miércoles, 18 de enero de 2012

Reconocimiento justo

La función de la literatura como reflejo de la sociedad puede resultar muy útil a sociólogos y estudiosos del futuro que quieran asomarse a la historia de esa época, pero deja al escritor prisionero de su propio tiempo y adscrito más que nunca a la categoría de lo efímero. Pocos autores gozaron en vida de tantos lectores como José Luis Martín Vigil. Cada libro que salía de sus manos se convertía en un éxito de ventas, y no sólo en nuestro idioma. Una generación entera le tuvo como su escritor de cabecera. Con su aguda percepción supo conectar de una forma novedosa y enormemente atractiva con una juventud que comenzaba a despertar a unos problemas hasta entonces esbozados solamente desde una ortodoxia expositiva rígida y árida. Eran novelas cuyo desarrollo temático se seguía con enorme interés, pero que en el fondo guardaban un mensaje de denuncia. Quién no recuerda La vida sale al encuentro, Cierto olor a podrido o La muerte está en el camino, para mí su mejor obra. Poco a poco se fue introduciendo en un terreno más social, con el mismo éxito y los mismos fervores. Y de pronto, el olvido. El entorno había cambiado, y su obra ya no era más que el reflejo de una lejanía desconectada por completo de la nueva juventud. Ni siquiera supimos de su muerte hasta un año después.
Su caso es similar al de tantos cultivadores de literatura social, pero la reflexión que cabe hacerse tiene un carácter general y abarca a todas las manifestaciones artísticas. Va de reconocimiento hacia aquellos que en algún momento de nuestra vida lograron hacernos felices. De íntimo agradecimiento hacia el creador de belleza por parte del receptor de ella. Porque este es precisamente un agradecimiento escaso y poco enjundioso y cuya ausencia resulta siempre fácil de justificar, como todo lo que se recibe sin atisbo de interés ni de imposición ni contrapartida alguna por parte del donante. Leemos un hermoso libro, gozamos con una obra de arte o disfrutamos durante un intenso momento con una bella música y nos parece natural que eso haya sido creado para nosotros, como si alguien hubiera nacido con esa obligación original, cuando, por un elemental deber de gratitud, debiéramos cerrar los ojos y dedicar mentalmente un fervoroso recuerdo agradecido a la figura que lo hizo posible. La belleza no brota de ninguna sopa germinal, ni de las intenciones, ni aun de las ideas o, al menos, no sólo; el espíritu del demiurgo es tan evanescente que no anida en ningún mortal, y mejor que así sea; el genio lo es sólo en cuanto es capaz de sacrificio.
De todas las definiciones de genio que uno tiene anotadas, tal vez la más exacta sea la menos ortodoxa: genio es la infinita capacidad de tomarse molestias. El genio en sí mismo poca cosa es. Unas simples y calladas cuerdas de arpa, dijo el poeta; un uno por ciento de la obra, dijo el científico; un don, decimos todos, y tenemos razón. Pero un don inactivo en sí mismo; es decir, nada sin el esfuerzo. Y el eco de ese esfuerzo es el que nos alcanza a todos, sin que merezca en la mayoría de los casos ni un leve pensamiento.

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