miércoles, 25 de enero de 2012

El naufragio

Lo que le faltaba al naufragio de Italia para convertirse en un remedo real de una novela era la aparición de una mujer fatal que completase el esquema argumental. Pues hasta eso. La realidad, una vez más, igualando la ficción, al menos una ficción que bordee el límite de lo verosímil. Por lo que nos cuentan las informaciones periodísticas, que casi siempre suelen tener que quedarse en lo externo, todos los ingredientes que un editor pueda exigir a un autor para que su libro sea un éxito de ventas aparecen aquí en las debidas proporciones: riesgo, imprudencia, incapacidad, mentiras, cobardía, tragedia, lujo, alcohol, sexo y muerte. Sobre todo muerte. Más de treinta víctimas. Seguramente a estas horas algún avispado productor ya se ha lanzado sobre el hecho para convertirlo en la película del año; desde luego, no tendrá que pagar mucho al guionista por su esfuerzo de imaginación.
Si las informaciones que nos han llegado son ciertas, las preguntas que deben de asaltar a los interesados, y a todos, son de difícil respuesta. Cómo explicar, por ejemplo, que, si al conductor de un simple automóvil se le somete a estrictos controles de alcoholemia, un señor que tiene en sus manos un vehículo gigantesco con cuatro mil personas dentro dispone de barra libre a su antojo. O cómo justificar las carencias de formación de una tripulación, que ni siquiera sabía con precisión los pasos que había que dar. O cómo es posible el naufragio en sí mismo, porque se supone que en los tiempos del GPS y del control remoto, alguien habrá advertido al puente de mando de que se acercaba a una zona de naufragio seguro. Y, sobre todo, que tipo de exigencia se establece para encomendar el mando a un capitán capaz de burlar una ley, posiblemente no codificada, pero escrita desde siempre en el código de la dignidad de los hombres del mar, que dice que el salvamento ha de iniciarse por los más débiles y terminar por él mismo, aun a riesgo de su propia vida. En fin, preguntas de indocumentado que seguramente tendrán respuestas por parte de los expertos correspondientes, pero que deberían ser expuestas con claridad, aunque sólo sea por una cuestión de confianza.
Algún hermeneuta de la realidad con afanes de conclusiones trascendentes puede ver en todo esto una metáfora de nuestra propia época. Un gigante deslumbrante, de hermosa figura, pero sin nada que lo sustente en su interior. Una cáscara vacía de cualquier concepto ético, de dignidad, conocimiento, sentido del deber, capacidad de sacrificio. Han sido sustituidos por la frivolidad, la despreocupación y la búsqueda del placer a toda costa; se ha difuminado la línea que separaba en compartimentos estancos los espacios del hedonismo y la responsabilidad. En el barco, los atisbos de dignidad vinieron de actitudes individuales, no del sistema, pero las actitudes individuales no pueden dirigir el timón. Lo realmente inquietante es que acaso sea eso, una metáfora.

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