miércoles, 1 de febrero de 2012

Muerte en la playa

Por debajo de lo que este loco mundo nos ofrece cada día, o al menos del retrato que de él nos pintan, hay una realidad que subyace oculta como el abono en la tierra. Y, como el abono, fecunda el entorno y redime la primavera del invierno. Si el mundo fuera solamente como nos lo presentan los telediarios y los periódicos, poca esperanza cabría tener en la especie humana. Si lo que circula bajo los brillos de la bambolla mediática fuese la verdadera esencia de nuestra condición de seres racionales, más valdría que nos quitáramos este título y creáramos una subespecie por debajo del reino animal para incluirnos en ella. Curiosamente, es la tragedia lo que hace aflorar los valores que nos dan dignidad y que los espejos que nos ofrecen a diario apenas reflejan. La tragedia y su inseparable compañero, el dolor, los que sacan aquello que está oculto en lo más profundo y que es lo que da sentido a nuestra categoría de seres humanos. Entonces, sin saberlo, algo nos impulsa a seguir, en la medida que sea, el mandato que Cicerón propuso como obligación ideal de todo hombre: Este es nuestro máximo deber: prestar toda nuestra ayuda a quien la necesita en grado extremo.
El drama de la playa de La Coruña tiene un componente que sólo puede calificarse con una palabra que se enseñoreó durante siglos de todas las literaturas y ahora ha caído en desuso en aras no sé muy bien de qué: heroísmo. Tres jóvenes policías dejan su vida por intentar salvar a otro joven al que, aunque esto importe poco, no habían tragado las olas por culpa de ningún desgraciado capricho del azar, sino por algún mal aire que le llenó de euforia el pensamiento. No figuraba entre sus obligaciones profesionales; siguieron un deber que ellos mismos se dictaron. Sin duda lo vieron posible o acaso la premura de la situación les haya impedido pararse en consideraciones, pero ese impulso primario es lo que los define. ¿Cuántos de nosotros seríamos capaces de lanzarnos sin pensarlo a un mar embravecido para tratar de sacar a alguien a quien ni siquiera conocemos? No es cobardía; es la condición humana, y cuando alguien se olvida de ella para luchar por el bien de otro, nos produce un ramalazo incontenible de admiración.
Los tres policías encontraron la muerte en la plenitud de sus vidas, sin haber logrado siquiera intercambiarlas por una sola. No hay ningún salvado que les pueda guardar eterno agradecimiento. Dicen que no existe sacrificio estéril, pero duele la derrota del valor. Son héroes que no figurarán en las crónicas ni tendrán estatua en el centro de una plaza. Dentro de poco, apagadas las efímeras luces de los focos mediáticos, sus nombres quedarán sumidos en el anonimato. Sólo los suyos guardarán su memoria como un valioso tesoro de familia. Y si alguna vez el mar devuelve los cuerpos de los que faltan, bien podría ponerse como epitafio en su tumba el verso de un antiguo himno sagrado: Puerta soy para ti, quienquiera que seas, tú que me llamas.

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