jueves, 7 de febrero de 2013

Paseo por Verona






Lo mejor de un viaje quizá sea su condición de exilio temporal, en el que lo habitualmente cotidiano nos es ajeno por unos días. A estas tierras de la llanura del Po no llegan los ecos de nuestro vocerío informativo. Sí se oye el de aquí, que tampoco es pequeño, pero como el primero no llega y el otro no importa, anda uno por Verona sin más preocupación que la de pasear y ver.
Bien mirado, a Verona le faltan pocas cosas, como no sea la buena fama entre sus vecinos. Leo en un texto de hace doscientos años: "Los veroneses son gente alegre; entre los hombres hay bella juventud, pero no se observa así entre las mujeres; aman con extremo la música y en las provincias confinantes tienen fama de locos". Uno en eso ni sale ni entra, pero sigue diciendo que no puede quejarse de la prodigalidad del destino, ni siquiera cuando la castigó con rencillas civiles, porque que terminaron haciéndola inmortal. A ver qué ciudad debe tanto a una lucha interna. Ahí está el número 23 de la vía Capello: un pequeño patio, una fachada desconchada de ladrillo y un balcón. Sobre todo, el balcón. En el patio, una bella estatua femenina de bronce y gente, siempre mucha gente, que viene a la búsqueda de aquello sin lo que no se puede vivir, digan lo que digan los superhombres: un cierto fetichismo espiritual. El de aquí, además, no viene dado por sentimientos particulares ni reservados a conformaciones sentimentales específicas. Este fetichismo es del corazón y se refiere al amor, y, por tanto, es universal. Sin embargo, por encima de todo, uno se da cuenta de que en lo que verdaderamente está pensando es en el poder de la palabra. Si la mentira es siempre mentira, ¿de qué se habrá hecho el envoltorio para que sea capaz de fenómenos así? ¿O es que no importa ni lo uno ni lo otro y sólo cuenta la emoción de un hecho inalcanzable que le hubiera gustado vivir a cada corazón? Hay tres chicas contemplando en silencio el balcón. Una de ellas se coloca junto a la estatua de Julieta y la mira a los ojos, uno cree que con cierta ternura. Quién sabe si la está tratando como a una igual.
Y a pesar de todo, este viajero confiesa paladinamente sin ningún rubor en sus mejillas, que en su peregrinación literaria a Verona aquel balcón ocuparía un lugar secundario, y que sir William le perdone. Este viajero es agradecido con quienes le hicieron feliz, y aquí nació uno de los personajes que mejores momentos supo brindarle allá en los años en que la vida rompía y no había mundo bastante para contener las ilusiones, cuando lo que había más allá del umbral de la puerta era tan sólo letra escrita por quien sabía generar ensueños. A Emilio Salgari la injusticia del destino le hizo dador de la felicidad que le negó a él, y eso sí que inspira un trágico y hondo respeto. Sus dos jóvenes y famosos conciudadanos murieron entre suspiros de amor y tras una vida centrada en sí mismos; Salgari murió entre la locura de su mujer y la avaricia de los editores, después de que una nube negra oscureciese para siempre sus hermosas fantasías, que fueron luego las de todos nosotros. Pero no preguntéis en Verona por la casa de Emilio Salgari.

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