miércoles, 8 de agosto de 2012

Agosto

El sol, que luce sobre justos y pecadores, y que lo mismo sale para los banqueros y compinches del Draghi ese que para el niño que se columpia en el parque, debería disiparnos un poco la neblina en la que estamos envueltos. La luz espanta los temores, y si agosto, el mes suspirado todo el año, no nos trae un poco de alegría, a ver qué nos espera cuando nos adentremos en los inciertos caminos del otoño, y no digamos del invierno. Y sin embargo, no parece que nos esté espantando muchas sombras, a juzgar por lo que se oye y se lee por ahí. Se le está viendo algo apagado, sin el pulso vibrante de los buenos años, rutinario en su día a día y sin ese asomo de cosmopolitismo que otras veces acostumbraba. Los que viven de esto nos dicen que este año nos visitan menos forasteros, y que eso se nota en las cuentas de muchos negocios. Uno, que habla con mucha gente, siempre ha oído tres respuestas para justificar el pensárselo mucho antes de decidirse a venir a pasar sus vacaciones aquí: los precios, el tiempo y la crisis. Me gustaría, pero nos sale muy caro, mucho más que en otros sitios. Me gustaría, pero preferimos tener garantizado el buen tiempo. Me gustaría, pero este año no nos podemos permitir ir a ningún sitio. Son razones de difícil objeción, pero hay otras. En el Descenso del Sella que acaba de celebrarse se ha notado una bajada notable de visitantes, y parece que hay que achacarlo en buena parte a la prohibición de acampar libremente, como siempre se había hecho. O sea, que también los recortes de libertad, la anulación de la sana espontaneidad, el intervencionismo regulador, el afán de tenerlo todo controlado, sistematizado, racionalizado y delimitado, son factores que tienden a frenar la asistencia de visitantes, en este caso de quienes llevan la fiesta entrañablemente fijada en un marco formado exclusivamente por las estampas amables de la tradición.
Lo que sí puede traernos agosto es un respiro en la tormenta de cifras y vaticinios que nos marea cada día. Ya se sabe que eso que llamamos mercados, y que no son otra cosa que una pandilla de especuladores mirando a ver a quién pueden arruinar para enriquecerse ellos, no descansan nunca. No hay sol de rayos dorados ni lago de aguas azules que merezcan un desvío de su mirada abuitrada, pero puede que durante unos días nos libremos de tanta charlatanería contradictoria, de tanta amenaza y de tanta evidencia de desconocimiento. Es que se mueven por pura palabrería. Le da a un tipo por decir unas palabras, y al minuto todo se pone de cara, la bolsa sube y la prima baja, y uno se pregunta por qué no las dijo antes. Sale luego otro soltando algo distinto, y vuelven de nuevo a ponernos la angustia en la garganta. O nadie tiene las ideas claras y las convicciones firmes, o esto viene a ser como la roca de la cueva de Alí Babá, que se movía con sólo decirle dos palabras.
Lo malo es que se comportan como niños, pero no lo son. Menos mal que aún podemos creer en la capacidad del hombre, contemplando ese aparato que nos manda imágenes desde el suelo de Marte.

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