miércoles, 5 de septiembre de 2012

El ciclismo

Entre las numerosas fuentes de mis emociones, el deporte ha ocupado siempre un lugar secundario, con una sola excepción: el ciclismo. Allá en aquellos tiempos de infancia y adolescencia, cuando las emociones nacían aún sin contaminar y fecundaban con su capacidad ilusionadora todo nuestro pequeño mundo personal, las hazañas lejanas de unos cuantos nombres que escalaban montañas a golpe de pedal o se lanzaban a tumba abierta por carreteras de vértigo, eran el alimento que sostenía nuestra natural necesidad de admiración. Aún no eran figuras en movimiento; había que figurárselo. Eran imágenes fijas en las páginas de un periódico o nombres oídos en la radio, enmarcados en el relato vibrante del locutor. Gestas de épica grandiosa, desarrolladas en escenarios que nos parecían salidos de un libro de leyendas, según lo imaginábamos. El Aubisque y el Tourmalet tenían que ser terribles, y estaban hechos sólo para que lo subieran los ciclistas. Luego supimos que muchos de nuestros puertos tienen mayores pendientes, pero nos vimos incapaces de tenerlos por mitos. Surgiendo entre la niebla y ateridos por el frío de las cumbres, a solas con su esfuerzo y su debilidad, aquellos eran superhombres, héroes tan grandes que nos despertaban más la admiración que el afán de imitación. Había otros deportistas, claro está, pero qué nos importaban a nosotros si no luchaban contra sí mismos y contra el riesgo y, sobre todo, no se podía hacer con sus imágenes chapas para correr los circuitos que dibujábamos en la acera. Coppi y Bartali ya estaban en el recuerdo, convertidos en leyenda; era el tiempo de Anquetil, Bobet, Gaul, Nencini y de, entre los nuestros, Bahamontes, Poblet, Pérez Francés y tantos otros. Hoy mira uno aquella época y no puede saber si realmente fueron los años dorados del ciclismo o los ve así porque son los que corresponden a un tiempo de miradas en busca de idealizaciones. Tampoco importa gran cosa.
Están dando en televisión una etapa de la Vuelta. Los corredores se retuercen sobre la bicicleta trepando por la ladera de una montaña asturiana. Con una caña delante uno piensa que realmente se trata de un deporte original, porque, por una vez, la máquina no lleva al hombre, sino que es el hombre el que ha de empujar la máquina, y además sencillo, sin más reglas que las de no estorbar al rival. Y también uno de los pocos que pueden contemplarse sin pagar una entrada. El único que tiene por estadio un país entero. El de los espacios abiertos, paisajes variados, panorámicas amplias y escenarios cambiantes, nunca iguales. Un espectáculo al que a su propia belleza deportiva añaden la suya la naturaleza y el arte.
Quizá sea esto, su gran atractivo, lo que le hace invulnerable a sus dirigentes, que parecen ver en él solamente un negocio televisivo teñido con dosis de moralidad. Etapas de trazado inhumano, rampas imposibles, sanciones desproporcionadas y castigos que hunden toda una vida deportiva, impuestos quince años después. Entre esos de los despachos y los que lo manchan desde la propia bicicleta, lo que extraña es que el ciclismo aún siga vivo. Sí que tiene que ser atractivo.

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