miércoles, 5 de diciembre de 2012

Por no molestar

La noticia apenas tuvo reflejo en los medios, perdida entre la maleza de opiniones, análisis y comentarios desatados por las últimas medidas económicas, las manifestaciones, huelgas y toda la batahola que acompaña a la crisis, incluyendo la resaca de unas elecciones que, aunque no lo parezca, eran simplemente regionales. Pues la humilde noticia informaba de que, en un pequeño pueblo, un matrimonio de ancianos se quitaba la vida de mutuo acuerdo para no seguir siendo una carga para sus hijos, según explicaban en una nota que dejaron junto a ellos. Primero disparó él sobre ella y luego se volvió el arma contra sí mismo. Quizá hubo un momento de vacilación en el último instante, antes de llevar el cañón a su cabeza para irse definitivamente con ella.
Yo no sé de nadie que pueda dictaminar con legitimidad sobre las conciencias, y quien se atreva a hacerlo allá el. La moral universal, esa que nos protege de la desaparición como especie, es eso, universal, y no puede regir las más íntimas turbulencias del corazón. Estos ancianos quisieron poner orden definitivo en su pequeño universo, hecho de amor e impotencia, y no se les fue ofrecida más opción que la fusión definitiva de los dos con las sombras del misterio inalcanzable. El amor derramado en los hijos a lo largo de toda la vida no exige compensaciones ni es valedor de derechos, y el tiempo final puede resultar tan insoportable careciendo de lo necesario como teniéndolo a cambio de resultar una carga para los seres que se ama. Abdicaron de la vida para no abdicar de su dignidad.
Humano, profundamente humano. Allá donde no alcanza la salvadora luz de la comprensión que se callen los estandartes de la justicia. ¿Quién puede saber de esa lágrima que le tuvo que asomar a los ojos cuando apoyó el cañón en la cabeza de ella? ¿Para quién fue su última plegaria y su último pensamiento cuando la mano temblorosa buscaba el sitio fatal? Una vida convivida con toda la intensidad y la dimensión que brinda un tiempo prolongado puede hacerse un todo casi indivisible si está amalgamada por el amor. A estos ancianos les fue denegada la petición de poder vivir sus años finales sin la amarga sensación de sentirse un estorbo, con el añadido de unos achaques propios de la edad, y decidieron huir, imaginando el bien que hacían a sus hijos al liberarlos de una carga y sin pensar en las preguntas y en el desasosiego que les instalaban en su conciencia para siempre.
Tal vez su gesto no consiga ninguna página de recuerdo en ninguna crónica del sentimiento, ni mucho menos alcance la aureola épica de otros casos similares, como los de Kleist, Koestler o Zweig, pero uno quiere al menos dejar constancia de su comprensión, que es una virtud que no se lleva bien con el acto de juzgar. Quién sabe qué dolor ciega el alma cuando la ausencia de esperanza lo cubre todo de negrura; quién sabe qué extraños significados puede alcanzar el hecho de dar la vida. Ya está escrito: entre lo que existe y lo que no existe, el espacio es el amor.

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