miércoles, 2 de enero de 2013

Año nuevo

Pues ya hemos celebrado otra vez el rito del paso de un año a otro, más o menos con el ceremonial de siempre, lleno de gestos simbólicos que tratan todos de inducirnos al contento y sobre todo a exteriorizarlo lo más expresivamente posible. Sesudos buscadores de todos los pies posibles e imposibles del gato han tratado de averiguar las razones por las que desparramamos tanta alegría esa noche, como si hiciéramos nuestro el mérito de la Tierra de haber dado otra vuelta alrededor del Sol. Alegría compartida sin miramientos y además con afanes transitivos. En los brindis hay buenos deseos y en las palabras expresiones de esperanza, y en el fondo de cada uno quizá firmes propósitos para el tiempo que nace o acaso alguna atrición por no haber cumplido los prometidos el año anterior. ¿Y por qué? Pues por estar vivos, o por asomarnos a un tiempo que consideramos nuevo, o porque sentimos la necesidad recurrente de despojarnos de lo viejo y vestirnos ropajes diferentes, o porque necesitamos renovar las ilusiones y las promesas y este nuevo número nos brinda una buena ocasión, o porque sí, quién sabe.
El caso es que, bien mirado, y desde una perspectiva alejada de lo cotidiano, los años son casi todos iguales. Pasan acotando en parcelas nuestra vida, contemplan siglo tras siglo nuestra lucha por la vida, nuestras pasiones, nuestros afanes, nuestras miserias y nuestras estupideces y, cumplido su plazo, se dejan engullir para siempre por el misterio de la eternidad. Muy pocos se quedan como hitos en el tiempo. Apenas cruzan su San Silvestre ya quedan enterrados en el pasado y confundidos con los que los precedieron, y tan sólo los que marcan una señal decisiva en nuestras vidas dejan su nombre en nuestra memoria personal. Son los que se llevan consigo y almacenan para siempre nuestros sucesos más íntimos y más queridos, esos que luego reciben el nombre de recuerdos.
Pero si los años vienen a ser todos similares en sus efectos, algunos merecen un olvido más rápido que otros; al menos este que acaba de morir lo merece casi de inmediato. 2012 no nos trajo el fin del mundo, como unos avispados nos vendieron y muchos inexplicablemente creyeron, pero a la hora de guardarlo en la memoria no figurará precisamente entre los venturosos. En su balance presenta las habituales catástrofes que la naturaleza nos ofrece según su costumbre, y, por supuesto, las desgracias que los hombres nos creamos a nosotros mismos, también según nuestra costumbre: guerras, injusticias, fanatismos, asesinatos masivos y, por añadidura, la crisis, que tanto dolor ocasiona entre los que caen de lleno en ella. Ha sido un año triste. En las palabras, en las actitudes, en las conversaciones, flota un aire desesperanzado, casi de derrotismo, como si nos hubiera sorprendido de pronto una situación terrible que no conocíamos y ante la que no sabemos qué hacer. Por más que se repasen los resúmenes apenas se encuentra un motivo ilusionante, y sólo el ámbito deportivo, miren por dónde, ha ofrecido motivos para una sonrisa satisfecha. Desear a alguien un año próximo mejor no es tener mucha generosidad en el deseo. Así todo, que lo sea

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