miércoles, 7 de noviembre de 2012

Los jóvenes y la noche

Con el último lamento desgarrado en la fatídica madrugada comienza a ponerse en marcha la acostumbrada –y seguramente rentable- bambolla mediática, esa que sigue a cada tragedia tratando de hacernos el favor de informarnos de lo que aún no es posible saber, esa que adquiere a veces aires de paladín justiciero, la misma que en ocasiones nos ha enseñado su catadura más despreciable al dar por bueno el todo vale mostrando el morbo en planos cortos y prolongados. Ya no queda espacio público en el que no haya aparecido un desfile de personajes de toda laya dando su opinión sobre lo que se tenía que haber hecho, repartiendo los grados de responsabilidad, indicando qué leyes hay que modificar, o sea, explicando lo bien que lo habrían hecho ellos si hubiera estado a su cargo. Se han repartido culpas, empezando, como siempre, por los políticos, que siempre se las llevan todas. “Piove? Porco governo”, bramó el cabreado napolitano cuando comenzó a llover tras haber tendido su hamaca en la playa. Pues quizá tengan alguna, ya lo dirán quienes tengan que decirlo, pero en el trasfondo de este y de otros dramas semejantes, más allá de cualquier aspecto recogido en las leyes, uno se atreve a atisbar otro campo de responsabilidades más lejanas, más difusas y, desde luego, menos directas y en absoluto punibles legalmente.
Lloran unos padres la muerte de sus hijos. Esperan otros con el alma en vilo y el teléfono a punto. Viven cada noche del fin de semana con la angustia de esperar oír cuanto antes el ansiado ruido de llaves que ponga fin al insomnio y permita descansar lo poco que quede de la noche. Recuerdan quizá su juventud y comparan, y acaso se hundan en el desasosiego ante el temor de que esa noche le pueda tocar al suyo. Puede que se pregunten en qué han fallado y qué está en sus manos hacer ahora. Y esa pregunta no es particular; es la que nuestra generación debería hacerse en conjunto. Qué valores, qué gustos, qué inquietudes hemos transmitido a nuestros hijos; qué ventanas al mundo de la belleza les hemos abierto; qué criterios de juicio. Porque si su nivel de exigencia estética es tal que les da para acudir entusiasmados a oír a un pinchadiscos, pagando además una entrada carísima, deberíamos plantearnos si fuimos capaces de abrirles suficientes parcelas que, sin contravenir su condición de jóvenes, les ofrecieran otros horizontes de ocio y diversión. O a lo mejor no fue posible, porque la técnica ha introducido un elemento nuevo y sumamente seductor para los que están naciendo a la vida con ella, porque la vulgaridad que nos ahoga invade también los modos de entretenimiento, porque es más cómodo ceder que exponerse a ser llamados carcas, o simplemente porque la deificación en que últimamente se está teniendo a la juventud hace que se tienda a dar por sentado que siempre tiene razón. Parece mentira, pero a veces se percibe claramente en el fondo de muchos argumentos. O puede que haya de ser así, porque así, o de forma parecida, fue siempre. La mitad el mundo no puede comprender los placeres de la otra mitad, decía un personaje de Jane Austen, y ellos, evidentemente, están en la mitad distinta de los que ya salimos de esa etapa.

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