miércoles, 4 de abril de 2012

Semana Santa

El ciclo litúrgico cristiano culmina esta semana con la celebración del dogma fundamental de su doctrina, y el ciclo mundano culmina también en cierto modo su esperanza en unos días de escapada o al menos de dulce mirada a la nada. Es cierto que luego vendrá el verano, con sus vacaciones, pero ese es un tiempo en el que los cumplimientos de esos propósitos se distribuyen a lo largo de un amplio espacio. No hay otras fechas en que el país se paralice a la vez durante tanto tiempo, ni que las vidas de los ciudadanos se intensifiquen simultáneamente en afanes de cambio momentáneo. La crisis no puede medirse aquí con la misma vara que en el resto del año, porque saldría una dimensión equivocada. Y es que el pueblo es sabio. En una tácita reinterpretación del primum vivere ha traducido lo de vivir por algo más que un simple subsistir y aplicado aquello no tan profundo, pero sí igualmente filosófico, de a vivir que son dos días y que salga el sol por donde quiera.
Vuelven a su ciudad las leyendas urbanas para dejar constancia de que no lo son. Se llenan los hoteles de Levante con los que buscan un anticipo del verano, y los del norte con quienes prefieren andar más que tumbarse. Y los del centro y el sur con aquellos que quieren vivir una Semana Santa más pegada a su significado. Aquella semana de cine religioso y llamadas penitenciales se ha convertido en un tiempo bipolar, aún con viejas evocaciones de infancia. Las imágenes de la iglesia se cubrían con paños morados, los sermones giraban en torno a los novísimos, y el pecado y el arrepentimiento se convertían en un único e inquietante tema de reflexión. La noche del Viernes Santo, una gran procesión recorría la carretera a todo lo largo del pueblo. Se portaba a hombros el gran Cristo del templo, iluminado por las velas y acompañado de oraciones y cantos. Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónale, Señor. Era el triunfo de una fe humilde y sin preguntas, una fe compartida por el pueblo en torno a su pastor. Ahora que el vendaval del tiempo se ha llevado todas aquellas hojas, a uno aún le queda un pequeño deje de ternura cuando recuerda aquellos rostros arrobados ante la figuración del misterio de su salvación.
Las procesiones que estos días recorren muchas ciudades de España entre multitudes mitad curiosas y mitad conmovidas, son una expresión menos depurada de aquellas. Recogidas y silenciosas las castellanas, aparatosas y coloristas las sureñas, pero todas con la única pretensión de herir las miradas por medio del desgarro, aprovechando el implacable realismo de nuestro arte barroco. Aquellas eran para vivirlas; estas para contemplarlas. En aquellas la fe adquiría su plenitud al amparo de los rincones más íntimos de cada corazón, allí donde no llegan las saetas ni el golpeteo de los tambores; en estas viene proyectada desde fuera sin más valor que el de una simple invitación. Pero, aun con todas sus connotaciones festivas o turísticas, perviven cada vez más vigorosas como expresiones de una fe secular que, sin ellas, perdería la más popular y querida de sus manifestaciones. Mal lo tiene el laicismo militante para desentender a esta sociedad de sus raíces cristianas.

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