miércoles, 16 de mayo de 2012

Hay que cambiar el mundo

Que el mundo nunca haya sido un hogar en el que sus habitantes se sintieran a gusto, es una de las cosas más singulares que pueden verse. Nadie parece haber vivido nunca, en ninguna época, feliz en él. Todas las generaciones han querido cambiarlo. Religiones, guerras, revoluciones, doctrinas y leyes, desde el púlpito a los despachos, desde la cátedra a las tribunas militares, todos han pretendido modificar el mundo que recibieron y dejar otro distinto. Nos han dado una casa más o menos adecuada a nuestras necesidades, pero incapaz de permitir que sus obligados inquilinos vivan felices en ella. Ya nuestros medievales la llamaban “vallis lacrimarum”, pero es común encontrar en todas las civilizaciones y en todos los tiempos referencias a lo mal que está hecha esta posada. “Que hablen todos los que te habitaron, oh mundo. Que digan si tuvieron en su vida goce sin dolor, paz sin discordia, descanso sin miedo, salud sin flaqueza, luz sin sombra, risa sin lágrimas”, escribía san Agustín, aunque quizá pretendiendo oponerlo así al mundo celestial. Todavía hoy, a los Pangloss que creen que vivimos en el mejor de los mundos posibles, se les toma por el símbolo de la ingenuidad más ridícula.
Nunca nos hemos sentido a gusto en el mundo y, en el plano individual, hemos buscado formas dignas de salir de él: el claustro y la batalla fueron algunas. Otros, de tan poco como les gustaba este, se dedicaron a idear mundos distintos, acaso con la remota esperanza de que alguien lograra hacerlos realidad. Platón imaginó una república en la que la justicia social habría de traer la felicidad a sus ciudadanos. La ciudad ideal de san Agustín es de carácter espiritual y está basada en el amor. Tomás Moro concibe una isla perfectamente organizada en la que sus habitantes llevaban una vida justa y feliz; por algo la llamó Utopía, es decir, en ningún sitio. Y así otros muchos, que hoy leemos como una simple curiosidad sin más consecuencias que las literarias. Los intentos reales de transformar el mundo llegaron con la racionalización de las ideas y con las posibilidades materiales de hacerlo. Fourier lleva a la práctica su sueño de una comuna ideal, a la que llamó falansterio, que a su vez constituyó el precedente de otros muchos intentos posteriores. Fue un fracaso. Los falansterios cerraron, la revolución comunista pasó y el mundo sigue igual, con sus pasiones, sus injusticias y su escaso propósito de enmienda.
Es decir, que la humanidad se ha pasado casi toda su historia intentando transformar el mundo porque no le gustaba. Algo habrá conseguido, pero sigue sin gustarle. Esas personas que se reúnen en la Puerta del Sol están indignadas por eso, porque no les gusta el mundo. Ni a mí tampoco, ni supongo que a usted, aunque habrá que coincidir en que, echando una mirada a otros sitios, debería gustarnos, aunque no fuera más que por un argumento de relatividad. No se les ha oído una sola idea que ilumine el camino, ni un programa claro que suscite esperanzas. Sólo lanzan consignas mal rimadas, pero están convencidas, benditas ellas, de que es una forma de comenzar a cambiar el mundo.

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