miércoles, 6 de marzo de 2013

La crisis no está sola

Parece una ley dictada por la Historia que una crisis jamás haya de venir sola. De vez en cuando, los mil diablos que zascandilean por ahí se reúnen y se conjuran para actuar a la vez en todos los frentes posibles, y nos dejan primero sorprendidos, luego desorientados, después impotentes y por fin desanimados y entregados a la desesperanza, con los gritos y las pancartas como único desahogo, hasta que, pasado un tiempo que se nos hace eterno, las cosas comienzan a volver a su sitio. Pero en ese período, desde luego, todo lo que puede salir mal, sale mal. Los norteamericanos, científicos ellos, dieron a esto nombres con categoría de sistema, como Ley de Murphy o Corolario de Finagle; aquí lo hemos solucionado con el refrán del perro flaco y las pulgas, que tiene bastante más expresividad y menos pedantería.
El caso es que estamos viviendo como si de pronto se hubiese desencajado todo lo que parecía estar bien ajustado y cada pieza saltase a su aire para caer en el peor momento y lugar posibles y con la mantequilla siempre hacia abajo. Al eco de la implosión económica han acudido todos: el ataque separatista, la corrupción, los conflictos laborales, el acoso a la Jefatura del Estado, el hundimiento de la oposición; hasta el vodevil político italiano, que, incomprensiblemente, también nos afecta, según los mercados. Menos mal que la sede vacante en la Iglesia no parece que nos ataña más allá de los abundantes consejos que dan al colegio cardenalicio los habituales entendidos que pululan por las tertulias.
Bien mirado, nada tiene de extraño. No es una concatenación aleatoria, sino que tiene unas leyes internas que enlazan causas con consecuencias. La recesión siempre es buena compinche de la corrupción, la debilidad de la nación es el terreno de caza del separatismo, el malestar social es el campo propicio para los grupos antisistema y su violencia callejera, el pesimismo es inseparable del desánimo, y el desánimo favorece la parálisis de la inversión. La crisis se hace de una complejidad apabullante, pero, paradójicamente, con una solución clara y delimitada, porque sólo tiene un corazón: la situación económica o, mejor dicho, su manifestación más terrible, el paro. Ese es el endiablado nudo a deshacer, y a partir de ahí todo recuperaría su verdadera dimensión.
Saldremos, por supuesto, pero seguramente nos encontraremos con que el paisaje que dejamos ya no es el mismo. Algo habremos aprendido de todo esto y es posible que demos una vuelta radical a nuestra escala personal de valores. Que volvamos a tener por importante aquello que habíamos arrojado a un rincón porque el engaño de una falsa modernidad nos hizo tener por superado. Y, por un capricho del tiempo, esa nueva situación coincidirá con la que está creando la técnica. Si después de Auschwitz no puede haber poesía, ahora, después de internet y de las redes sociales, apenas queda lugar para el misterio, ni para el ensueño de lo desconocido, ni para el romanticismo liberador de la realidad, ni para la imaginación como amiga y compañera de evasión. Nos quedará, eso sí, nuestro interior y el de nuestro pequeño mundo personal.

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