miércoles, 9 de mayo de 2012

La cultura como hecho diferencial

Siempre que una comunidad trata de establecer lindes de separación del resto, acude a buscar justificaciones allí donde le parezca que son tan evidentes que resultan inatacables. Suele comenzar por la geografía, pero en un espacio de paisaje más bien uniforme y ampliamente colonizado, casi nunca otorga un argumento contundente; no individualiza hasta el punto que se requiere. Se va después a la historia. Aquí también es difícil encontrar diferencias suficientes para sostener una nueva realidad, salvo que se opte por adaptarla a la carta, algo que suele hacerse; es decir, que se fabule, se invente, se trastoque o se tergiverse. El transcurrir histórico de los pueblos que han convivido juntos durante miles de años está demasiado imbricado entre sí como para poder singularizar a uno solo. Como mucho, por algún breve período, pero sin capacidad para otorgar un pasado excluyente. Tras explorar inútilmente las posibilidades del espacio físico y el histórico, puede sentirse la tentación de acudir a los rasgos raciales y genéticos de sus habitantes, en comparación con los demás; en algunas sociedades resultó decisivo, pero en la española es impensable, a pesar de algunos escarceos con la idea por parte de algún gerifalte vasco, felizmente en el olvido. Hemos convivido intensamente durante demasiado tiempo, nos hemos mezclado y contagiado todos nuestros virus buenos y malos, nos hemos pegado y abrazado demasiado para que quede alguien que pueda decir que es genéticamente diferente en lo esencial del vecino. ¿Y entonces, qué queda? Pues, si tampoco hay posibilidad de enarbolar una diferenciación basada en el hecho religioso, queda acudir a la rama más delicada, más vulnerable y más indefensa, y encima, la que más prestigio suele otorgar: la cultura. Es ahí donde los nacionalismos tratan de fundamentar su hecho diferencial, en dos palabras que resuenan con carácter apodíctico: nuestra cultura.
Pero el caso es que la cultura sólo puede ser considerada como privativa de una región en sus aspectos más raquíticos y primitivos: en los rasgos folclóricos, en la música popular, en algunas labores artesanas, en la cocina, en sus juegos autóctonos, en cosas así. En el siguiente nivel, la cultura deja de ser local para volverse del ámbito inmediatamente superior, o sea nacional. Nadie adjudicará la obra de Galdós a la cultura canaria, ni el cuadro de Las Lanzas a la andaluza. A nadie se le ocurrirá incluir La Última Cena de Leonardo dentro de la cultura lombarda, ni la Novena Sinfonía en la de la región de su autor. Desde este punto de vista, no existen culturas regionales, ni la catalana, ni la asturiana, ni la vasca, ni la andaluza, ni ninguna otra, porque sus manifestaciones superiores, que son las que les darían verdadera categoría, ya forman parte de otra más amplia, con unos rasgos comunes que las abarca a todas. Suena grotesco utilizar el argumento de la cultura propia para establecer diferenciaciones entre los pueblos de una nación, cuando son los propios creadores los que aspiran crear una obra que les permita escapar de ella.

No hay comentarios: