martes, 22 de noviembre de 2011

Si no fuera por ellos...

Un hombre no es pobre cuando carece de todo, sino cuando no trabaja. Esta afirmación de Montesquieu podrían suscribirla hoy cuatro millones de personas en España, que puede que no carezcan de todo, pero sí de la posibilidad de vivir de sí mismos mediante su propio esfuerzo. Quizá sea esto, al margen de las dificultades materiales, lo más doloroso de sobrellevar, porque se asienta en lo más hondo de nuestro ser, allí donde guardamos la dignidad y donde no puede llegar ninguna medida social ni ninguna dádiva por bienintencionada que sea. A poco que uno tenga conciencia de sí mismo, no puede ser fácil vivir con la evidencia de que sus cualidades personales, su preparación, su voluntad de trabajo y su posibilidad de aportar a la sociedad aquello de que es capaz, han sido anuladas y ha de resignarse a vivir sustentado por los demás, sea la administración o la familia. Excepciones habrá, vividores y aprovechados encantados de ser muy listos, pero a cualquiera que tenga en alta estima su dignidad esto es lo que le resultará más difícil de llevar. Y habrá de vivirlo en la soledad de sí mismo. Jamás podrá verlo reflejado en ninguno de los sesudos análisis económicos.
Con los sindicatos domesticados por el poder, los bancos amarrando el dinero y el gobierno sin un plan de mayor calado que el de subir los impuestos y esperar a que el tiempo traiga la solución, poca ilusión puede pedírsele a ese parado que vagabundea por las oficinas de empleo con la esperanza de dignificar su vida, sobre todo si ya ha superado la maldita barrera de los cuarenta. Le quedarán, si tiene suerte, esos 420 euros que, por supuesto, bienvenidos sean, sobre todo si lo mira, no como una limosna, sino como la devolución de algo prestado anteriormente, que también puede ser un modo de verlo.
Si toda crisis permite ver por debajo de su violento oleaje los sedimentos permanentes que no puede arrastrar, la de ahora está poniendo al descubierto aspectos ocultos de nuestra sociedad, que siempre permanecieron ahí, pero que parece que últimamente no se querían ver. Una situación como esta, con cuatro millones de personas sin trabajo y sin perspectivas de encontrarlo, pondría a cualquier sociedad al borde de la movilización popular; se exigirían medidas en la calle, habría una crisis de confianza en el gobierno, podría incluso derivar en estallido social. Si esto no ocurre en España se debe en buena medida a nuestro concepto de la familia como depositaria de valores tradicionales. La familia como último reducto frente a todo, único refugio en el que encontrar una solidaridad que puede llegar hasta el sacrificio. Cuántos jubilados están haciendo un esfuerzo para ayudar a sus hijos en las hipotecas, cuántos abuelos dedican su exigua pensión a atender necesidades perentorias de sus nietos, cuántas familias compartiendo los ingresos en espera de un cambio de situación, cuánta generosidad callada. Me lo decía un padre de familia parado, con la sensibilidad herida y la dignidad aparcada: "La necesidad se hace más dolorosa cuando los seres más queridos han de acudir en tu ayuda, pero si no fuera por ellos..."

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