martes, 12 de febrero de 2013

La renuncia

Qué puede hacer el espíritu ante las flaquezas del cuerpo que lo soporta, y qué puede hacer el cuerpo ante la evidencia de su propia debilidad. Sobrenadan vigorosos el entendimiento y aun la voluntad, pero flaquea la memoria, que no sería lo más lamentable, dado que puede ser suplida parcialmente por artilugios artificiales que la almacenan y la ponen a disposición permanente de los otros dos. Lo peor reside en el ánimo, en la convicción de que la tarea sobrepasa ya nuestras fuerzas, en la ausencia de ganas de seguir luchando, en la mirada realista que uno echa sobre sí mismo y en lo que encuentra: la pérdida de lo que fue y la evidencia de que lo que antes suponía un esfuerzo más o menos llevadero, ahora se convierte en sobrehumano. La débil carne frente al espíritu fuerte.
La renuncia del Papa ha levantado de golpe un maremoto que achica cualquier otra noticia, y hay que ver que estaba el panorama bien servido de ellas. Cae así, de improviso, después de seiscientos años de ausencia, y la sorpresa hace que las primeras reacciones apenas sean más que balbuceos. De momento se echa mano de los antecedentes y apenas se encuentran unas líneas; se especula con las consecuencias y se viene a dar en el proceso bien conocido de la elección papal. Poco a poco van surgiendo los comentarios ya no tan improvisados, y se traslucen en ellos percepciones encontradas, que van desde el entusiasmo a la oposición, nunca la indiferencia. Lo que para unos es una decisión lógica y vivificante, para otros, no deja de ser más que un acto de debilidad que roza la cobardía y que puede llevar a la Iglesia a una etapa de incertidumbre. Hasta hay quien, después de proclamarse no creyente, afirma que en definitiva supone un fallo del Espíritu Santo.
Este papa, sabio, estudioso, dialéctico brillante y teólogo de consulta, que aprendió griego para poder leer las Escrituras sin las interferencias de la traducción y que empeñó su labor intelectual en conciliar armónicamente Grecia y el evangelio, la razón y la fe, ha resultado ser, con su apariencia de viejecito de los Grimm, el más atípico de todos. No quiso seguir en la cruz si desde ella no podía ejercer su labor de pastor. El cayado requería manos que no estuviesen clavadas; el timón de la barca exigía brazos más fuertes y no atenazados por el cansancio y el dolor, y no le importó someterse al juicio universal de su acto. Ahora seguramente encontrará la consumación de su vocación en el cuarto de un monasterio, con sus libros, su piano y su empeño en trazar un camino válido para racionalistas y creyentes.
A uno, todo esto, como cualquier decisión nacida de lo más profundo de la conciencia, le inspira un enorme respeto, y se siente incapaz de juzgar nada de lo que le ataña, y mucho menos de hacer valoraciones de cualquier tipo. Que un hombre decida renunciar al cargo más encumbrado y de mayor relevancia espiritual de cuantos existen porque se encuentra a sí mismo falto de las cualidades físicas que le permitan ejercerlo, le parece un acto de profunda sinceridad consigo mismo y con los fieles que en él confían. Todo lo demás no tiene importancia.

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