miércoles, 26 de diciembre de 2012

Villancicos

Suenan en algún sitio con su musiquilla ligera y tintineante, alegre y despreocupada como el pensamiento de un niño, y se da uno cuenta de que aún le quedan puentes que enlazan con su etapa infantil. Pasan sobre las modas, sobre el desprecio de los pagados intelectualmente de sí mismos, sobre los esfuerzos de algunos por reducirlos a la insignificancia e incluso sobre los vaivenes de las creencias y las convicciones personales. Con todo pueden, y así siglo tras siglo. Cuando suenan se avivan en algún escondrijo oculto, donde habitan nuestras añoranzas más queridas, las evocaciones dormidas de los años en que vivíamos con la sensibilidad aún virgen de resabios y envueltos en una bendita irresponsabilidad, aquellos que jamás pensábamos que pasarían. Y a estas alturas nos damos cuenta de que ya han adquirido la condición entrañable de un compañero de vida.
Más que ninguna otra música están definiendo un tiempo. La Navidad es una época que tiene unos poderosos y rotundos rasgos identificativos externos. Todo en ella es propio e intransferible, y a la vez inconfundible: los personajes, los símbolos –la estrella, el belén, el árbol-, el impulso de los reencuentros familiares, la abundancia de expresiones de deseo de paz y felicidad, los regalos, la iluminación de las calles, los dulces de la mesa, hasta el grado de tristeza por los ausentes. Y por supuesto, su música, los villancicos, unas canciones de expresión siempre gozosa, porque son canciones de nacimiento y de llegada de la vida. Los días de Navidad encarnan ese afán interno de una palingenesia que todos parecemos llevar dentro, en coincidencia, seguramente buscada, con el momento del año en que la noche comienza a encogerse y los días a alargarse como una promesa de un nuevo renacer.
El villancico español era en origen una composición poética de métrica elemental y contenido popular, que terminó ciñéndose exclusivamente a la fiesta de la Navidad, pero sin perder jamás ese carácter popular. Frente a los villancicos de los países del norte, solemnes, serios, profundos, en los nuestros los peces beben el río por ver nacer a Dios, uno se echa un remiendo y se lo quita, los ratones le roen los calzones a José y cosas de parecido jaez, que ya quisieran para sí los dadaístas y surrealistas. Parece como si el pueblo, al sentir la necesidad de manifestar su alegría por el nacimiento de un niño, no encontrara las palabras adecuadas y decidiera expresarse a su manera, diciendo lo que se le ocurra.
Hoy ya no se oyen villancicos en las calles de nuestra ciudad, ni se ven niños felicitando las fiestas a los viandantes, ni aparece nadie ante la puerta haciendo ruido con una zambomba y pidiendo el aguinaldo, e incluso hay algún colegio que prohíbe cualquier música navideña en su festival navideño por temor a molestar a alguien, hay que ver. Pero son anécdotas externas, porque su condición está por encima de cualquier circunstancia. Y el año que viene seguirá una vez más yendo hacia Belén la burra cargada de chocolate, y coincidirá de nuevo con el tamborilero que va tocando el tambor por el camino que baja hasta el valle.

No hay comentarios: