlo digno de su presencia. Lo que hizo César Manrique al plasmar su efigie con los brazos en alto sosteniendo un trinchante de cinco puntas y convertirlo en el símbolo de todo Lanzarote, no es más que una especie de reconocimiento al señor natural de aquel reino. Casi trescientos años después de la primera gran erupción y doscientos de la segunda, el paisaje de Timanfaya sigue tan desnudo como se quedó entonces, todo mudo, todo negro, todo cambiante en brillos y líneas. Una llanura desolada de piedras y rocas sobre la que emergen los cráteres, sin sonidos y sin olores, como si el mundo se hubiera quedado para siempre en el primer día de la creación. Dicen que lo único que vive aquí son unos líquenes, algunas aulagas raquíticas y una especie de escarabajos de menos de un milímetro. Poca vida para tanto cuerpo. Timanfaya viene a ser una imagen de la soledad que ahoga cuando sólo existe la materia, y una metáfora del desamparo que a todos nos hiela cuando la vida ha de seguir adelante sobre las cenizas de las ilusiones y esperanzas muertas.
Si el Vesubio tuvo a Plinio, Timanfaya tuvo al párroco de Yaiza, que durante días lo contempló todo desde una colina alejada y lo anotó en un diario que nos da la medida de la catástrofe. Se abrieron grietas gigantescas y de la tierra surgió una montaña enorme; nueve pueblos desaparecieron, engullidos o enterrados; el paisaje se uniformó y la isla ganó en superficie al ir solidificándose en contacto con el mar la colosal masa de lava. Aún hoy, en los llamados Hervideros, puede verse la costa formada por espectaculares acantilados negros de basalto y obsidiana. Y luego, el hambre y la emigración, la huida de aquellos campos estériles a los que los lugareños llaman malpaís, y que ahora son un país estupendo para atraer con su singularidad la nueva riqueza del turismo. Hubo un tipo, llamado Hilario, que se retiró a la paz de estos desiertos de lava con un camello y plantó una higuera, que nunca dio higos. En el lugar hay ahora un restaurante con un mirador, y unos cuantos agujeros que comunican con el infierno, por los que sale el calor abrasador del magma hirviendo en el interior de la tierra. Uno de ellos lo aprovecha el restaurante para hacer sus asados.
En La Geria, los campesinos hacen un hoyo hasta encontrar la tierra y plantan en ella la cepa de uva listán o malvasía; luego la arropan con la ceniza para que atrape el agua del rocío y la rodean con un semicírculo de piedras para protegerla de los alisios. El visitante entra en una bodega, se toma un buen cuartillo de este vino tan bien trabajado, y cuando sale nota que el sol arranca aún más colores a las rocas.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Queridos abuelos

No han dejado todavía el tiempo de la plenitud; al contrario, entran ahora en otro aún más pleno, con todas las horas a su antojo, las emociones reposadas, vivos los recuerdos, el cuerpo aún libre de achaques y con una larga, cada vez mayor, perspectiva por delante. Han llegado a esa antesala en la que lo que no cabe hacer es sentarse simplemente a esperar, sino entregarse más que nunca a la tarea de vivir lo que no haya podido vivirse, llenando el tiempo con cualquier pretensión que elimine todo rastro de vaciedad, haciendo siempre algo, esperando siempre algo, amando siempre algo. Y en eso de amar sí que están en continuo ejercicio. Puede vérseles a menudo a las salidas de los colegios recogiendo a sus nietos, y por los parques, vigilando sus juegos, o por las calles, llevándolos de una mano y llenándoles la otra de golosinas. Las nuevas actitudes sociales les han sacado de una situación de retaguardia, en el que ejercían un papel a veces cercano al residuo sentimental, y les han puesto en primera línea, y todo ello sin habérselo pedido, con su consentimiento silencioso y su entrega desinteresada. Han aceptado su papel en el tramo de sus vidas en el que por fin pueden disfrutar de la libertad, porque están atados por el corazón, que es la ligadura más fuerte que hay, e incluso por la conciencia de un deber hacia sus hijos, del que jamás abdican.
Los abuelos se han convertido en la gran guardería nacional, gratuita, callada, sin otro reconocimiento que el que les dan sus nietos con su simple presencia. Alguien tendría que pararse a calcular la cuantificación económica de esta contribución silenciosa a la marcha económica del país; cuánto empleo femenino facilita, cuántas hipotecas familiares firmadas sobre la seguridad que se puede hacer frente a ellas porque se tiene resuelto el problema de qué hacer con los pequeños, cuántos viajes que no podrían realizarse si no fuera porque "hemos dejado a los niños con los abuelos". Su labor no existe para los balances económicos ni se tiene en cuenta en el diseño de ningún presupuesto. Su compensación externa sólo les llega, y no siempre, de la palabra agradecida de sus hijos y del cariño de los pequeños. Con eso les basta.
En la continua sucesión del tiempo, que se mueve olvidándose a sí mismo, a la sociedad no le interesa quién fue el abuelo, sino cómo es su nieto, pero, en las circunstancias hacia las que ha derivado, los nietos son cada vez más lo que los abuelos sepan hacer de ellos. Y a su vez, lo que los nietos hacen de los abuelos sin saberlo; esas virtudes quizá hasta entonces poco practicadas, la paciencia, la tolerancia, o esa visión diferente de la realidad, más alegre y esperanzadora. En el fondo es reconfortante ver cómo la figura de los abuelos hace que el ciclo se equilibre en sus relaciones y comience y acabe de igual modo. Los niños inician su conocimiento del mundo en contacto con los que ya están de vuelta, y los abuelos viven la última etapa de su vida con los que la empiezan, teniendo ocasión de ver reflejada su lejana infancia en quienes son su prolongación en el tiempo. Con todas las excepciones que quieran.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

El ciclismo

Entre las numerosas fuentes de mis emociones, el deporte ha ocupado siempre un lugar secundario, con una sola excepción: el ciclismo. Allá en aquellos tiempos de infancia y adolescencia, cuando las emociones nacían aún sin contaminar y fecundaban con su capacidad ilusionadora todo nuestro pequeño mundo personal, las hazañas lejanas de unos cuantos nombres que escalaban montañas a golpe de pedal o se lanzaban a tumba abierta por carreteras de vértigo, eran el alimento que sostenía nuestra natural necesidad de admiración. Aún no eran figuras en movimiento; había que figurárselo. Eran imágenes fijas en las páginas de un periódico o nombres oídos en la radio, enmarcados en el relato vibrante del locutor. Gestas de épica grandiosa, desarrolladas en escenarios que nos parecían salidos de un libro de leyendas, según lo imaginábamos. El Aubisque y el Tourmalet tenían que ser terribles, y estaban hechos sólo para que lo subieran los ciclistas. Luego supimos que muchos de nuestros puertos tienen mayores pendientes, pero nos vimos incapaces de tenerlos por mitos. Surgiendo entre la niebla y ateridos por el frío de las cumbres, a solas con su esfuerzo y su debilidad, aquellos eran superhombres, héroes tan grandes que nos despertaban más la admiración que el afán de imitación. Había otros deportistas, claro está, pero qué nos importaban a nosotros si no luchaban contra sí mismos y contra el riesgo y, sobre todo, no se podía hacer con sus imágenes chapas para correr los circuitos que dibujábamos en la acera. Coppi y Bartali ya estaban en el recuerdo, convertidos en leyenda; era el tiempo de Anquetil, Bobet, Gaul, Nencini y de, entre los nuestros, Bahamontes, Poblet, Pérez Francés y tantos otros. Hoy mira uno aquella época y no puede saber si realmente fueron los años dorados del ciclismo o los ve así porque son los que corresponden a un tiempo de miradas en busca de idealizaciones. Tampoco importa gran cosa.
Están dando en televisión una etapa de la Vuelta. Los corredores se retuercen sobre la bicicleta trepando por la ladera de una montaña asturiana. Con una caña delante uno piensa que realmente se trata de un deporte original, porque, por una vez, la máquina no lleva al hombre, sino que es el hombre el que ha de empujar la máquina, y además sencillo, sin más reglas que las de no estorbar al rival. Y también uno de los pocos que pueden contemplarse sin pagar una entrada. El único que tiene por estadio un país entero. El de los espacios abiertos, paisajes variados, panorámicas amplias y escenarios cambiantes, nunca iguales. Un espectáculo al que a su propia belleza deportiva añaden la suya la naturaleza y el arte.
Quizá sea esto, su gran atractivo, lo que le hace invulnerable a sus dirigentes, que parecen ver en él solamente un negocio televisivo teñido con dosis de moralidad. Etapas de trazado inhumano, rampas imposibles, sanciones desproporcionadas y castigos que hunden toda una vida deportiva, impuestos quince años después. Entre esos de los despachos y los que lo manchan desde la propia bicicleta, lo que extraña es que el ciclismo aún siga vivo. Sí que tiene que ser atractivo.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Doña Cecilia

Buena la ha armado usted con sus pinceles y su buena voluntad. Ha convertido una modesta pintura de un autor casi desconocido, perdida en una anodina iglesia de un pequeño pueblo, en el protagonista del verano. Ahí es nada. Ya sabrá el espacio que ha ocupado en los medios de información, dentro y fuera de España. Pero mujer, debió usted preverlo. Debió usted sospechar que nadie iba a fijarse en sus buenos propósitos, y que si el resultado final era aceptable pasaría desapercibido, pero si era malo... pues eso, ya lo ve. Uno la imagina entrando en la iglesia, deteniéndose ante aquel “Ecce homo” de toda su vida y lamentando su deterioro y la incuria en que lo tenían. El fresco, lo sabrá usted, es una técnica muy vulnerable, de cuerpo frágil y remilgado. Aquel rostro de Cristo estaba realmente en mal estado, así que decidió arreglarlo por su cuenta, se supone que con la aquiescencia, aunque fuera tácita, del responsable del santuario. Y, lo siento doña Cecilia, pero el resultado artístico se ajustó más o menos a lo que cabía esperar. Lo asombroso fue el otro resultado, el social. Ni siquiera los trabajos de restauración de grandes obras consiguieron una difusión tan universal e instantánea. El pueblo se llenó de visitantes, que hacían cola a las puerta de la iglesia para fotografiarse ante la pintura, mientras medios informativos nacionales y extranjeros la tomaban como imagen de portada y en las redes sociales se erigió en el tema del momento, eso que ahora se llama “trending topic”. Usted misma se convirtió en una pieza de caza mediática. Dicen que está repercutiendo en su salud; repóngase, mujer, que en el fondo no tiene importancia.
Realmente su trabajo es un desastre. Y además, es de usted. Si hubiera sido firmado por Tapies, por ejemplo, o por alguno de esos estupendos vendedores de sus propios garabatos, o si usted tuviera a su lado a algún influyente crítico mercenario, seguiría siendo el mismo desastre, pero todos hablarían de él con un respeto reverente. Bacon o Picasso, por citar sólo dos, se regodearon en deconstruir dos cuadros de Velázquez y ya ve; monigotes cuyo sentido último decepciona por su escasa consistencia a quien se toma la molestia de buscarlo, y sin embargo alguien decidió que eran obras maestras. En cualquier caso, señora mía, lo suyo es un bodrio, sin paliativos, pero tiene la suerte de que vivimos en el tiempo del culto al feísmo y de la subversión absoluta de los valores estéticos, así que tiene garantizada la admiración de unos cuantos, aunque será mejor que no la tenga en cuenta. Tiene ya miles de fans y otros más que piden que el Cristo quede como usted lo ha dejado. Se ha dicho de su fantoche que es una buena muestra del expresionismo, que es un ejemplo del simbolismo, y hasta oigo decir a uno, con toda la seriedad que da la memez, que su obra está a la altura de las pinturas negras de Goya. No haga caso, doña Cecilia, a la muchedumbre que viene a contemplar su trabajo. Siento decirlo, pero en el fondo vienen a reírse de usted. Los mismos que no darían un paso por ver un Cristo de Zurbarán están ahí haciendo cola. Pilatos nunca sospechó que sus palabras fueran dirigidas a tanto tonto.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Agosto

El sol, que luce sobre justos y pecadores, y que lo mismo sale para los banqueros y compinches del Draghi ese que para el niño que se columpia en el parque, debería disiparnos un poco la neblina en la que estamos envueltos. La luz espanta los temores, y si agosto, el mes suspirado todo el año, no nos trae un poco de alegría, a ver qué nos espera cuando nos adentremos en los inciertos caminos del otoño, y no digamos del invierno. Y sin embargo, no parece que nos esté espantando muchas sombras, a juzgar por lo que se oye y se lee por ahí. Se le está viendo algo apagado, sin el pulso vibrante de los buenos años, rutinario en su día a día y sin ese asomo de cosmopolitismo que otras veces acostumbraba. Los que viven de esto nos dicen que este año nos visitan menos forasteros, y que eso se nota en las cuentas de muchos negocios. Uno, que habla con mucha gente, siempre ha oído tres respuestas para justificar el pensárselo mucho antes de decidirse a venir a pasar sus vacaciones aquí: los precios, el tiempo y la crisis. Me gustaría, pero nos sale muy caro, mucho más que en otros sitios. Me gustaría, pero preferimos tener garantizado el buen tiempo. Me gustaría, pero este año no nos podemos permitir ir a ningún sitio. Son razones de difícil objeción, pero hay otras. En el Descenso del Sella que acaba de celebrarse se ha notado una bajada notable de visitantes, y parece que hay que achacarlo en buena parte a la prohibición de acampar libremente, como siempre se había hecho. O sea, que también los recortes de libertad, la anulación de la sana espontaneidad, el intervencionismo regulador, el afán de tenerlo todo controlado, sistematizado, racionalizado y delimitado, son factores que tienden a frenar la asistencia de visitantes, en este caso de quienes llevan la fiesta entrañablemente fijada en un marco formado exclusivamente por las estampas amables de la tradición.
Lo que sí puede traernos agosto es un respiro en la tormenta de cifras y vaticinios que nos marea cada día. Ya se sabe que eso que llamamos mercados, y que no son otra cosa que una pandilla de especuladores mirando a ver a quién pueden arruinar para enriquecerse ellos, no descansan nunca. No hay sol de rayos dorados ni lago de aguas azules que merezcan un desvío de su mirada abuitrada, pero puede que durante unos días nos libremos de tanta charlatanería contradictoria, de tanta amenaza y de tanta evidencia de desconocimiento. Es que se mueven por pura palabrería. Le da a un tipo por decir unas palabras, y al minuto todo se pone de cara, la bolsa sube y la prima baja, y uno se pregunta por qué no las dijo antes. Sale luego otro soltando algo distinto, y vuelven de nuevo a ponernos la angustia en la garganta. O nadie tiene las ideas claras y las convicciones firmes, o esto viene a ser como la roca de la cueva de Alí Babá, que se movía con sólo decirle dos palabras.
Lo malo es que se comportan como niños, pero no lo son. Menos mal que aún podemos creer en la capacidad del hombre, contemplando ese aparato que nos manda imágenes desde el suelo de Marte.