miércoles, 27 de junio de 2012

La Siria que quiero recordar

La Historia ha dado a Damasco un halo seductor, una evocación de remoto paraíso, de jardines perfumados y esplendor exótico, en el que todas las delicias orientales tienen cabida entre palmeras y fuentes cantarinas. En una de sus cassidas, Munir al-Tarabulsi evoca su frescura nocturna, donde "bajo los árboles entrelazados, los vendedores de perfumes no dejan de moverse sin descanso". Jalal-al-Din afirma que “todos los hombres estudiosos están de acuerdo en que Damasco es la más eminente de las ciudades, tras La Meca y Medina”. Domingo Badía, el español que se llamó a sí mismo Ali Bey, y que la visitó en 1807, escribe que los minaretes de las mezquitas de la ciudad se hallan entre infinidad de jardines, y que el río Barada forma multitud de canales, de modo que el agua abunda tanto en Damasco que en todas las casas hay fuentes. Por cierto, Ali Bey volvió a Damasco en 1818 y aquí murió, dicen que envenenado por un café que le ofreció el bajá. El caso es que el encanto de esta ciudad aparece como una constante en numerosos textos, que aluden a su sensualidad, a su hechizo y a su belleza.
Ciertamente, contemplándola desde lo alto del monte Kassiun, es fácil constatar que nada de eso le queda. Del gran oasis en que se asentaba sólo perviven unos pequeños restos de palmerales; ese río Barada, que la atravesaba suministrando agua a sus numerosas fuentes y jardines, ha sido desecado; sus fértiles alrededores se convirtieron en feísimos suburbios. Los damascenos más cultos lamentan la ciudad perdida, aunque en privado, porque eso puede tener connotaciones políticas. Le queda todavía el encanto de sus famosos cafetines, que aún perviven con todo su exotismo y su animación, y en los que se puede contemplar desde el lento morir del tiempo hasta la danza enloquecida de los derviches. En torno a la mezquita de los Omeyas, se extiende una red de callejuelas estrechas y oscuras, que a veces se comunican entre sí a través de pasadizos, y otras desembocan de pronto en una plazoleta con mesas al aire libre, en las que se toma té o se fuman narguiles con toda la calma del mundo.. Para los cristianos, Damasco encierra un importante testimonio de lo que podría ser un lugar de culto de las primeras comunidades cristianas: la iglesia de Ananías, aquel que recibió a Paulo cuando llegó a la ciudad tras haber sufrido la caída de caballo que le convirtió. Al lado, una mujer con unos ojos inmensamente resignados está cociendo pan en una plaza y tratando de venderlo a quien pueda.
Esta es la Siria que uno quiere recordar, y no la de las calles ensangrentadas por los más de 7.000 asesinados a manos de ese tipo de cara inocente cuyo retrato aparece por todos los rincones del país. La Siria de gentes sencillas y hospitalarias, que bastante tienen con la lucha diaria por la subsistencia, y que asisten encogidas por el temor a un espectáculo diario de violencia enloquecida por parte de su propio gobierno. Como siempre, son las piezas sin voz y sin futuro, porque, aunque el tirano se vaya, después ¿qué?.

miércoles, 6 de junio de 2012

La Edad Virtual

Los historiadores del futuro no van a tener dificultades para denominar a esta época nuestra, a la que nosotros llamamos pretenciosamente Edad Contemporánea, un nombre que lógicamente pertenece a todas. Lo que pueda tener de específico le viene dado fundamentalmente por haber sido la etapa que ha descubierto mundos insospechados en diversos campos de la ciencia y la técnica, como el nuclear, la informática o la genética, así que ahí tienen un vivero de nombres apropiados para ella. Sin embargo, alguno habrá que proponga como nombre que mejor define nuestro tiempo el de Edad Virtual. ¿Exagerado? No mucho. Nos verán como el tiempo en que por primera vez la realidad que nos hace funcionar pierde su materialidad sin dejar de cumplir su función. Los objetos de los que nos hemos servido hasta ahora han dejado de ser reales, ya no tienen cualidades sensoriales, no se pueden tocar ni oler, ni siquiera ocupan un espacio. Siguen sirviéndonos para lo mismo de siempre, pero su existencia ahora es aparente, no real.
El dinero que tenemos en nuestros bolsillos es el único y humilde resto de la prueba de su existencia física. Todas esas cifras que hacen temblar las economías y los mercados, los valores bursátiles, el déficit, la deuda, los números del comercio exterior, no son más que eso, cifras. Pura abstracción, aunque sus efectos sean muy concretos. Con sólo apretar una tecla del ordenador, mil millones de euros que estaban en una sociedad de Nueva York ahora están en otra de Tokio. El billete que guardamos en la cartera o la calderilla que llevamos en el monedero son la única evidencia que nos queda del aspecto real del dinero.
El querido libro de toda nuestra vida está viendo cómo un pariente recién llegado con prepotencia de nuevo rico trata de quitarle el puesto. Por supuesto es virtual, y en su espacio sin dimensiones puede almacenar una biblioteca entera, pero ha renunciado a que se enamoren de él. Ha dejado de ser un objeto diverso y susceptible de ser bello, ha perdido sus cualidades táctiles, su olor a tinta, sus ilustraciones; no podrá guardar entre sus hojas el recuerdo de un momento, ni lucir orgulloso el lomo de su cubierta, ni albergar una dedicatoria que lo haga irrenunciable. Sólo queda su pura esencia, desprovista de cualquier ropaje.
También desaparecen las cartas, aquellas que exigían un cierto esfuerzo de expresión y estilo y dejaban constancia de los rasgos más personales del carácter de quien las escribía. Los biógrafos de mañana ya no tendrán ocasión de conocer los pensamientos más íntimos de su biografiado a través de la correspondencia que mantenía con sus amigos y colegas. Nadie sabrá de las vacilaciones y rectificaciones de un escritor ante su folio en blanco. Nadie conocerá siquiera nuestra caligrafía.
Y así en otros campos, desde los juegos hasta las tertulias, que ahora se hacen sin conocer con quién se habla. Uno no sabe si esto es bueno, malo o indiferente, ni cree que nadie pueda saberlo. Habría que preguntarlo dentro de dos o tres generaciones.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Hay que cambiar el mundo

Que el mundo nunca haya sido un hogar en el que sus habitantes se sintieran a gusto, es una de las cosas más singulares que pueden verse. Nadie parece haber vivido nunca, en ninguna época, feliz en él. Todas las generaciones han querido cambiarlo. Religiones, guerras, revoluciones, doctrinas y leyes, desde el púlpito a los despachos, desde la cátedra a las tribunas militares, todos han pretendido modificar el mundo que recibieron y dejar otro distinto. Nos han dado una casa más o menos adecuada a nuestras necesidades, pero incapaz de permitir que sus obligados inquilinos vivan felices en ella. Ya nuestros medievales la llamaban “vallis lacrimarum”, pero es común encontrar en todas las civilizaciones y en todos los tiempos referencias a lo mal que está hecha esta posada. “Que hablen todos los que te habitaron, oh mundo. Que digan si tuvieron en su vida goce sin dolor, paz sin discordia, descanso sin miedo, salud sin flaqueza, luz sin sombra, risa sin lágrimas”, escribía san Agustín, aunque quizá pretendiendo oponerlo así al mundo celestial. Todavía hoy, a los Pangloss que creen que vivimos en el mejor de los mundos posibles, se les toma por el símbolo de la ingenuidad más ridícula.
Nunca nos hemos sentido a gusto en el mundo y, en el plano individual, hemos buscado formas dignas de salir de él: el claustro y la batalla fueron algunas. Otros, de tan poco como les gustaba este, se dedicaron a idear mundos distintos, acaso con la remota esperanza de que alguien lograra hacerlos realidad. Platón imaginó una república en la que la justicia social habría de traer la felicidad a sus ciudadanos. La ciudad ideal de san Agustín es de carácter espiritual y está basada en el amor. Tomás Moro concibe una isla perfectamente organizada en la que sus habitantes llevaban una vida justa y feliz; por algo la llamó Utopía, es decir, en ningún sitio. Y así otros muchos, que hoy leemos como una simple curiosidad sin más consecuencias que las literarias. Los intentos reales de transformar el mundo llegaron con la racionalización de las ideas y con las posibilidades materiales de hacerlo. Fourier lleva a la práctica su sueño de una comuna ideal, a la que llamó falansterio, que a su vez constituyó el precedente de otros muchos intentos posteriores. Fue un fracaso. Los falansterios cerraron, la revolución comunista pasó y el mundo sigue igual, con sus pasiones, sus injusticias y su escaso propósito de enmienda.
Es decir, que la humanidad se ha pasado casi toda su historia intentando transformar el mundo porque no le gustaba. Algo habrá conseguido, pero sigue sin gustarle. Esas personas que se reúnen en la Puerta del Sol están indignadas por eso, porque no les gusta el mundo. Ni a mí tampoco, ni supongo que a usted, aunque habrá que coincidir en que, echando una mirada a otros sitios, debería gustarnos, aunque no fuera más que por un argumento de relatividad. No se les ha oído una sola idea que ilumine el camino, ni un programa claro que suscite esperanzas. Sólo lanzan consignas mal rimadas, pero están convencidas, benditas ellas, de que es una forma de comenzar a cambiar el mundo.

miércoles, 9 de mayo de 2012

La cultura como hecho diferencial

Siempre que una comunidad trata de establecer lindes de separación del resto, acude a buscar justificaciones allí donde le parezca que son tan evidentes que resultan inatacables. Suele comenzar por la geografía, pero en un espacio de paisaje más bien uniforme y ampliamente colonizado, casi nunca otorga un argumento contundente; no individualiza hasta el punto que se requiere. Se va después a la historia. Aquí también es difícil encontrar diferencias suficientes para sostener una nueva realidad, salvo que se opte por adaptarla a la carta, algo que suele hacerse; es decir, que se fabule, se invente, se trastoque o se tergiverse. El transcurrir histórico de los pueblos que han convivido juntos durante miles de años está demasiado imbricado entre sí como para poder singularizar a uno solo. Como mucho, por algún breve período, pero sin capacidad para otorgar un pasado excluyente. Tras explorar inútilmente las posibilidades del espacio físico y el histórico, puede sentirse la tentación de acudir a los rasgos raciales y genéticos de sus habitantes, en comparación con los demás; en algunas sociedades resultó decisivo, pero en la española es impensable, a pesar de algunos escarceos con la idea por parte de algún gerifalte vasco, felizmente en el olvido. Hemos convivido intensamente durante demasiado tiempo, nos hemos mezclado y contagiado todos nuestros virus buenos y malos, nos hemos pegado y abrazado demasiado para que quede alguien que pueda decir que es genéticamente diferente en lo esencial del vecino. ¿Y entonces, qué queda? Pues, si tampoco hay posibilidad de enarbolar una diferenciación basada en el hecho religioso, queda acudir a la rama más delicada, más vulnerable y más indefensa, y encima, la que más prestigio suele otorgar: la cultura. Es ahí donde los nacionalismos tratan de fundamentar su hecho diferencial, en dos palabras que resuenan con carácter apodíctico: nuestra cultura.
Pero el caso es que la cultura sólo puede ser considerada como privativa de una región en sus aspectos más raquíticos y primitivos: en los rasgos folclóricos, en la música popular, en algunas labores artesanas, en la cocina, en sus juegos autóctonos, en cosas así. En el siguiente nivel, la cultura deja de ser local para volverse del ámbito inmediatamente superior, o sea nacional. Nadie adjudicará la obra de Galdós a la cultura canaria, ni el cuadro de Las Lanzas a la andaluza. A nadie se le ocurrirá incluir La Última Cena de Leonardo dentro de la cultura lombarda, ni la Novena Sinfonía en la de la región de su autor. Desde este punto de vista, no existen culturas regionales, ni la catalana, ni la asturiana, ni la vasca, ni la andaluza, ni ninguna otra, porque sus manifestaciones superiores, que son las que les darían verdadera categoría, ya forman parte de otra más amplia, con unos rasgos comunes que las abarca a todas. Suena grotesco utilizar el argumento de la cultura propia para establecer diferenciaciones entre los pueblos de una nación, cuando son los propios creadores los que aspiran crear una obra que les permita escapar de ella.

sábado, 28 de abril de 2012

Tango argentino

A pesar de todo, a un español no le resulta difícil la aproximación sentimental al ser de Argentina, ese país que suele buscar una sola causa para sus eternos males, sin más análisis que los inmediatos; una tierra de proverbial fertilidad, en la que dicen que se escupe y brota un ceibo; una nación a la que, a pesar de todo, no han podido derrotar sus políticos. Decía Clemenceau, ya a principios del pasado siglo, que Argentina es un país tan rico que se recupera durante las ocho horas que duermen los políticos. Un país de poetas y payadores, de gentes en busca permanente de referencias nacionales, que tiene su panteón popular de mitos en una trinidad: Gardel, Evita y Maradona. El primero es fácil de admitir; los otros dos ya causan más perplejidad, pero servirían a un buceador de los entresijos de las sociedades humanas para explicar muchas cosas de Argentina.
Y ante todo, Buenos Aires. Ciudad cantada y adjetivada de mil maneras por sus moradores, mestiza desde su mismo origen, capaz de crear un ethos tan propio que resulta imposible no identificarlo al primer golpe de vista, y un tipo, el porteño, al que el resto del país achaca la personalización de aquella frase con que alguna mente malévola ha querido resumir el carácter nacional: si queréis hacer un buen negocio, comprad a un argentino por lo que vale y vendedlo por lo que cree que vale. Cuando esto se aprecia en el mismo poder, se pueden explicar tantos fracasos. En la parte baja de la plaza de San Martín, paradójicamente situado frente a la llamada "Torre de los ingleses" por haber sido esta colectividad quien la regaló a la ciudad en 1916, un largo friso de mármol rinde homenaje a "los caídos en la gesta de las Malvinas y Atlántico Sur". Allí están grabados sus nombres, tan inútiles que no sirven ni para deshacer su anonimato. Tan inútiles como las muertes que recuerdan.
Pero tampoco puede decirse que Buenos Aires sea la definición de Argentina, porque en su evolución han intervenido factores exclusivos. Las industrias navales levantadas en las tierras húmedas e insanas de la Boca, necesitadas siempre de mano de obra, acogieron a un buen número de los emigrantes desesperados que soltaba la vieja Europa en sus crisis permanentes, un lumpen desconocido, pero nunca agresivo, que recibió y dio y terminó haciéndose autóctono. Los europeos venían como hijos del legado espartaquista y nietzschiano y de tantos y tantos legados, y sin embargo se dejaron diluir. Ni los pajueranos, ni los criollos, ni siquiera la herencia gaucha intervinieron decisivamente en esta nueva refundación porteña. Quizá esto explique en parte lo que sucedió luego, desde los años 30, lo que ellos llaman la Década Infame, hasta ahora, en que una señora erigida en nuevo mesías del peronismo, decide realizar un nuevo expolio.
Si el tango representa la expresión más depurada del modo de sentir rioplatense, ahí va uno de los más famosos, Cambalache, compuesto precisamente en esa década, pero, por lo visto, intemporal : “¡Qué falta de respeto, / qué atropello a la razón! / Cualquiera es un señor, / cualquiera es un ladrón”.

miércoles, 4 de abril de 2012

Semana Santa

El ciclo litúrgico cristiano culmina esta semana con la celebración del dogma fundamental de su doctrina, y el ciclo mundano culmina también en cierto modo su esperanza en unos días de escapada o al menos de dulce mirada a la nada. Es cierto que luego vendrá el verano, con sus vacaciones, pero ese es un tiempo en el que los cumplimientos de esos propósitos se distribuyen a lo largo de un amplio espacio. No hay otras fechas en que el país se paralice a la vez durante tanto tiempo, ni que las vidas de los ciudadanos se intensifiquen simultáneamente en afanes de cambio momentáneo. La crisis no puede medirse aquí con la misma vara que en el resto del año, porque saldría una dimensión equivocada. Y es que el pueblo es sabio. En una tácita reinterpretación del primum vivere ha traducido lo de vivir por algo más que un simple subsistir y aplicado aquello no tan profundo, pero sí igualmente filosófico, de a vivir que son dos días y que salga el sol por donde quiera.
Vuelven a su ciudad las leyendas urbanas para dejar constancia de que no lo son. Se llenan los hoteles de Levante con los que buscan un anticipo del verano, y los del norte con quienes prefieren andar más que tumbarse. Y los del centro y el sur con aquellos que quieren vivir una Semana Santa más pegada a su significado. Aquella semana de cine religioso y llamadas penitenciales se ha convertido en un tiempo bipolar, aún con viejas evocaciones de infancia. Las imágenes de la iglesia se cubrían con paños morados, los sermones giraban en torno a los novísimos, y el pecado y el arrepentimiento se convertían en un único e inquietante tema de reflexión. La noche del Viernes Santo, una gran procesión recorría la carretera a todo lo largo del pueblo. Se portaba a hombros el gran Cristo del templo, iluminado por las velas y acompañado de oraciones y cantos. Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónale, Señor. Era el triunfo de una fe humilde y sin preguntas, una fe compartida por el pueblo en torno a su pastor. Ahora que el vendaval del tiempo se ha llevado todas aquellas hojas, a uno aún le queda un pequeño deje de ternura cuando recuerda aquellos rostros arrobados ante la figuración del misterio de su salvación.
Las procesiones que estos días recorren muchas ciudades de España entre multitudes mitad curiosas y mitad conmovidas, son una expresión menos depurada de aquellas. Recogidas y silenciosas las castellanas, aparatosas y coloristas las sureñas, pero todas con la única pretensión de herir las miradas por medio del desgarro, aprovechando el implacable realismo de nuestro arte barroco. Aquellas eran para vivirlas; estas para contemplarlas. En aquellas la fe adquiría su plenitud al amparo de los rincones más íntimos de cada corazón, allí donde no llegan las saetas ni el golpeteo de los tambores; en estas viene proyectada desde fuera sin más valor que el de una simple invitación. Pero, aun con todas sus connotaciones festivas o turísticas, perviven cada vez más vigorosas como expresiones de una fe secular que, sin ellas, perdería la más popular y querida de sus manifestaciones. Mal lo tiene el laicismo militante para desentender a esta sociedad de sus raíces cristianas.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Feminismo de salón

Una mujer está encerrada en una oscura celda de una cárcel de Paquistán, esperando a ser ahorcada. El motivo, que después de varias horas de trabajo en el campo bajo una temperatura de más de 40º, se acercó a beber agua de un pozo reservado a las mujeres musulmanas y lo “contaminó” por ser cristiana. Le propinaron una paliza y ella comentó a sus apaleadores que Mahoma nunca hubiera obrado así. Entonces la acusaron de blasfema y la llevaron al mulá de la aldea, que trató en vano de que reparase la ofensa cambiando de religión. Al negarse, fue conducida a prisión, donde en pocos minutos un tribunal la sentenció a muerte. Las dos únicas personas que quisieron ayudarla, el gobernador de Pendjab, musulmán, y el ministro de las Minorías, cristiano, han sido asesinados. Y aunque fuera liberada, quizá no le sirviera de nada, porque un tal Moulama Qureshi ofrece 6.000 euros, una fortuna, a aquel “leal servidor de Mahoma” que la mate allí donde la encuentre. Asia Bibi ha logrado contar su drama a una periodista, que lo ha publicado con el título ¡Sacadme de aquí!, y que incluye una conmovedora carta de despedida a su marido y a sus cinco hijos.
Ninguna de esas organizaciones feministas, tan beligerantes con otras causas, ha alzado la voz, al menos de un modo contundente y comprometido, en defensa de Asia Bibi o en contra de las lecciones del imán educador. Se ve que no lo consideran demasiado importante. Deben de estar muy ocupadas enseñándonos a hablar, porque, a ver, eso de decir, por ejemplo, que “los padres deben cuidar a sus hijos” supone una intolerable ofensa a las madres y a las hijas. O cómo aceptar que nada menos que en un texto sagrado se desee paz a los hombres de buena voluntad, con olvido de las mujeres. Eso de que en español exista un masculino genérico que engloba a los dos sexos, puede que responda a la propia estructura interna del idioma y a la necesidad natural de economía y sencillez para dar inteligibilidad y evitar redundancias y engorros formales, pero entonces hay que cambiar el idioma. Si estos paladines de hoy hubiesen vivido en tiempos de Garcilaso o Calderón nos habrían dejado sin poesía, porque a ver cómo se puede escribir un endecasílabo duplicando los sujetos y los complementos. Así que ya lo saben todos los profesores y todas las profesoras, escritores y escritoras, presentadores y presentadoras, a enseñar a hablar bien a sus alumnos y alumnas, lectores y lectoras, espectadores y espectadoras, que eso redundará en la felicidad de todos los españoles y todas las españolas y de nuestros hijos y nuestras hijas.
Aunque te cueste creerlo, querida Asia Bibi, aquí andamos en eso.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Día de más

Día atípico este 29 de febrero, que sólo acude a su sitio en el calendario cada cuatro años. Con tan escaso esfuerzo es natural que sea el que de menos efemérides puede presumir, el que menos aparezca en las crónicas y el único que falla a sus cumpleañeros. Es lo que tiene haber nacido como relleno para arreglar un desajuste; se ve que la Tierra no pensó su movimiento de traslación para servirnos de reloj. Al tiempo de las órbitas le es indiferente nuestro propio tiempo. Pues bienvenido sea este día que nos regalamos a nosotros mismos, aunque sólo sea en el calendario.
Nuestra relación con el tiempo siempre ha oscilado entre el misterio, la perplejidad y la sumisión obligada a sus efectos. A pesar de sernos tan familiar que apenas pensamos en él, su concepto sigue resultándonos extraño. Hemos logrado medirlo, pero no alcanzamos a comprenderlo; sabemos lo que es a condición de que no nos lo pregunten; vemos cómo nos va devorando sin pausa y no podemos hacer nada por evitarlo. Sabemos que es relativo y que está ligado al espacio, pero somos incapaces de ir más allá de una concepción teórica. Y al final no nos queda más que una conclusión evidente, que no formuló un científico, sino un poeta: Tú eres tiempo el que te quedas, y yo soy el que se va.
Lo que sí hemos aprendido desde la pequeña escala en que nos ha situado, es a dividirlo en función de nuestra perspectiva. Está el tiempo astronómico, inabarcable y en cierto modo irreal, porque para nosotros sólo existe si alguien nos dice que existe; está también el tiempo histórico, el de la humanidad, y luego está el pequeño tiempo en que se mueve nuestra vida, ese que necesita pocos más adverbios que ayer, hoy y mañana. Es el tiempo que compartimos con las personas que amamos, el que recoge nuestros recuerdos y crea nuestras experiencias, el que servirá para fijar el marco de nuestra existencia en la memoria de aquellos que tengan a bien acordarse de nosotros. El que se expresa en dos números no muy distantes entre sí. Y el único que tenemos.
Sabemos que el tiempo es un gran maestro, aunque, como alguien apuntó, lo malo que tiene es que va matando a sus discípulos. Pero también es el gran padre de la añoranza y de su derivada, la melancolía. Stefan Zweig tituló sus memorias El mundo de ayer, antes de tomarse el veronal junto a su esposa Lotte, hace justamente ahora setenta años. Lo hizo ante la imposibilidad de soportar la añoranza de un tiempo pasado y ante el horror de vivir el tiempo futuro que preveía, y que en aquel momento parecía inevitable. Frente a la intensidad del espanto de su tiempo presente se le hizo imposible imaginar una esperanza en el venidero. Le traicionó el engaño del tiempo, que jamás nos permite una previsión exacta de lo que nos reserva. Acaso olvidó que nunca es bueno anticiparse a él, porque, en definitiva, el contenido del tiempo lo llenamos nosotros y, si no podemos detenerlo, a veces sí nos es factible convertirlo en feliz o desgraciado.

miércoles, 22 de febrero de 2012

El arte de hoy

Cada vez que a uno le da por entrar en ARCO o en alguno de los infinitos museos de arte contemporáneo que han brotado como setas en los últimos años por toda España, sale haciéndose una pregunta que le desconcierta: ¿Por qué no soy capaz de entender el arte de mi tiempo? Y de ella se derivan otras no menos ayunas de respuesta: ¿Por qué el artista ha terminado renunciando a que su obra pueda ser comprendida? ¿Es que no tiene nada que decir y lo disimula mediante una fingida complejidad conceptual? ¿Por qué somos la primera generación de la Historia que no puede identificarse con el mensaje de sus artistas?
El arte griego persiguió el supremo ideal de la belleza, teniendo siempre al hombre en el centro de su búsqueda. El medieval ejerció una función didáctica por medio de unos programas iconográficos que, a pesar de su carga simbólica, tenían que resultar entendibles para todos, porque ahí radicaba su razón de ser. En el Renacimiento el hombre vuelve a ser la medida de todas las cosas y plasma de nuevo las aspiraciones que le son inherentes: racionalidad, armonía, equilibrio. El Barroco se identifica con el espectador a través de la expresión de los sentimientos y de todo aquello que le es cercano: escenas costumbristas, retratos, paisajes, bodegones. Toda la Historia del Arte es la crónica de un diálogo entre un emisor y un receptor, que será tanto más elevado cuanto más categoría de genio alcance el creador. Sólo a partir del siglo XX ese diálogo se hace ininteligible.
La abstracción fue el resultado final de un proceso de decantación de los elementos figurativos. En ese sentido, aunque muy conceptualizado, es un mensaje que puede ser comprensible. El engaño se produce cuando ese proceso no existe; entonces no hay nada detrás de la obra. En los últimos años nuestras ciudades se han uniformado exteriormente; en todas se encuentran parecidos artilugios extraños “decorando” sus plazas y calles. Fíjense en alguno de ellos y traten de recorrer el camino inverso hasta la imagen real del concepto que representa. Muy pocas resistirán la prueba. Y así se llega a la aberrante realidad de que es el precio lo que fija la calidad de la obra, sin querer ver que el precio es un elemento artificial, impuesto según criterios puramente mercantiles. No es una categoría de juicio de calidad ni una razón artística; no puede modificar los atributos intrínsecos de la obra; no convierte lo malo en bueno. Simplemente es una cifra que los mercaderes del arte imponen según sus intereses.
¿Qué es el arte? Morirte de frío, decía un chusco chiste de mis tiempos de estudiante. Y a pesar de no ser más que un mal chascarrillo, algo hay de verdad en ello hoy. Una obra maestra jamás te deja helado; al contrario, hace bullir las emociones y pone calor en las fibras más delicadas de la sensibilidad. Lo que deja fríos los sentimientos es la vaciedad conceptual, llegar a convertir al cuadro en un simple objeto decorativo, porque sus colores alegran el salón. Lo inquietante es pensar que el arte siempre es el reflejo de una época y de una sociedad.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Invierno

Si el invierno no saca en algún momento su carácter, parece como si el año quedara desvaído. No es lo mismo. Falta algo. En lo más hondo de nosotros tenemos necesidad de que las cosas mantengan su encadenamiento lógico, y cuando se rompe nos produce desasosiego. Queramos o no, somos seres solidarios con todo lo creado. Este año se ha querido disfrazar de primavera durante un largo tiempo, pero al final ha mostrado sus poderes de siempre. Pueblos aislados, carreteras cortadas, lagos helados, estampas gélidas y, lo peor, más de trescientos muertos entre quienes no han podido sobrellevarlo. Viene de la tundra siberiana y crece en la estepa rusa para no hacerle perder su mayor rasgo de identidad.
-El invierno es el amigo del ruso -le decía un personaje de Miguel Strogoff a otro.
-Sí, pero hay que tener un temperamento a toda prueba para resistir esa amistad.
Pues como amigo, y convertido en general sin ejército, la libró dos veces de ser ocupada por las tropas más poderosas del momento. Qué habría sido de Rusia en las manos de Napoleón o de Hitler si el general invierno no hubiera detenido su avance en una batalla contra la que ninguna estrategia podía enfrentarse.
Por estos lares astures suele mostrar una cara muy llevadera, o al menos bastante más que la que nos enseñan las imágenes de otros sitios. Se ve que es tierra moderada y poco amiga de extremos. En la memoria de alguno seguramente quedarán lejanos recuerdos de infancia, cuando el invierno era el tiempo en que se difuminaban los contornos de la realidad y la propia naturaleza parecía confabularse para ofrecer un escenario distinto, como apenas ya hace. Frías amanecidas en medio de un paisaje todo blanco, carámbanos colgando de los aleros, charcas heladas y gorriones ateridos picoteando entre la nieve. Troncos crepitando en la chimenea y una olla con caldo para espantar el helor de la anochecida. Quizá ahora sea un buen momento para recordar palabras que entonces tenían todo el valor de lo necesario y que los nuevos modos de la modernidad relegaron al rincón de la añoranza: brasero, badil, morillo, fuelle, lumbre. Y tiempo aquel también de conversaciones y juegos, bien arrimados al fuego, porque el exterior no se permitía ningún gesto amable. El invierno era forzada introspección y propiciaba un acercamiento familiar que podía resultar gratificante, pero a través de los cristales empañados siempre había alguien que atisbaba para ver si por fin el sol volvía a traer la normalidad.
Contemplando las imágenes que nos llegan, nos damos cuenta de que el progreso ha hecho más cruel el invierno al paralizar buena parte de lo que ahora
nos resulta imprescindible y que antes no teníamos. Quien más tiene, más siente su pérdida. Pero que sea bienvenido, aunque sólo sea para no sentirnos desorientados por el desorden de las cosas que no están en su sitio. En todo caso, como dejó escrito un poeta romántico en un momento en que debía de tener razones para el optimismo, si el invierno comienza ¿puede estar muy lejos la primavera?.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Muerte en la playa

Por debajo de lo que este loco mundo nos ofrece cada día, o al menos del retrato que de él nos pintan, hay una realidad que subyace oculta como el abono en la tierra. Y, como el abono, fecunda el entorno y redime la primavera del invierno. Si el mundo fuera solamente como nos lo presentan los telediarios y los periódicos, poca esperanza cabría tener en la especie humana. Si lo que circula bajo los brillos de la bambolla mediática fuese la verdadera esencia de nuestra condición de seres racionales, más valdría que nos quitáramos este título y creáramos una subespecie por debajo del reino animal para incluirnos en ella. Curiosamente, es la tragedia lo que hace aflorar los valores que nos dan dignidad y que los espejos que nos ofrecen a diario apenas reflejan. La tragedia y su inseparable compañero, el dolor, los que sacan aquello que está oculto en lo más profundo y que es lo que da sentido a nuestra categoría de seres humanos. Entonces, sin saberlo, algo nos impulsa a seguir, en la medida que sea, el mandato que Cicerón propuso como obligación ideal de todo hombre: Este es nuestro máximo deber: prestar toda nuestra ayuda a quien la necesita en grado extremo.
El drama de la playa de La Coruña tiene un componente que sólo puede calificarse con una palabra que se enseñoreó durante siglos de todas las literaturas y ahora ha caído en desuso en aras no sé muy bien de qué: heroísmo. Tres jóvenes policías dejan su vida por intentar salvar a otro joven al que, aunque esto importe poco, no habían tragado las olas por culpa de ningún desgraciado capricho del azar, sino por algún mal aire que le llenó de euforia el pensamiento. No figuraba entre sus obligaciones profesionales; siguieron un deber que ellos mismos se dictaron. Sin duda lo vieron posible o acaso la premura de la situación les haya impedido pararse en consideraciones, pero ese impulso primario es lo que los define. ¿Cuántos de nosotros seríamos capaces de lanzarnos sin pensarlo a un mar embravecido para tratar de sacar a alguien a quien ni siquiera conocemos? No es cobardía; es la condición humana, y cuando alguien se olvida de ella para luchar por el bien de otro, nos produce un ramalazo incontenible de admiración.
Los tres policías encontraron la muerte en la plenitud de sus vidas, sin haber logrado siquiera intercambiarlas por una sola. No hay ningún salvado que les pueda guardar eterno agradecimiento. Dicen que no existe sacrificio estéril, pero duele la derrota del valor. Son héroes que no figurarán en las crónicas ni tendrán estatua en el centro de una plaza. Dentro de poco, apagadas las efímeras luces de los focos mediáticos, sus nombres quedarán sumidos en el anonimato. Sólo los suyos guardarán su memoria como un valioso tesoro de familia. Y si alguna vez el mar devuelve los cuerpos de los que faltan, bien podría ponerse como epitafio en su tumba el verso de un antiguo himno sagrado: Puerta soy para ti, quienquiera que seas, tú que me llamas.

miércoles, 25 de enero de 2012

El naufragio

Lo que le faltaba al naufragio de Italia para convertirse en un remedo real de una novela era la aparición de una mujer fatal que completase el esquema argumental. Pues hasta eso. La realidad, una vez más, igualando la ficción, al menos una ficción que bordee el límite de lo verosímil. Por lo que nos cuentan las informaciones periodísticas, que casi siempre suelen tener que quedarse en lo externo, todos los ingredientes que un editor pueda exigir a un autor para que su libro sea un éxito de ventas aparecen aquí en las debidas proporciones: riesgo, imprudencia, incapacidad, mentiras, cobardía, tragedia, lujo, alcohol, sexo y muerte. Sobre todo muerte. Más de treinta víctimas. Seguramente a estas horas algún avispado productor ya se ha lanzado sobre el hecho para convertirlo en la película del año; desde luego, no tendrá que pagar mucho al guionista por su esfuerzo de imaginación.
Si las informaciones que nos han llegado son ciertas, las preguntas que deben de asaltar a los interesados, y a todos, son de difícil respuesta. Cómo explicar, por ejemplo, que, si al conductor de un simple automóvil se le somete a estrictos controles de alcoholemia, un señor que tiene en sus manos un vehículo gigantesco con cuatro mil personas dentro dispone de barra libre a su antojo. O cómo justificar las carencias de formación de una tripulación, que ni siquiera sabía con precisión los pasos que había que dar. O cómo es posible el naufragio en sí mismo, porque se supone que en los tiempos del GPS y del control remoto, alguien habrá advertido al puente de mando de que se acercaba a una zona de naufragio seguro. Y, sobre todo, que tipo de exigencia se establece para encomendar el mando a un capitán capaz de burlar una ley, posiblemente no codificada, pero escrita desde siempre en el código de la dignidad de los hombres del mar, que dice que el salvamento ha de iniciarse por los más débiles y terminar por él mismo, aun a riesgo de su propia vida. En fin, preguntas de indocumentado que seguramente tendrán respuestas por parte de los expertos correspondientes, pero que deberían ser expuestas con claridad, aunque sólo sea por una cuestión de confianza.
Algún hermeneuta de la realidad con afanes de conclusiones trascendentes puede ver en todo esto una metáfora de nuestra propia época. Un gigante deslumbrante, de hermosa figura, pero sin nada que lo sustente en su interior. Una cáscara vacía de cualquier concepto ético, de dignidad, conocimiento, sentido del deber, capacidad de sacrificio. Han sido sustituidos por la frivolidad, la despreocupación y la búsqueda del placer a toda costa; se ha difuminado la línea que separaba en compartimentos estancos los espacios del hedonismo y la responsabilidad. En el barco, los atisbos de dignidad vinieron de actitudes individuales, no del sistema, pero las actitudes individuales no pueden dirigir el timón. Lo realmente inquietante es que acaso sea eso, una metáfora.

miércoles, 18 de enero de 2012

Reconocimiento justo

La función de la literatura como reflejo de la sociedad puede resultar muy útil a sociólogos y estudiosos del futuro que quieran asomarse a la historia de esa época, pero deja al escritor prisionero de su propio tiempo y adscrito más que nunca a la categoría de lo efímero. Pocos autores gozaron en vida de tantos lectores como José Luis Martín Vigil. Cada libro que salía de sus manos se convertía en un éxito de ventas, y no sólo en nuestro idioma. Una generación entera le tuvo como su escritor de cabecera. Con su aguda percepción supo conectar de una forma novedosa y enormemente atractiva con una juventud que comenzaba a despertar a unos problemas hasta entonces esbozados solamente desde una ortodoxia expositiva rígida y árida. Eran novelas cuyo desarrollo temático se seguía con enorme interés, pero que en el fondo guardaban un mensaje de denuncia. Quién no recuerda La vida sale al encuentro, Cierto olor a podrido o La muerte está en el camino, para mí su mejor obra. Poco a poco se fue introduciendo en un terreno más social, con el mismo éxito y los mismos fervores. Y de pronto, el olvido. El entorno había cambiado, y su obra ya no era más que el reflejo de una lejanía desconectada por completo de la nueva juventud. Ni siquiera supimos de su muerte hasta un año después.
Su caso es similar al de tantos cultivadores de literatura social, pero la reflexión que cabe hacerse tiene un carácter general y abarca a todas las manifestaciones artísticas. Va de reconocimiento hacia aquellos que en algún momento de nuestra vida lograron hacernos felices. De íntimo agradecimiento hacia el creador de belleza por parte del receptor de ella. Porque este es precisamente un agradecimiento escaso y poco enjundioso y cuya ausencia resulta siempre fácil de justificar, como todo lo que se recibe sin atisbo de interés ni de imposición ni contrapartida alguna por parte del donante. Leemos un hermoso libro, gozamos con una obra de arte o disfrutamos durante un intenso momento con una bella música y nos parece natural que eso haya sido creado para nosotros, como si alguien hubiera nacido con esa obligación original, cuando, por un elemental deber de gratitud, debiéramos cerrar los ojos y dedicar mentalmente un fervoroso recuerdo agradecido a la figura que lo hizo posible. La belleza no brota de ninguna sopa germinal, ni de las intenciones, ni aun de las ideas o, al menos, no sólo; el espíritu del demiurgo es tan evanescente que no anida en ningún mortal, y mejor que así sea; el genio lo es sólo en cuanto es capaz de sacrificio.
De todas las definiciones de genio que uno tiene anotadas, tal vez la más exacta sea la menos ortodoxa: genio es la infinita capacidad de tomarse molestias. El genio en sí mismo poca cosa es. Unas simples y calladas cuerdas de arpa, dijo el poeta; un uno por ciento de la obra, dijo el científico; un don, decimos todos, y tenemos razón. Pero un don inactivo en sí mismo; es decir, nada sin el esfuerzo. Y el eco de ese esfuerzo es el que nos alcanza a todos, sin que merezca en la mayoría de los casos ni un leve pensamiento.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

La verdad

¿Qué es la verdad? La pregunta más determinante de todo el texto evangélico la hace nada menos que Pilato, como si repitiera lo que la humanidad lleva planteándose desde que logró sustituir el mito por la razón. Aunque, más que una pregunta, puede que Pilato lo hubiera dicho sin interrogaciones, como una reflexión hecha para sí mismo en tono escéptico. Más o menos como nos la hacemos todos a medida que vemos difuminarse algunas certezas que teníamos como inamovibles.
La verdad es dama seductora y esquiva, amiga de vestirse con ropajes impropios, de esconderse a las miradas y de transformarse cuando alguien cree que la ha descubierto. Dicha por un niño, la verdad puede resultar simpática o puede azorar. Dicha por un político, suele volverse contra él; quizá por eso tiende a ocultarla. Dicha por un científico, la verdad es el resultado último de una serie de comprobaciones empíricas. Dicha por un filósofo, es un destello eternamente huidizo; puede ser aquello que se manifiesta ante la conciencia o la consecuencia final de encadenamientos lógicos. O nada. Demócrito, que necesitaba el azar y la necesidad como razones causales, llegó a la conclusión de que la verdad existe, pero que yace en el fondo de un pozo, sin que podamos rescatarla.
Hay verdades de fe y verdades racionales, hasta que dejan de serlo; hay quien afirma que existen verdades inamovibles y absolutas, y quien cree que lo que es verdad a la luz de una lámpara no lo es siempre a la luz del sol. Puede causar un gran dolor o dar una paz infinita. Hay quien prefiere conocerla, por amarga que pueda ser, y quien quiere que siga oculta por si desvela un rostro terrible. Y hasta hay quien se cree gustoso aquello de “in vino veritas”. La posesión de la verdad es la prenda que aseguran a sus fieles todas las religiones, lo que induce a pensar que, o hay varias verdades, o todas, como mucho menos una, son falsedades tenidas por verdad. En el campo político la verdad debería ser la idea que guiara toda su práctica y, sin embargo, en pocos ámbitos está tan ausente como en este y de forma tan evidente. Se ve que no conocen un antiguo consejo: la política más conveniente consiste en decir siempre la verdad, a menos que se tenga una habilidad excepcional para mentir.
Hay tantas verdades como queramos, según situemos nuestro punto de observación, o acaso ninguna, o quizá vaya a resultar que la única verdad que conocemos es la que ya nos enseñaba el viejo Erasmo: que el hombre nunca podrá estar seguro de ninguna verdad. Y entonces uno piensa en las emociones que le conmueven, en el sol de cada mañana, en el amor entre dos miradas, en las lágrimas de dolor o en el cariño de una madre y tiende a creer que sí, que existen verdades absolutas.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Viraje a estribor

Se ha consumado lo que se venía gestando ya durante los últimos años. Ante un rumbo desorientado y con un capitán que parecía navegar con una brújula sin aguja y sin rosa de los vientos, los españoles han decidido cambiar de barco y de tripulación en la confianza de que aún sea posible virar ciento ochenta grados, a estribor por supuesto. Han dejado el viejo buque desarbolado y a la deriva, necesitado de un buen puerto donde poder proveerse de nuevos aparejos y de una buena dotación que sustituya a la anterior y, sobre todo, que sea más competente, que el mar está muy turbulento y no bastan sólo las sonrisas para sortear sus envites. Entretanto, a permanecer en el dique seco, porque ni la más pequeña vela le han dejado a su cargo. Si el partido perdedor mira ahora el mapa de España, bien podría hacer suya la lamentación de Don Rodrigo: “Hoy no tengo ni una almena / que pueda decir que es mía”.
Pero el caso es, don Mariano, que yo no sé si debo felicitarle por su éxito, compadecerle por lo que le espera, admirarle por su valor o las tres cosas a la vez. Porque supongo que su acreditada capacidad de reflexión le hace ser consciente de que se ha metido en un brete que yo, desde luego, para mí no quisiera. Y como tampoco imagino que sea por el sueldo del mes, habrá que pensar que la vocación que arrastra a los políticos tiene algo de mandato metafísico que encadena la voluntad y del que es difícil escapar si no se quiere vivir con la amarga sensación de haber desperdiciado la llamada que a uno le ha hecho la vida. Tanto que hemos criticado a los políticos, y bien que en muchos casos lo merecen, y sin embargo siempre hemos guardado un fondo de respeto hacia aquellos que eligen ese camino por auténtica vocación, a veces con renuncias a situaciones menos comprometidas y más sustanciosas.
Es una obviedad, don Mariano, pero lo digo: lo tiene usted muy difícil. Nadie, desde los ya lejanos tiempos del general, ha acumulado en España el poder que usted tiene ahora. Se lo han entregado libremente sus conciudadanos, lo que ya le supone una buena responsabilidad, en la confianza de ver en usted al hombre adecuado para sacar al país de esta situación que se va volviendo insostenible, lo que añade una responsabilidad aún más pavorosa. ¿Se figura cuántas familias desesperadas por el paro miran hacia usted con esperanza? ¿Cuántos jóvenes con las ilusiones rotas, cuántos pequeños emprendedores con los ahorros perdidos, cuántos desahuciados con los muebles en la calle por una hipoteca leonina? Le imagino en su despacho preguntándose por dónde empezar. Los españoles tenemos una percepción de las cosas más honda de lo que a veces creemos. Sabemos que no hay taumaturgos, pero sí le vamos a pedir que no nos engañe, que nos diga la verdad; le vamos a pedir exigencia ética, conciencia nacional, ejercicio sin sectarismos, transparencia y humildad. Haga lo que tenga que hacer, que, por duro que sea, será así más llevadero. Que tenga suerte, don Mariano, porque será la de todos.

martes, 22 de noviembre de 2011

Si no fuera por ellos...

Un hombre no es pobre cuando carece de todo, sino cuando no trabaja. Esta afirmación de Montesquieu podrían suscribirla hoy cuatro millones de personas en España, que puede que no carezcan de todo, pero sí de la posibilidad de vivir de sí mismos mediante su propio esfuerzo. Quizá sea esto, al margen de las dificultades materiales, lo más doloroso de sobrellevar, porque se asienta en lo más hondo de nuestro ser, allí donde guardamos la dignidad y donde no puede llegar ninguna medida social ni ninguna dádiva por bienintencionada que sea. A poco que uno tenga conciencia de sí mismo, no puede ser fácil vivir con la evidencia de que sus cualidades personales, su preparación, su voluntad de trabajo y su posibilidad de aportar a la sociedad aquello de que es capaz, han sido anuladas y ha de resignarse a vivir sustentado por los demás, sea la administración o la familia. Excepciones habrá, vividores y aprovechados encantados de ser muy listos, pero a cualquiera que tenga en alta estima su dignidad esto es lo que le resultará más difícil de llevar. Y habrá de vivirlo en la soledad de sí mismo. Jamás podrá verlo reflejado en ninguno de los sesudos análisis económicos.
Con los sindicatos domesticados por el poder, los bancos amarrando el dinero y el gobierno sin un plan de mayor calado que el de subir los impuestos y esperar a que el tiempo traiga la solución, poca ilusión puede pedírsele a ese parado que vagabundea por las oficinas de empleo con la esperanza de dignificar su vida, sobre todo si ya ha superado la maldita barrera de los cuarenta. Le quedarán, si tiene suerte, esos 420 euros que, por supuesto, bienvenidos sean, sobre todo si lo mira, no como una limosna, sino como la devolución de algo prestado anteriormente, que también puede ser un modo de verlo.
Si toda crisis permite ver por debajo de su violento oleaje los sedimentos permanentes que no puede arrastrar, la de ahora está poniendo al descubierto aspectos ocultos de nuestra sociedad, que siempre permanecieron ahí, pero que parece que últimamente no se querían ver. Una situación como esta, con cuatro millones de personas sin trabajo y sin perspectivas de encontrarlo, pondría a cualquier sociedad al borde de la movilización popular; se exigirían medidas en la calle, habría una crisis de confianza en el gobierno, podría incluso derivar en estallido social. Si esto no ocurre en España se debe en buena medida a nuestro concepto de la familia como depositaria de valores tradicionales. La familia como último reducto frente a todo, único refugio en el que encontrar una solidaridad que puede llegar hasta el sacrificio. Cuántos jubilados están haciendo un esfuerzo para ayudar a sus hijos en las hipotecas, cuántos abuelos dedican su exigua pensión a atender necesidades perentorias de sus nietos, cuántas familias compartiendo los ingresos en espera de un cambio de situación, cuánta generosidad callada. Me lo decía un padre de familia parado, con la sensibilidad herida y la dignidad aparcada: "La necesidad se hace más dolorosa cuando los seres más queridos han de acudir en tu ayuda, pero si no fuera por ellos..."

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Fiesta de difuntos

Todavía hoy los calendarios señalan la fecha del 2 de noviembre como Día de los Difuntos. No es mal logro, viendo que los vivos cada vez parecen estar más convencidos de que el estado de difunto no tiene más trascendencia que la de permanecer en el recuerdo de quienes tengan algún motivo para añorar su presencia. Los Novísimos han perdido su prestancia. Ya no son tema de preocupación. Ya no asustan a nadie ni son causa de insomnio, como le pasaba a aquel artista adolescente de la novela de Joyce. No están de moda. Lo que ahora está de moda es Haloween, que es una fiesta viajera y tornadiza como pocas. Nació en la vieja Europa, allá cuando se miraba al cielo estrellado con temor, se fue América y volvió a nosotros, aunque convertida en parodia, de la mano de la enorme fuerza expansiva que suelen emplear los norteamericanos con sus cosas. O sea, que en definitiva es una reliquia de los ritos celtas, que ya se preocupaban de esto mucho antes de la llegada del cristianismo. Se ve que la inquietud por lo que va a ser de nosotros en la otra orilla viene de largo y de muy profundo.
El Haloween ese viene a ser como una fiesta de difuntos en la que lo que menos importa son los difuntos. Ni un recuerdo para ellos, ni lágrimas de ausencia, ni plegarias por su descanso eterno. Más bien es un carnaval en el que son los muertos los que se ponen las máscaras. La muerte se disfraza de muerte. Caretas, calaveras, esqueletos, calabazas encendidas y cosas así, mientras que aquí nosotros andamos con claveles, crisantemos, dalias o violetas. Si se trata de tomarse a broma a la que no admite ninguna, por qué no enfadarla dándole una imagen contraria a la que tiene; uno, por ejemplo, preferiría encontrársela como la guapa peregrina de La dama del alba. Además, para recrear una procesión de espíritus no nos hacía ninguna falta dejarnos avasallar por el imperio, porque aquí ya teníamos la Santa Compaña y la Güestia, que son de condición más familiar y ya sabemos algo sobre cómo tratarlas. Y si no, mejor seguir con nuestra tradición de representar el Tenorio, que el espectro que allí aparece al menos tiene un espíritu poético.
El caso es que estamos en el día en que, de cualquier manera que se diga, la fatal verdad sigue siendo la misma. Cinis es et in cinerem reverteris, o sea, señores del Banco Europeo y de sus congéneres que se dedican a exprimirnos a gusto, que somos ceniza y a la ceniza volveremos. Para eso no vale la pena romperse el intelecto con la teoría parmenidea de lo que es y no es, que los griegos siempre fueron gente amiga de buscarle el fin último a las cosas, y el fin está a la vista: ceniza y sólo ceniza. Pues eso. Nos queda el consuelo de intentar ser polvo enamorado después de haber sido un alma prisionera de un dios, venas que han generado intenso fuego y médulas ardidas gloriosamente. Y a propósito, este Quevedo, estarán de acuerdo conmigo, es un poeta inalcanzable.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Querido profesor

Debo decirle ante todo que de ningún modo debe darse por aludido personalmente, porque no es el caso, ni mucho menos. Le estoy tomando por un colectivo. Lo que pasa es que todos tenemos ante nosotros la imagen individual de una persona, no de un conjunto gremial, que nos imponía su presencia desde el estrado en los años de nuestro aprendizaje, y eso va a ser usted mañana para sus alumnos de hoy.
Usted, querido profesor, forma parte de una profesión ennoblecida en los momentos en que la humanidad tiende hacia lo alto y simplemente burocratizada cuando todo se mide en ratios de producción. Colegas suyos figuran en gran número como protagonistas en todas las literaturas de todo tiempo y lugar, para qué citar nombres. Ahora veo que andan algo alborotados, incluso negándose a dar clase. Por lo visto, los responsables de su labor pretenden que pasen más tiempo en el aula y menos despachando tareas oficinescas, o algo parecido. Mire, no sé. Sería enorme petulancia por mi parte si me atreviera a dar una opinión sobre un asunto cuyas fibras internas desconozco. Quizá tengan ustedes razón ante un poder político que, al menos desde la reforma de 1970, parece andar a ciegas en lo que se refiere a la búsqueda de un modelo de sistema educativo que no sea el fracaso que ahora es. Les han mermado la autoridad, les han debilitado la ilusión de cada día y les han convertido en simples funcionarios de la docencia, sin querer reconocerles que son los que tienen en sus manos nada menos que la formación de la sociedad de mañana. Pero ¿no será también que ustedes se han acomodado en algún grado a esa situación? Sería terrible que me dijera que ahora hay que rebuscar por lo más hondo lo que quede de vocacional en una profesión que siempre se movió más por la pasión de su ejercicio que por cualquier otro impulso.
No sé si estaremos de acuerdo, pero voy a decirle mi convicción. Yo creo que la consumación de su trabajo, lo que por sí solo constituye la máxima satisfacción personal que le puede brindar su labor, es el de dejar una huella perenne en el recuerdo de alguien. No un simple recuerdo sentimental, claro, sino el de una vocación encontrada, un placer intelectual descubierto, una pauta mental aprendida o unas capacidades hasta entonces apenas intuidas y sacadas de su mano a la luz. Que el chico que ahora tiene sentado en clase pueda decir el resto de su vida: si no fuera por aquel profesor que tuve en el colegio quizá no sería ahora lo que soy, porque él me enseñó a pensar y a descubrir el valor del conocimiento. En mi caso, como en el suyo probablemente, puedo confesarle que, en la larga lista de profesores que han pasado por mi vida, hay unos cuantos nombres que aparecen siempre ligados a un recuerdo agradecido que lleva trazas de no desaparecer jamás. Nada sé de sus problemas laborales; sólo de su magisterio. Aquellos maestros que fueron responsables, en las etapas más vulnerables de mi vida, de buena parte de lo que fui después. He dicho bien, porque yo no sé a usted, pero a mí me sale más del alma denominarles con el noble, viejo y totalizador nombre de maestros.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Al sol del otoño

Ahora que se sospecha que algo que se llama neutrinos son capaces de correr a mayor velocidad que la luz, a la física le ha salido un quebradero de cabeza que la tiene sumida en un estado de perplejidad. Los neutrinos pertenecen al mundo subatómico y tienen una masa tan insignificante que están en el borde de poder ser considerados materia, pero parece que son más veloces que la luz, que no lo es. Si esto se confirma, dicen lo que de esto saben que las leyes conocidas quedarían trastocadas y que incluso cabe atreverse a contemplar posibilidades hasta ahora inimaginables, como la inversión del tiempo o la existencia de nuevas dimensiones. La física es la depositaria de casi todas las verdades absolutas que tenemos. Una de ellas era que nada en el universo puede alcanzar mayor velocidad que la luz. Si la famosa ecuación de Einstein, después de tantas comprobaciones empíricas como ha resistido, estuviera equivocada, casi podría tomarse como una confirmación extramuros del propio enunciado que expresa: todo, hasta la teoría de la relatividad, es relativo; nada es absoluto.
La Tierra, que alberga en su seno todos los misterios y nos abruma con el desconcierto cada vez que logramos arrancarle alguno, anda ahora por zona de equinoccio mostrándonos los mismos de siempre, que, sin embargo, nos siguen pareciendo recién descubiertos. Otoño. Revolotear de alas migratorias, berrea de ciervos y aquelarre de brujas. Por el camino que se adentra en el bosque, convertido ahora en un misterio de colores, el ánimo predispuesto se siente desprevenido ante el acoso de la nostalgia, como si las hojas que caen hiciera cada una de ellas una herida en lo más hondo de los delicados tejidos en que envolvemos nuestros recuerdos. Sabemos que el presente no puede existir, porque sólo es un punto infinitésimo de paso, y que el futuro no es más que un supuesto, así que sólo tenemos el pasado, es decir, los recuerdos. Qué tendrán que se nos hacen tan necesarios como el aire. No podemos vivir de ellos, pero tampoco sin ellos, porque siempre terminan haciéndose parte de nosotros mismos, aunque sepamos que al final acabarán siendo deshechos por el tiempo. Y sin embargo, no podemos evitar plantar cara con todos nuestros escasos recursos a la injusticia de ver cómo se nos quita lo que se nos dio. Nos rebelamos frente al eterno fluir. Tratamos de detener los fragmentos del tiempo y no nos paramos a pensar que quizá la mejor manera de vencerlo es echarse en sus brazos y que haga con nosotros lo que quiera. Cuando las hojas amarillean caen al suelo mansamente, sin golpear la tierra que las va a destruir. ¿Tendrán neutrinos los átomos de las hojas muertas?
Pero en definitiva todos somos residuos del gran proceso estelar. Polvo de estrellas. Las instancias a quien poder referirse están muy altas y, miren, eso tiene algo de paradoja reconfortante, porque es la unicidad absoluta de nuestro origen y de nuestro destino. Al menos tenemos la certeza de saber que existe un punto absoluto y común.
Algo melancólico y grave me he puesto. Debe de ser que hoy es mi cumpleaños

martes, 6 de septiembre de 2011

La esquina de María

Frente a la magnitud de las cifras económicas con que nos atiborran cada día, y que nadie entiende, se imponen las humildes cuentas de nuestra economía familiar, infinitamente más importantes que aquéllas. Que hablen los sesudos expertos con su lenguaje incomprensible, que sigan con su jerga críptica sobre la tal Moody's, diferenciales de deuda, calificaciones de riesgo, fortalezas financieras intrínsecas, riesgo país y cosas así, que los sencillos números de sumas y restas que hemos de echar para tratar de llegar a fin de mes son mucho más trascendentales y mil veces más inquietantes. A la hormiga le preocupa más la pequeña piedra que le obstruye el camino que la imponente montaña que se alza al fondo. La verdadera dimensión de la crisis no se encuentra en el parqué de las bolsas ni en la frenética agitación de banqueros y ministros de Finanzas, sino en las esquinas de las páginas de sucesos, allí donde la preocupación general se condensa en lo personal y se convierte en drama. Miles de dramas anónimos que hace ya tiempo que dejaron de ser noticia; personas con su desesperación a cuestas, que no importan a nadie, salvo al banco que los desahució, a la cocina de beneficencia que les da de comer algo, y quizá a los familiares, si no están en su misma situación.
María tiene 68 años y seis nietos. Tenía también un piso, con el que avaló en su día la hipoteca de un hijo. El hijo perdió su empleo, no pudo pagar la hipoteca y les quitaron la casa a los dos. Ahora se prostituye para poder vivir. A ocho euros el servicio, que también aquí la competencia es dura y no hay más remedio que hacer rebajas frente a cuerpos más apetecibles y más profesionales. Ella, una mujer de valores tradicionales, dedicada a los suyos y con una vida hasta entonces encuadrada en la bendita normalidad de los pequeños problemas de cada día. Su amor de madre no pudo evitarlo, y su deseo de dar a su hijo una vida al menos como la de ella terminó en la ruina de ambos. Sobre todo, con su vida en ruinas. Una calle céntrica, una esquina cualquiera, soportando todas las miradas que examinan con expresión burlona, acusadora, despectiva o misericordiosa lo único que le queda para vender. Su familia no lo sabe, y quizá esa sea una angustia añadida, la del momento de ver si encuentra comprensión para su humillación. Los ministros europeos salen de otra de sus reuniones hablando de que "la rebaja del rating hace necesaria una reestructuración de la deuda porque la dinámica del mercado va a terminar llevando a un default".
Nadie podía preverlo hace tan sólo unos pocos años, cuando creíamos que una sociedad tan bien fundamentada como la nuestra tiende por su propio impulso a ir hacia adelante. No contábamos con el infinito afán de riqueza de los ricos, la incompetencia de los políticos o la deshumanizada aplicación de las leyes a los débiles. Los culpables no existen; los que sufren sus consecuencias sí, y cada vez en mayor número. El caso de María lo ha publicado la prensa nacional, así que todavía tiene categoría de noticia. Lo triste es pensar que quizá dentro de poco ya deje de serlo.